Parecía muy poco. De los nueve jefes militares de las tres primeras juntas del “Proceso de Reorganización Nacional”, como la última dictadura se proclamó y que tuvo mucho de lo primero y nada de lo segundo, cinco recibieron condena y cuatro fueron absueltos. De los cuatro condenados, dos recibieron penas durísimas; otro, una condena inferior a la de homicidio y otros dos, penas mínimas que, en el ambiente recoleto de la Sala de Audiencias de la Cámara Federal, sonaron aquella tarde vecinas al absurdo.
La sentencia del histórico Juicio a las Juntas fue leída por el entonces presidente del tribunal, León Carlos Arslanián, la tarde del 9 de diciembre de 1985, hace treinta y ocho años, flanqueado por los otros cinco miembros de la Cámara: Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, Andrés D’Alessio, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma. Era la culminación de un proceso judicial que se había iniciado en abril de ese año y que a lo largo de cuatro meses, desde el 22 de abril al 14 de agosto, había recogido el testimonio conmovido y desgarrador de casi ochocientos testigos que en audiencias públicas de hondo dramatismo desnudaron el espanto desatado por el terrorismo de Estado, que todavía no había sido calificado así. La mayoría de aquellos testigos habían descrito sus secuestros, o el de sus familiares; habían denunciado las torturas padecidas en las mazmorras de decenas de centros clandestinos de detención de todo el país, o pretendían saber el destino de miles de personas que figuraban en una nueva y siniestra figura penal y social, la del desaparecido.
La sentencia dejó conformes a muy pocos, pero hizo historia. Fue un breve momento de esplendor en aquella democracia todavía flamante en la que no había pasado lo que estaba por venir. Entre el final de las audiencias públicas, a las que siguieron los alegatos de las defensas y el formidable alegato fiscal de Julio Strassera y de su adjunto, Luis Moreno Ocampo, habían pasado un par de meses en los que el ambiente del país se enrareció. Y se oscureció. El poder militar, cuyos jefes eran enjuiciados, todavía conservaba un considerable poder de fuego: ni estaba inerme, ni estaba inanimado, ni mostraba resignación o arrepentimiento. Por el contrario, conspiraba de alguna forma para evitar el juicio y lo que era inevitable, la extensión de los procesos judiciales a quienes hubieran cometido delitos de lesa humanidad durante aquella dictadura. Así lo dejarían en evidencia, dos años después, las rebeliones militares de Semana Santa y las que siguieron, Monte Caseros, Villa Martelli, que jaquearon y condicionaron al gobierno de Raúl Alfonsín.
Aquella condena que no conformó a todos, pero que de alguna manera fue ejemplar, aplicó la ley en un momento en el que era muy difícil aplicar la ley, fue acaso vital para la reconstrucción del Estado democrático, evitó que la impunidad fuese una regla cuando quien delinquía era el Estado y se convirtió en un hecho sin antecedentes en América Latina y con muy pocos en el resto del mundo. De alguna forma, con una mirada retrospectiva, el Juicio a las Juntas también fue un juicio tácito a las dictaduras militares argentinas que se enseñorearon en el país desde 1930, a lo sectores civiles que las alentaron, cobijaron y justificaron y a una sociedad que no supo cómo evitarlas, inerme en muchos casos, resignada en otros.
La sentencia fue el resultado de una decisión política de Alfonsín, que estaba convencido de que aquella transición democrática que encabezaba, no podía iniciarse con una claudicación ética, como la de no enjuiciar a los militares; pero también sentía que resolver los casos de violaciones a los derechos humanos del pasado no podía poner en juego los derechos humanos de los argentinos en ese presente y en el futuro.
La estrategia para aplicar a las juntas la justicia retroactiva sin poner en peligro a la transición democrática, estrategia que oscilaba entre el coraje y la temeridad, constaba de cuatro pilares, algunos se verían cristalizados recién una década después. Esos pilares eran: la búsqueda irrestricta de la verdad; una justicia simétrica respecto del terrorismo ya fuese el de izquierda guerrillera como el desplegado por la dictadura militar; una justicia retroactiva limitada a los responsables del terrorismo de Estado con una delimitación clara de esas responsabilidades y una duración limitada de los juicios y, por último, el reconocimiento por parte de los jefes del régimen militar de que el terrorismo de Estado es incorrecto. Esto último no ocurrió hasta la autocrítica hecha por el entonces jefe del Ejército, teniente general Martín Balza, el 25 de abril de 1995, diez años después de iniciado el Juicio a las Juntas.
