Murió a los 97 años Eugenia Unger, sobreviviente del Holocausto y fundadora del Museo de la Shoa de Buenos Aires

Cuando tenía 13 años los alemanes ocuparon Varsovia, su ciudad natal. Desde ese momento hasta que llegó a la Argentina en 1949, su vida fue una sucesión de dolor: excepto a su madre, perdió a toda su familia en el Levantamiento del Gueto de Varsovia y los campos de concentración. Cuatro libros y un documental que ella misma dirigió recordaran a esta mujer que consagró su vida a mantener la memoria de los seis millones de judíos muertos por los nazis

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Trailer del documental "No me olvidé Nada", dirigido por la sobreviviente del Holocausto Eugenia Unger

“Yo hablo en nombre de mi padre, mi madre, mis hermanos, mi familia, mis amigos, nuestros combatientes del gueto y las 6 millones de víctimas de la Shoá. Mi vida es el mensaje, y mi mensaje está destinado para la juventud, son quienes continúan este legado. Mis ojos vieron el Holocausto y hace 77 años salí de Auschwitz. Me tocó ver a muchos morir de las peores maneras que podrían imaginar, pero deben saber que también me tocó ver a muchos nacer como semillas luego de un arado. Yo hice un voto: recordar todo y no olvidar nada por diez generaciones hasta que se borre la ofensa por completo, hasta que se desvanezcan las humillaciones. Mi pedido hacia los jóvenes es que vivan. Y que traigan luz después de tanta oscuridad. Si hacen algo, nosotros, los sobrevivientes, ganamos”. Esto decía Eugenia Unger, que sobrevivió al gueto de Varsovia y a los campos de concentración de Hitler. Hoy por la tarde, en la clínica Zabala del barrio de Belgrano, esta mujer valiente, que llegó a la Argentina en xx y eligió nuestro país para vivir y difundir su mensaje, murió a los 97 años. El 7 de junio del año pasado presentó su último testimonio, un documental sobre su vida llamado “No me olvidé Nada”, que ella misma dirigió. Descansará en paz y con el número 48914 tatuado en su brazo izquierdo, el que le hicieron en el campo de concentración e Auschwitz-Birkenau y, lejos de ser su estigma, fue su medalla.

“Dios me hizo vivir para que el mundo recuerde el horror de los nazis. Yo nunca callaré lo que le hicieron a nuestro pueblo. Mataron a seis millones de judíos y un millón y medio de ellos eran niños”, repite Eugenia en la película.

Nació en Varsovia, Polonia, el 31 de marzo de 1926, con el apellido Rotsztejn. Más tarde adoptó el de su marido. Su padre, Noe, dirigía un matadero. Su madre se llamaba Raquel y tenía dos hermanos, Eugenio y David, y una hermana mayor, Renia. Sus abuelos, que estaban en buena posición, cumplían una destacada tarea solidaria: cocinaban para quienes no tenían qué comer. Desde niña supo lo que era el antisemitismo. Siempre decía: “En la escuela había guetos de judíos y cristianos”. Jamás regresó a Polonia. No la pudo convencer ni siquiera Steven Spielberg, que contó con su testimonio para La Lista de Schindler, y se lo pidió.

Engenia con una distinción de
Engenia con una distinción de AMIA. Murió a los 97 años en Buenos Aires, la ciudad que eligió para vivir

En 1939, cuando tenía 13 años, los nazis invadieron su país. Vio cómo los aviones de la Luftwaffe surcaban el cielo y arrojaban su carga de muerte. “Lo agarré a mi papá de la pierna y le dije ‘¡están bombardeando!’. ‘No pasa nada, estos son nuestros’, me decía para que no tuviera miedo. Fue tremendo. Pronto empezó el hambre: había colas de gente en las panaderías, y pasaba un avión y ta-ta-ta-ta-ta… los mataba a todos”, le contó a Infobae antes del estreno de su película.

Su padre siempre aparecía en sus recuerdos llamándola por su nombre en polaco, “Guinucha” mientras escapaban de los nazis: “Me agarraba y me gritaba: “¡Skocz! ¡skocz!” (“¡Saltá! ¡saltá!”). Yo tenía miedo, pero él me decía que me iban a matar si no saltaba. Y así pasaba de un techo a otro. Si uno quiere vivir, hace cualquier cosa para vivir”.

Cuando el ejército alemán consiguió el control de Varsovia, confinó a los judíos en el Gueto. Eugenia estaba allí: “Cerraron un centenar de calles con paredes. Durante tres años viví metida ahí. Los nazis entraban, eran los dueños de la vida de los judíos. Uno venía todas las mañanas y hasta que no mataba a dos o tres personas no salía. La gente igual, a pesar del miedo, salía a contrabandear comida porque había hambre. Te daban un pedazo de pan por un tapado de piel. Por un anillo, una manteca. Murieron muchos: no había nada para comer, ni agua ni luz. Yo tenía unos primos; un día entré a su casa y uno me dijo: ‘Mira Eugenia, él me comió la mitad de mi mano’. ‘Es rica la carne’, me dijo el otro, pobrecito… Le dije que no lo hiciera más. Al día siguiente les llevé pan, pero ya estaban muertos…”.

