Enero de 1919 arrancó particularmente caluroso en Buenos Aires, pero nadie imaginaba que pronto se convertiría en un infierno de sangre y fuego que dejaría en apenas una semana el trágico saldo de alrededor de setecientos muertos, entre dos mil y cuatro mil heridos y más de cincuenta mil detenidos en la despiadada represión de una protesta obrera.
Fue una de las páginas más oscuras del gobierno del radical Hipólito Yrigoyen – el primer mandatario argentino elegido por el voto popular – y pasó a la historia con un nombre que lo dice todo: la Semana Trágica.
Se desarrolló entre el 7 y el 14 de enero y fue el resultado de un cóctel con ingredientes muy explosivos: la intransigencia patronal a los reclamos de los trabajadores, la represión estatal y paraestatal, el temor fogoneado por políticos y medios al “contagio” en la Argentina de la Revolución Rusa de octubre de 1917 y, de manera más subterránea pero no menos importante, un antisemitismo que no tuvo reparos en provocar un pogrom.
El foco inicial del incendio – por llamarlo de algún modo – que se expandió de manera incontenible tuvo lugar en una fábrica, los Talleres Vasena, cuyos obreros habían iniciado una huelga en diciembre de 1918 por la mejora de las condiciones laborales. No era un reclamo caprichoso: tenían agotadoras jornadas laborales de 11 horas y solo descansaban los domingos
El predio de la fábrica estaba entre las actuales calles Cochabamba, Urquiza, La Rioja, Oruro y Constitución, cerca de Parque de los Patricios, donde hoy está la plaza Martín Fierro. Porque las instalaciones de Vasena fueron demolidas años después, quizás para borrar todo vestigio de aquella vergonzosa página de la historia argentina. Allí, sobre la calle La Rioja hay una placa incrustada en una pared de ladrillos a la vista que dice: “Estos muros pertenecen a la construcción original de los Talleres Vasena. Aquí se produjeron parte de los sucesos de la Semana Trágica”.
Un recordatorio demasiado frío para semejante infierno.
La huelga de Vasena
La fábrica metalúrgica Talleres Vasena había sido fundada por el inmigrante italiano Pedro Vasena, quien sumó capitales británicos a la compañía. Su muerte, en 1916, dejó a su hijo Alfredo al frente de la empresa.
En aquel verano de 1919, cuando los obreros presentaron sus reclamos, Vasena hijo rechazó las demandas y prefirió convocar a rompehuelgas que a dialogar con los trabajadores.
“Tenían 2.500 trabajadores, había carboneros, foguistas, fundidores… Si bien había distintas corrientes sindicales, tenían peso los de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) del Quinto Congreso, que eran anarquistas revolucionarios. El pliego de reclamos de la huelga que empezó no era distinto de otros conflictos: jornada de ocho horas, pago de horas extras, vacaciones”, explica el historiador y periodista Rubén Furman.
En la escalada del conflicto, el presidente Hipólito Yrigoyen puso al frente de la represión al general Luis Dellepiane y los resultados fueron atroces: no solo actuaron la Policía, los bomberos y el Ejército, sino que por primera vez apareció la Liga Patriótica, un grupo de choque con pretensiones de nacionalismo.
El martes 7 de enero, de los depósitos de Vasena, sobre Amancio Alcorta, salió una caravana de autos escoltada por policías: llevaban esquiroles –rompehuelgas- con destino a la fábrica. A poco salir, se toparon con un piquete obrero que les cortó el paso. Los cosacos cargaron y desde las terrazas vecinas también había agentes agazapados que disparaban armas de fuego.
La trifulca duró dos horas. Según consignó La Vanguardia desde los huelguistas también hubo disparos. Era una zona de casas humildes, muchas de madera y los tiros hirieron a varios vecinos. Los muertos, comprobados, fueron cuatro, todos vecinos del barrio. Tres por balazos y uno por el sablazo de un policía montado. Alrededor de 30 fueron los heridos de bala. La policía no tuvo muertos y reportó cuatro heridos.
Cerca de allí estaba la sede de la Sociedad de Resistencia Metalúrgicos Unidos, de tendencia anarquista, donde fueron velados los tres muertos que quedaron tendidos sobre Amancio Alcorta. El restante murió en el Hospital Rawson.
El conflicto se expande
La huelga de Vasena, hasta el momento, acaparaba la información periodística: al día siguiente tanto los comercios como los talleres dejaron las persianas bajas: el conflicto se multiplicó al tiempo que crecían las diferencias entre socialistas moderados y anarquistas revolucionarios.
El gobierno de Yrigoyen tomó nota y, su ministro del Interior, Ramón Gómez, fue a mediar entre los sindicalistas y la empresa. Se reunieron funcionarios, sindicalistas y el propio Vasena.
Aunque Gómez logró que el empresario prometiera un leve aumento de salarios y reducir la jornada laboral a nueve horas, los ánimos obreros estaban caldeados porque, al mismo tiempo de la negociación, Vasena seguía mandando rompehuelgas y por los conventillos de Buenos Aires se esparcía el mal humor.
