Todavía era de día, a las siete menos diez de la tarde del 23 de diciembre de 1975, cuando el camión Mercedes Benz de transporte de gaseosas derribó el portón de entrada del Batallón de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno, en Monte Chingolo, y fue recibido con una andanada de disparos de ametralladoras pesadas. El chofer murió en el acto, lo que hizo que el vehículo zigzagueara y se incrustara contra la garita. Aún así, el camino quedó abierto para que la caravana de vehículos que llevaba a alrededor de setenta guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) se adentrara en los terrenos del cuartel.
Lo que había pretendido ser un ataque por sorpresa se había convertido en una trampa mortal. Muchos de los atacantes cayeron en los primeros minutos de combate, cuando desde las alturas del tanque de agua y desde otros puntos estratégicos les llovieron ráfagas de balas, pero otros lograron dispersarse y abrieron fuego.
La Petisa María, integrante de uno de los grupos de ataque, entró al cuartel en la caja de una camioneta Fiat, que recibió varias ráfagas de ametralladora. Cuando estaba a punto de saltar, un balazo derribó a un compañero que, al caer, la desparramó de nuevo en la caja del vehículo. Cuando pudo pararse de nuevo, se parapetó y comenzó a disparar. “Me puse detrás de la cabina, parada en la caja, y empecé a tirarles. ¡Era un barullo infernal! ¡Un bolonqui!”, le contó muchos años después a Gustavo Plis-Sterenberg, autor de “Monte Chingolo. La mayor batalla de la guerrilla argentina”.
María – el autor del libro la identifica solo con su nombre de guerra – fue una entre los sobrevivientes del ataque al cuartel. Salvó la vida porque cuando oscureció se subió a un árbol pequeño donde pasó toda la noche.
“Busqué y encontré unos arbolitos, como arbustos, entre la ligustrina. Eran unos arbolitos de como un metro, muy extraños. Tenían el tronco chiquito, arriba la copa caía como un sauce y quedaba un espacio ahí adentro, como una casita. Yo me agarré a uno de esos arbolitos, me metí adentro y me quedé ahí hecha un bollito. Como se me veían las piernas, flexioné las rodillas y me quedé sin moverme, abrazada al arbolito”.
Desde allí escuchó cómo fusilaban a algunos de sus compañeros luego de que se hubieran reunido y nunca podrá olvidar al soldado que la descubrió escondida, pero en lugar de obligarla a salir se alejó en silencio, sin delatarla. Recién al día siguiente logró escapar del cuartel.
El ataque guerrillero
El ataque reunió a las tres compañías que tenía el ERP en Buenos Aires, reforzadas por militantes de otros lugares del país. La acción involucraba a 250 guerrilleros y – desde la perspectiva de la organización – tenía como objetivo político minar el golpe de Estado en marcha, que finalmente se concretó tres meses después. El objetivo militar era llevarse más de diez toneladas de armas y municiones.
El grupo principal debía tomar el cuartel y retirarse con las armas; las otras unidades tenían que neutralizar puestos policiales y, sobre todo, las rutas y accesos que deberían tomar los refuerzos de los regimientos 7° de La Plata, 3° de La Tablada y 1° de Palermo.
Si todo salía tal como lo planeado, los guerrilleros tendrían tiempo para esconderse: los partidos de Quilmes, Avellaneda y Lanús serían, hasta el mañana siguiente, una especie de territorio liberado. Al mismo tiempo, una unidad coparía una estación de radio para transmitir una proclama de la comandancia del ERP instando a los argentinos a sumarse a sus filas y enfrentar el golpe que estaban planificando las Fuerzas Armadas.
Los setenta combatientes del grupo de ataque debían encontrarse en un punto fijado a quince minutos del cuartel: desde ahí saldrían en una caravana encabezada por un camión seguido por dos pickups y cuatro autos. El camión tiraría abajo la puerta donde estaba el puesto 1 de guardia. Enseguida, los guerrilleros se desplegarían en pequeños grupos y podrían reducir la resistencia de las compañías de seguridad y de servicios. Gracias a su poder de fuego y la sorpresa, ocuparían los tres puntos neurálgicos: la guardia central, el casino de oficiales y los depósitos de armas.
Otros dos grupos debían cortar el camino General Belgrano para impedir la entrada de refuerzos y cubrir la salida de los camiones y los coches. Al mismo tiempo, varios comandos cortarían los caminos entre la Capital y el sur del Gran Buenos Aires: sobre todo el puente de La Noria y el Nicolás Avellaneda.
Las comunicaciones de los atacantes eran a través de walkie-talkies con el comandante de la acción, Benito Urteaga, quien se quedaría en una casa y consultaría con Mario Santucho, quien estaría en otra casa.
Así lo hicieron, pero algo falló, porque los estaban esperando.
Postergación de un día
Originalmente, el ataque estaba planificado para el lunes 22 de diciembre al atardecer, pero el informe de un soldado simpatizante del PRT-ERP hizo que se postergara.
El conscripto le advirtió a su contacto del ERP que las guardias estaban reforzadas por “alerta roja”. Al saberlo, Urteaga consultó con Santucho y decidieron suspender la acción, pero dejaron acuartelados a los 250 guerrilleros.
Esa noche la comandancia del ERP recogió otros informes y supo que el “alerta roja” se había dado en muchas unidades militares: lo atribuyeron a los coletazos de una asonada de miembros de la Fuerza Aérea, encabezada por el brigadier Jesús Capellini, que había cesado el día anterior y que terminó con un cambio en la cúpula aeronáutica.
Al día siguiente, cuando el soldado informó que se había levantado el alerta, el ERP lanzó el operativo. En plena tarde ocuparon un hotel alojamiento de Quilmes y entraron unos setenta miembros del ERP. Salieron luego en autos con las armas listas.