El 19 de abril de 1943, cuando se produjo el Levantamiento del Gueto de Varsovia, vio como sus hermanos se sacrificaban. “Los jóvenes lucharon con valor. Eran chicos y chicas de 16 años. Pelearon un mes con bombas molotov contra armamento sofisticado… Si yo hubiera tenido dos años más y la fuerza de ahora no me habría quedado escondida con miedo, hubiera luchado con ellos”, recuerda.

La publicación del Museo de
La publicación del Museo de la Shoa de Buenos Aires sobre el fallecimiento de Eugenia Unger, una de sus fundadoras

Ella y su familia se escondieron en el subsuelo de su casa, que se había salvado milagrosamente del bombardeo. “Allí las ratas nos comían a nosotros… después, en el campo de concentración, nosotros las comíamos a ellas. ¡Yo no puedo creer las cosas que viví! Una amiga estaba con su bebé y el nene empezó a llorar justo cuando escuchamos que llegaban los nazis, ella le puso una almohadita para que no grite y lo asfixió… Pasamos por muchos búnkers. El último fue el horno de una panadería. Éramos catorce personas, no sé cómo entramos. Alguien nos delató y los nazis nos descubrieron. Yo era la única mujer. Me pidieron que me saque la ropa, para violarme. Lo hice y me vino una hemorragia, porque Dios siempre estuvo conmigo. Yo había oído cómo unos polacos violaban a la hija de un rabino hasta matarla. Ella tenía mi edad”.

Cuando más tarde la trasladaron a los campos de concentración, en Umschlagsplatz, la estación desde donde salían los trenes con rumbo a Majdanek y Auschwitz, vio a su padre y a su hermano Ignacio por última vez. Otro de sus hermanos había muerto luchando en el Levantamiento, y una de sus hermanas había logrado huir hacia la zona aria. También vio una imgen que nunca pudo borrar de su memoria: “Una mujer se negó a dejarle una valija a un guardia nazi. Ahí mismo la balearon y cuando se abrió, desde dentro cayó un niño, muerto…”.

La enviaron junto a su madre a Majdanek. Allí la obligaron a picar piedras. “En el tren casi nos asfixiamos. Nos orinaban y defecaban encima, vi morir a mucha gente en ese viaje. Cuando necesitaban hacer lugar abrían la puerta y ta-ta-ta-ta… mataban”, recuerda.

"48914", el número que le
"48914", el número que le tatuaron los nazis en el campo de concentración de Auschwitz y ella mostraba con orgullo de resiliente

Los días en las barracas fueron, dice, insoportables: “En invierno nos hacían mojar la ropa para sacarnos los piojos, y después para calentarnos dormíamos de a tres en una cucheta. Cada día despertabas y le decías a alguien que quitara su pierna de encima tuyo, pero en el momento te dabas cuenta que le hablabas a un muerto”.

Más tarde llegó el traslado a Auschwitz-Birkenau, también junto a su madre. Allí la raparon y le tatuaron el brazo. Debió trabajar en la fábrica de bombas, lo que contó para Spielberg cuando éste investigaba la historia para La Lista de Schindler. A su madre, en cambio, la enviaron a coser zapatos. “Allí venían Eichmann y Hess y hacían quemar gente. Había dos primas hermanas mías en una barraca. Les dije que huyan. Una me miró y me dijo: ‘mira mis manos, están llenas de llagas, no quiero vivir…”. Ellos se las llevaron. Otra vez, casi al final, nos pidieron que salgamos del campo de concentración, que iban a dinamitar todo. A los que corrieron primero hacia la puerta los ametrallaron”, recordaba.

Cuando el Ejército Rojo cercó a los alemanes por el Este y la guerra estaba cerca de concluir, los nazis enviaron a los prisioneros de los campos de concentración en lo que se denominó la Marcha de la Muerte. Eugenia fue parte de esa tortura: “Nos llevaron de campo en campo. Ya casi caminábamos entre cadáveres. No sé cómo hice para subir a un carro a mi madre para que saliera de ahí. Ella tenía miedo, me decía que la iban a matar, pero qué iba a hacer, ya no había nada que perder. La dejé de ver ahí, y me reencontré con ella ocho años después que terminó la guerra. Al resto nos llevaron a Ravensbrück y a Rehlin. En el camino comíamos cáscaras de zanahoria y tomábamos agua de una palangana. Además de judías, había gitanas y rusas…”.

Si alguien quería escapar volaba en pedazos, habían minado los costados del camino. Yo sabía que nos llevaban a un bosque para matarnos, entonces le dije a una chica que caminaba conmigo, Ana, que teníamos que huir. En un momento pasamos una loma y perdimos de vista a los guardias, entonces corrimos hasta un establo. A los dos minutos nos empezaron a buscar y nos escondimos debajo de la bosta de vaca. Oímos cuando preguntaban por ‘dos judías que habían escapado’. Abrieron el portón, pero no entraron. El corazón me saltaba. Ahí pasamos toda la noche”, relató. Al día siguiente le pidieron ropa prestada a la dueña del establo. Ellas tenían el traje a rayas de los campos y serían presa fácil de los nazis. La mujer se negó, pero hallaron prendas en una casa vecina. También se pusieron pañuelos en la cabeza para disimular que tenían el pelo corto. En su huida, veían pasar a los nazis, que escapaban desesperados de los soviéticos.