Ya el miércoles 8, muchos gremios decidieron hacer huelga y el jueves 9 algunos colaboradores de Yrigoyen le propusieron al presidente que decretara el Estado de Sitio.
El mandatario radical se negó a hacerlo, pero puso al frente de la Policía a Elpidio González, ministro de Guerra, quien convocó al jefe de la Segunda División del Ejército, Luis Dellepiane, amigo del caudillo radical.
Eso ocurrió en el mismo momento que salía el cortejo fúnebre de las víctimas de la represión desde Pompeya hasta el cementerio de la Chacarita. Los féretros eran llevados a pulso y en el trayecto, entre la multitud, había grupos anarquistas que no dudaron en llevar armas o, incluso, romper las cortinas metálicas y tomarlas de las armerías que había en el trayecto.
La situación no demoró en estallar. “Para los empresarios, Yrigoyen era un populista. A su vez, los nacionalistas sentían que era su momento, estaban convencidos que todo era fruto de un complot maximalista de rusos, judíos y comunistas. Los galeritas, como se los llamaba, salían con carabinas en coches particulares, algunos de ellos descapotados. Actuaban como si fueran la guardia blanca ante el peligro bolchevique”, describe Furman,
Si la ciudad estaba fuera de control, lo que sucedía en la fábrica era más grave aún. Alfredo Vasena había contratado a guardias privados que estaban acuartelados en el interior de la planta. Los huelguistas, a su vez, intentaron ese jueves 9, ingresar por la fuerza. No bien el general Dellepiane se enteró que había disparos en el lugar, decidió mandar tropas de infantería.
El “peligro rojo”
El viernes 10, los periódicos que expresaban las voces de los huelguistas, destacaron la brutalidad militar y policial, mientras que desde la otra vereda, El Buenos Aires Herald, La Prensa, La Razón y La Nación hacían eje en el peligro comunista.
A principios de 1919, la victoriosa revolución bolchevique ocurrida hacía menos de dos años en Rusia se había transformado en un fantasma que recorría y atemorizaba a los gobiernos de buena parte del mundo. Temían que se expandiera como la peste. La Argentina no era la excepción. La incipiente clase obrera, compuesta en buena parte por inmigrantes europeos, se agitaba y reclamaba por sus derechos – principalmente por una jornada laboral de ocho horas – impulsada por dirigentes anarquistas y comunistas.
“En ese momento se produjo un cambio de perspectiva. En noviembre de 1918 La Nación confiaba en que el maximalismo no se expandiría más allá de las fronteras rusas y consideraba que sólo unos pocos países europeos enfrentarían en los meses sucesivos al peligro maximalista. Sin embargo, a partir de diciembre La Nación, La Razón y La Prensa alertaban en sus editoriales contra la divulgación de las ideas maximalistas y consideraba la posibilidad de que, como en Europa, también en Argentina se desencadenasen huelgas revolucionarias”, explica el historiador Daniel Lvovich, investigador del Conicet especializado en la historia política y social del Siglo XX.
Pero ese temor al “maximalismo” no venía solo, sino con una fuerte carga de antisemitismo.
Antisemitismo desatado
En 1919, la ciudad de Buenos Aires albergaba a más de un millón y medio de habitantes, con un alto porcentaje de inmigrantes europeos, de los cuales entre 70.000 y 100.000 eran judíos. Por entonces -aún en mayor medida que hoy – las simplificaciones para identificar a los extranjeros eran moneda corriente: todo español era un “gallego”, todo árabe era “turco”, y los judíos eran sencillamente “rusos”.
Esta última generalización -que no era sólo patrimonio del común de la gente sino de las fuerzas policiales y de buena parte de la clase política – produjo, en medio de la agitación obrera y el temor que despertaba la Revolución Rusa, una ecuación de sentido común que derivó en sangre durante la Semana Trágica. Cuando se desató la huelga de los talleres Vasena se empezó a hablar de la existencia de un “soviet argentino” y, como el único soviet conocido y temido era el ruso, “los rusos” se transformaron de inmediato en blanco privilegiado de la represión.
El propio jefe de Policía, comisario Justino Toranzo, denunciaba una “intensa agitación anarquista provocada por numerosos sujetos de la colectividad ruso-israelita y la propaganda que hacen en ruso y hebreo”, según consta en el Archivo General del Ministerio del Interior.
La represión centrada en un principio en los obreros de Talleres Vasena y en las movilizaciones proletarias que apoyaban sus reclamos, no demoró de ampliarse hacia los barrios de Once y Villa Crespo, epicentro comercial y habitacional de “los rusos”.
Así se desató lo que pronto se llamaría “el pogrom de Buenos Aires”, utilizando el término con que se denominaban los ataques a las poblaciones judías en el Imperio Ruso y otros países del Este europeo.
