El teniente de artillería José Antonio Álvarez Condarco estaba a cargo de la fábrica de pólvora que se había instalado en los terrenos que la cordobesa Tiburcia Haedo -la mamá del futuro general José María Paz- tenía entre la quinta de Allende y el pueblo de La Toma. Tuvo la idea de construir un molino que salió de su cabeza, y así se dejó de hacer la pólvora a mano. De dos quintales diarios, se la llevó a cerca de 400 libras, y resultó ser de mejor calidad que la que se compraba a otros países.
El tucumano Condarco, nacido en 1780, que había estudiado ingeniería y se las arreglaba con la física y con la química, usó la fuerza motriz del agua que suplía la falta de mano de obra para la refinación del salitre.
Habría sido el autor de la orden de que nadie con espuelas podía ingresar al depósito de pólvora, a riesgo que el roce del metal provocase una chispa que hiciese volar todo por los aires. Y que por esa orden un centinela le había prohibido la entrada al propio San Martín, quien acató la disposición y además felicitó, en plena formación, al centinela en cuestión.
Lo que José de San Martín conocía de este ingeniero era su prodigiosa memoria. Lo desvelaba reconocer al dedillo los distintos pasos para cruzar esa tremenda mole que es la cordillera de los Andes. El mismo hizo varias incursiones y mandó a diversos oficiales con el mismo propósito. Sin embargo, sabía que alguien haría el trabajo a la perfección.
Debía encargar a alguien una misión por demás delicada.
San Martín contaba con espías del otro lado de la cordillera, como era el caso de Juan Pablo Ramírez, que le informaba todo lo que pasaba en Concepción y en Talcahuano. También estaba Diego Guzmán, Ramón Picarte y Manuel Fuentes en la capital chilena, y Manuel Rodríguez en la región del Aconcagua. Además, San Martín envió distintos desertores, entre ellos dos sargentos de su más entera confianza, que proporcionaban datos falsos a los españoles.
De la misma forma, el jefe del ejército libertador debía cuidarse de los espías que rondaban por Cuyo. Pero tenía un sistema aceitadísimo. Si lo supo fray Bernardo López, agente secreto del gobernador español de Chile, el mariscal Casimiro Marcó del Pont. El religioso fue apresado ni bien llegó a Mendoza. Cuando San Martín ordenó fusilarlo en 24 horas, el fraile reveló todo y entregó las cartas que llevaba escondidas en el forro de su sombrero, que debía entregar a diversos vecinos españoles.
A Pedro Vargas le ordenó simular que se había pasado a los españoles, lo hizo encarcelar a propósito, y así ganarse la confianza de los españoles locales. Dicen que tan bien interpretó su papel que hasta su propia esposa estuvo por romper el matrimonio con su marido traidor.
A Álvarez Condarco le encargó que atravesase la cordillera, memorizase todos los detalles, llegase a Chile y regresase a Mendoza, donde debía volcar en papel lo que había visto.
Iría bajo el paraguas de una misión parlamentaria. La orden era que fuera a Santiago de Chile y entregase a Marcó del Pont un mensaje, en el que San Martín lo invitaba a reconocer la declaración de independencia.
Debía ir por el camino de Los Patos, que era el más largo. San Martín sabía que el jefe español, si es que no lo mandaba a fusilar, lo haría regresar por el paso más corto, que era el de Uspallata. De esta forma, podría reconstruir dos caminos.
“Quiero que me levante en su cabeza un plano de los pasos de Los Patos y de Uspallata, sin hacer ningún apunte, pero sin olvidarse ni de una piedra”, le ordenó San Martín.
Era un hombre con experiencia. En 1813 manejó el arsenal del batallón de Auxiliares Cordobeses que estaba al mando del coronel Juan Gregorio de Las Heras. Cuando San Martín lo conoció, no lo dejó ir: lo nombró su ayudante de campo, también fue su secretario privado y como era un ingeniero con amplios conocimientos, fue el director de los talleres militares y el subdirector de la fábrica de pólvora.
Vestido de paisano, y sin portar ninguna documentación que lo pudiera comprometer, se puso en marcha. Cuando llegó al primer puesto español, al oeste de Los Patos, el oficial a cargo lo hizo seguir. Pero como estaba anocheciendo y no podría registrar las características del camino, se hizo el enfermo, y así lo recorrió a plena luz del día.
Todo salió según lo previsto. Llevado en presencia de Marcó del Pont, el español se ofuscó de tal manera, que ordenó que al día siguiente el verdugo quemase en la plaza la declaración de la independencia que le había entregado Condarco.
Mientras tanto, el mensajero fue alojado en la casa del coronel Antonio Morgado, jefe del Regimiento de Dragones de Concepción. Marcó del Pont lo tenía entre ceja y ceja, olía algo sospechoso y sus oficiales debieron convencerlo para que el tucumano no terminase en el paredón de fusilamiento. Antes de dejarlo ir, el mariscal le advirtió que cualquier otro parlamentario que enviase San Martín “no merecerá la inviolabilidad y atención con que dejo regresar al de esta misión”. Y sentenció: “Yo firmo con mano blanca y no como lo de su general que es negra”, aludiendo a su traición al rey de España.
Al otro día fue despachado. Por el camino más corto.
En 1817 participó en la batalla de Chacabuco: fue el que llevó a orden de San Martín a Soler que apurase su ataque por el flanco para que O’Higgins no recibiese todo el fuego. Cuando Marcó del Pont fue apresado luego de Chacabuco, al intentar escapar en barco, lo llevaron a la presencia de San Martín. Cuando el jefe español intentó entregar su espada, aquel le respondió: “Venga esa mano blanca, mi general”.
Condarco también estuvo en Maipú y en 1818 lo mandaron a Gran Bretaña para negociar la compra de buques para la campaña libertadora del Perú. Contrató para jefe de esa flota al controvertido almirante Thomas Cochrane.
Ya retirado, Chile lo contrató para encargarse del departamento de Ingenieros y Caminos, y se las arreglaba dando clases de matemática. Cuando quiso regresar al país, no pudo hacerlo porque era antirrosista. Vivió en el país vecino donde murió el 17 de diciembre de 1855.
Pobre Condarco. No tenía un peso en el bolsillo y para el sepelio sus amigos debieron levantar una suscripción pública para que el que había memorizado los pasos cordilleranos y que tanto había hecho en la campaña libertadora, tuviera una sepultura como la gente.