Cuando el Ejército Rojo llegó, les dijeron que la zona iba a ser bombardeada por ellos, y que se fueran. “Escapé durante dos días rumbo a Polonia, a donde habíamos dejado nuestra casa. Me subí al techo de un tren para llegar a Varsovia, porque en los vagones había soldados rusos que te gritaban ‘yo te liberé, tengo derecho a hacer lo que se me da la gana con vos”. Muchas mujeres fueron violadas. Yo hasta me pinté la cara con carbón para parecer un varón”, contaba Eugenia.

Eugenia, en plena dirección de
Eugenia, en plena dirección de su documental "No me olvidé nada"

Al arribar a Varsovia sólo encontró ruinas. Tenía 19 años y pesaba apenas 27 kilos. Como la ciudad, estaba destruida. Deambuló durante cuatro meses, como un espectro, pidiendo limosna. “Los polacos que eran amigos nos cerraron la puerta en la cara. Nunca volví a Polonia, porque cuando los judíos volvíamos y reclamábamos las que eran nuestras propiedades, nos mataban. En Kielce masacraron a 40 judíos. En esos días escuché por primera vez el nombre de Argentina. Yo no sabía nada de este país. Un canillita gritaba que en la BBC de Londres decían que Hitler había huido en un submarino hacia aquí”.

Desde ese momento, hasta llegar a nuestro país, su periplo tuvo peligros, pero el oasis de convertirse en madre. “Nos dijeron que podíamos ir a Palestina, donde estaban los ingleses, de contrabando. Allí, luego crearon a Israel. Salimos de Polonia en camiones hasta Italia. Pero antes de llegar, supimos que los ingleses mandaban a los barcos de vuelta a Chipre. La gente se suicidaba tirándose al mar. Así que la UNRRA (Sigla en inglés de Administración para el Socorro y la Rehabilitación) nos llevó a campamentos de refugiados. Yo estuve en Módena, donde conocí a David, mi esposo, que luchó en el Levantamiento de Varsovia. Cerca de ahí, en Santa María di Leuca, nació Leonardo, mi hijo mayor”.

Estuvieron a punto de viajar a los Estados Unidos, con papeles en regla. Pero ese país ya no daba cupo para los judíos. Sintió que el mundo les daba vuelta la cara. La posguerra no era empática con su pueblo: “Ningún país nos quería, ¿por qué tanto odio?”.

Finalmente, llegó a la Argentina en 1949, luego de viajar a Brasil y pasar a Paraguay en un barco que parecía hundirse con cada ola. Aquí tampoco podía entrar en forma legal, pero en Rosario consiguió burlar los controles junto a su hijo. “No sabía el idioma, no tenía documentos ni plata. ¡Ni sé como pasé la Aduana!”, recuerda.

Gracias a la Cruz Roja, en 1954 logró el reencuentro con su madre. Raquel llegó con una nueva pareja, un hombre que había perdido a sus ocho hijos a manos de los nazis.

En Buenos Aires, Eugenia fue madre por segunda vez: lo bautizó Néstor. Tanto él como Leonardo son médicos. Con su esposo tuvo un negocio textil. Su activismo la llevó a fundar el Museo del Holocausto y erigir un monumento en el cementerio judío de La Tablada en homenaje a los jóvenes que combatieron en el Levantamiento del Gueto de Varsovia.

“A la Argentina le debo la vida, siempre le agradeceré con el alma. Fui libre y viví sin nazis”, dijo siempre.

Mientras tuvo fuerzas, recorrió nuestro país para brindar su testimonio en cada lugar que le abriera las puertas. Sobre todo, le gustaba hablar para los jóvenes. Por su labor, la Ciudad de Buenos Aires la reconoció como Personalidad Destacada de los Derechos Humanos.

El año pasado había sufrido un ACV, pero se recuperó. Hasta sus últimos días, tomaba sol en el balcón de su departamento porteño y contaba a quien quisiera oír su historia. Tuvo una recaída y fue llevada a la Clínica Zabala de Belgrano, donde murió este 19 de diciembre rodeada por su familia y sus mejores amigas. El rabino Ariel Berim y Gustavo Sakkal, Presidente Honorario del Museo del Holocausto de Buenos Aires, rezaron un kadish de duelo.

Cuatro libros y el documental que dirigió -y motorizó su gran amiga Pany Chama- la recordarán para siempre. Eugenia nunca olvidó su pasado, pero jamás dejó de mirar hacia el futuro. Será velada en la casa O’Higgings de Belgrano y enterrada, por la tarde, en el sector reservado a sobrevivientes de la Shoá del Cementerio de la Tablada.

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