Relatos en primera persona
“Vi ancianos cuyas barbas fueron arrancadas; uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas. He visto obreros judíos con ambas piernas rotas en astillas, rotas a patadas contra el cordón. Y todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina”, escribía en la revista Popular el reconocido periodista Juan José de Soiza Reilly, cuando todavía seguía sin poder borrar de su retina lo que había visto en las calles de Buenos Aires durante la Semana Trágica.
En su cobertura se había topado con un fenómeno particular dentro del desastre general: la salvaje persecución de judíos desatada por las fuerzas policiales y grupos de civiles armados.
Es que la policía no había tardado en juntar maximalismo y judaísmo para encontrar al supuesto líder de todas las protestas.
Se llamaba Pedro “Pinie Wald”, y era un judío polaco nacionalizado argentino que había sido obrero hojalatero en su tierra pero que en Buenos Aires se había transformado en periodista y escribía en la publicación en idish Avangard y en el diario Die Presse. Fue uno de los primeros detenidos y así lo relató:
“Nos dirigimos al Avangard, en la calle Ecuador. En la calle, cerca de las ventanas, todavía estaba el montón de ceniza negra, restos de los objetos y enseres quemados. No quedaba allí otra cosa que las paredes desnudas. (…) Al salir, no advertimos ninguna presencia sospechosa. Íbamos por Corrientes cuando oímos la orden:
-¡Caminen derecho!
Era un oficial del ejército, que avanzaba desde atrás y estaba a dos pasos de nosotros.
-Están arrestados – nos informó”.
Pinie Wald fue trasladado a la Comisaría Séptima, donde lo sometieron a tormentos para que confesara que era el líder del “soviet argentino” y revelara cuáles eran los planes de la supuesta conspiración que encabezaba. Le salvó la vida el abogado y dirigente del Partido Socialista Federico Pinedo quién, avisado de la detención, se presentó rápidamente en la comisaría y evitó que lo siguieran torturando.
Muchos años después, Wald -que murió en Buenos Aires en la década de los ‘60 – dejó testimonio del pogrom y de su propio calvario en una novela escrita en idish, Koschmar (Pesadilla), que hoy es inhallable.
La represión parapolicial
La policía y comandos integrados por civiles – mayormente integrados por militantes radicales y católicos antisemitas – se centraron allí en atacar salvajemente a todo aquel que fuera o pareciera judía, sin importar sexo, edad u ocupación.
Un anónimo cronista del diario La Crítica describió así los hechos: “Hombres, mujeres y niños fueron maltratados brutalmente, cual si existiera el propósito de extirpar a esa raza atormentada. Los rusos eran atormentados con saña feroz por los ebrios polizontes, y no pocos fueron ultimados a palos y bayonetazos. Se puede decir que ni un solo ruso salió ileso de las garras policiales. Por los pasillos del Departamento de Policía desfilaban los flagelados y ensangrentados. En el departamento central de Policía, cincuenta hombres, ante el cansancio de azotar, se alternaban para cada judío. Con fósforos quemaban las rodillas de los judíos mientras atravesaban con alfileres sus heridas abiertas. En la comisaría 7a les orinan en la boca”.
La participación de grupos de civiles -algunos de los cuales pocos días después constituirían la Liga Patriótica - en el pogrom quedó documentada por, entre otros, el periodista y escritor Arturo Cancela en sus “Tres relatos porteños”: “Jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevaban barba; los de las carabinas les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas -escribió -. Otros apedrean los vidrios de las casas de comercio cuyos propietarios abundan en consonantes”.
Otro testigo que relató en detalle los ataques de los parapoliciales a “los rusos” fue el escritor Juan Carulla. “En medio de la calle ardían pilas con libros y trastos viejos, entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas iluminaban tétricamente la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios; vi allí dentro a un comerciante judío. El cruel castigo se hacía extensivo a otros hogares hebreos. El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos de ‘mueran los judíos’. Cada tanto pasaban a mi vera viejos barbudos y mujeres desgreñadas”, contó.
La sangre derramada y la victoria obrera
Después de seis días de violencia desatada, el lunes 13 de enero la ciudad amaneció más tranquila, el subte –el único que había, que luego se llamó A- funcionó, muchos comercios abrieron.
A las cuatro de la tarde, en el despacho del ministro del Interior, Ramón “el Tuerto” Gómez, se llevó a cabo una reunión en la que estuvieron Alfredo Vasena y un hermano suyo, acompañados por el senador radical Leopoldo Melo, quien era asesor legal y miembro del directorio de la empresa. Por la Sociedad de Resistencia Metalúrgicos Unidos asistieron el secretario general Juan Zapetini y cinco delegados elegidos por la asamblea. Se leyó el pliego de condiciones –en el que se aclaraba que la jornada sería de ocho horas, que los aumentos de sueldos serían entre 20 y 40% -de acuerdo a las categorías-, que los domingos se pagaría el 100% de aumento, que se eliminaba el trabajo a destajo y que no habría represalias contra los huelguistas.
La huelga de Talleres Vasena había terminado con la victoria de los obreros de Vasena, pero Buenos Aires había vivido una de las semanas más violentas y sangrientas de toda su historia.