El jefe del grupo de ataque, el capitán Abigail Attademo, quiso comunicarle a Urteaga que iba a proceder. El walkie talkie no contestó y Attademo decidió seguir adelante.
Combatieron durante horas dentro del cuartel, hasta que finalmente, los sobrevivientes pudieron replegarse y escapar.
La huida a las villas
La represión a los comandos del ERP se extendió a las villas miseria que lindaban con tres de los cuatro lados del cuartel. El barrio Iapi, frente al Batallón de Arsenales, albergaba a unas 5.000 personas. Santa María, a un costado, no tenía más de 1.000 pobladores. El barrio 25 de Mayo daba a las espaldas del cuartel y era el más poblado: cerca de 10.000 habitantes.
El ERP no tenía casas operativas en esas villas ni trabajo político entre sus habitantes. Había, en cambio, cierta presencia de Montoneros, a partir de unidades básicas abiertas tiempo antes por militantes del Movimiento Villero Peronista y la Juventud Peronista. Pero los locales de esas agrupaciones habían sido levantados por los ataques y amenazas de grupos de los intendentes de Avellaneda, Herminio Iglesias, de Lanús, Manuel Quindimil, y de Quilmes, José Ribella: las villas estaban en la intersección entre esos tres distritos.
Los 50 guerrilleros que pudieron retirarse del cuartel antes de que amaneciera el miércoles 24 de diciembre atravesaron las villas miseria. Muchos recurrieron a los pobladores para orientarse o esconderse por un rato o para que los guiaran hasta cruzar el arroyo Las Piedras, detrás del barrio Iapi; en algún caso llegaron a refugiarse en las casillas para hacer primeras curaciones de heridos.
La represión posterior
Los militares no entraron en las villas antes del amanecer, pero usaron las ametralladoras de los cazabombarderos de la Armada y de los helicópteros del Ejército sobre las viviendas y zonas descampadas de los tres asentamientos hasta la madrugada cuando ingresaron con tanquetas y soldados de infantería. Los militares avisaban por altoparlantes que nadie saliera ni se asomara hasta nueva orden.
Mientras, las patrullas del Ejército allanaban casa por casa y detenían indiscriminadamente: cientos de pobladores fueron llevados al cuartel para interrogarlos sobre posibles militantes del ERP escondidos en sus casas y pasaron Nochebuena y Navidad atados y encapuchados. Otros habían quedado tendidos en las villas, atravesados por las balas.
Vecinos del barrio Corina pudieron ver que el cementerio de Avellaneda, la noche del martes 23, fue rodeado por efectivos militares y por varios días ingresaron camiones con cadáveres. El responsable de la represión posterior al ataque fue el general Oscar Gallino, quien le brindó una entrevista tenebrosa a la revista “Todo es historia” en 1991. Cuando le preguntaron si estuvo en contacto con guerrilleros detenidos en aquella noche respondió: “No tuve oportunidad de hablar porque las unidades de Inteligencia del Ejército, o del primer cuerpo que actuaba en esa ocasión, hicieron su trabajo”. Días después, algunos familiares recibieron las manos de quienes buscaban.
Con los aportes de Gustavo Plis-Sterenberg y del investigador Daniel De Santis, se pudo reconstruir una lista con nombres y apellidos de 67 personas entre muertos en combate, ejecutados de forma sumaria, y detenidos-desaparecidos. Esto incluye a quienes ingresaron al cuartel, a los que intentaron entorpecer la llegada de los refuerzos y algunos habitantes de las villas vecinas.
El infiltrado
Los responsables de contrainteligencia del PRT-ERP no demoraron en descubrir que los militares están alerta y esperándolos porque tenían un infiltrado. Se llamaba Rafael de Jesús Ranier, se lo conocía como “El Oso” y operaba a las ordenes de un oficial del Batallón de Inteligencia 601, el mayor Carlos Antonio Españadero.
A mediados de diciembre de 1975, Ranier le informó a Españadero que sus jefes del ERP le habían multiplicado sus tareas, con epicentro en el Sur del Conurbano Bonaerense. Le habló de traslados de personas a casas operativas de la zona, de un gran movimiento de armas, de concentración de guerrilleros.
Españadero llevó estos datos a sus superiores en el Batallón 601 de Inteligencia y los analizaron a fondo. La conclusión no demoró en llegar: el ERP preparaba un ataque a alguna instalación militar de la zona sur del Gran Buenos Aires. Casi al mismo tiempo, dedujeron que se trataba del Batallón de Arsenales de Monte Chingolo, en el Partido de Lanús.
La decisión fue dejar que el ERP actuara, para que cayeran en una trampa. El Ejército iba a esperar a los guerrilleros en el cuartel. Por esos días, El Oso no sólo pasó diariamente información sino que, a instancias de Españadero, hizo una escala durante un traslado de armas y explosivos para que el Ejército los inutilizara: muchos fusiles FAL volvieron a manos del el ERP con los percutores inutilizados y a las granadas les neutralizaron los sistemas de retardo para que explotaran en las manos de quienes las lanzaran.
Ranier fue detenido por un comando del PRT-ERP a principios de enero de 1976 e interrogado durante varios días. El 13 de enero confesó y escribió una carta relatando lo que había hecho, que luego fue publicada por la revista de propaganda del ERP, “Estrella Roja”.
Le dieron a elegir cómo quería morir: de un tiro o con una inyección letal. Eligió la segunda opción.
Esa misma noche, cuatro guerrilleros metieron su cadáver en un auto y lo dejaron abandonado en el barrio porteño de Flores con un cartel que decía:
“Soy Jesús Ranier, traidor a la revolución y entregador de mis compañeros”.