Aquel 9 de diciembre, Arslanián leyó, antes de la sentencia, la parte dispositiva de la misma, que terminaría avalada y ratificada por la Corte Suprema. Hoy, cuando parece florecer una tendencia siempre latente que pretende negar parte de aquella historia terrible y, si no negarla, al menos justificarla, enarbolada en muchos casos por funcionarios que tienen o van a tener responsabilidades de gobierno, no está de más recordar parte de aquellos puntos dispositivos de la sentencia. Leyó Arslanián aquel día sobre la responsabilidad de los jefes militares enjuiciados: “Se ha demostrado que, pese a contar los comandantes de las Fuerzas Armadas que tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, con todos los instrumentos legales y los medios para llevar a cabo la represión de modo lícito, sin desmedro de la eficacia, optaron por la puesta en marcha de procedimientos clandestinos e ilegales sobre la base de órdenes que, en el ámbito de cada uno de sus respectivos comandos, impartieron los enjuiciados. Se ha acreditado así que no hubo comando conjunto y que ninguno de los comandantes se subordinó a persona u organismo alguno”.
Después señaló las consecuencias de esa elección por la ilegalidad que habían adoptado los jefes de la dictadura: “Se han establecido los hechos que, como derivación de dichas órdenes, se cometieron en perjuicio de gran cantidad de personas, tanto pertenecientes a organizaciones subversivas como ajenas por completo a ellas; y que tales hechos consistieron en el apresamiento violento, el mantenimiento en detención en forma clandestina, el interrogatorio bajo tormentos y, en muchos casos, la eliminación física de las víctimas, lo que fue acompañado en gran parte de los hechos por el saqueo de los bienes de sus viviendas (…)”
Y luego, en respuesta a la fórmula que pretendía simplificar la historia bajo el pretexto de una “guerra sucia” en la que “se cometieron excesos”, la sentencia decía: “Se han estudiado las conductas incriminadas a la luz de las justificantes del Código Penal, de la antijuridicidad material y del exceso. Se ha recorrido el camino de la guerra, la guerra civil, la guerra internacional, la guerra revolucionaria o subversiva. Se han estudiado las disposiciones del derecho positivo nacional e internacional; consultada la opinión de los especialistas en derecho constitucional y derecho internacional público; la de los teóricos de la guerra convencional y la de los ensayistas de la guerra revolucionaria. Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia Católica. Y no se ha encontrado ni una sola regla que justifique o, aunque más no sea disculpe, a los autores de hechos como los que se ventilaron en este juicio (…).
Después, a las seis menos diez de la tarde, Arslanián leyó las condenas: reclusión perpetua para el general Jorge Videla, prisión perpetua para el almirante Emilio Massera, cuatro años y seis meses para el brigadier Orlando Agosti, diecisiete años de prisión para el general Roberto Viola, ocho años de prisión para el almirante Armando Lambruschini y la absolución del brigadier Omar Graffigna, del general Leopoldo Galtieri, del almirante Jorge Anaya y del brigadier Basilio Lami Dozo. Fue un escándalo que desataron quienes pretendían penas severísimas para todos los acusados, escándalo que se alzó primero como un murmullo cuando Arslanián leyó la primera condena leve, la de Agosti, integrante de la primera junta militar del “Proceso”.
Aquel 9 de diciembre fue un día difícil. El histórico alegato de Strassera había pedido las máximas penas para los acusados por haber llevado adelante “un plan criminal que había previsto el secuestro, la tortura, el encierro en condiciones infrahumanas y la eliminación física de miles de personas”, en una supuesta acción de guerra contra la subversión que afectó no sólo a quienes integraban los grupos guerrilleros que llevaban adelante otra supuesta guerra revolucionaria, sino que había pegado de lleno en sus familiares, amigos y conocidos para extenderse luego, por todo el país y con procedimientos que parecían calcados unos de otros, a quienes eran por completo ajenos a esos grupos y a la violencia: obreros, delegados gremiales, docentes, estudiantes, militares, sacerdotes, artistas, intelectuales, periodistas, diplomáticos, amas de casa, abogados, médicos, campesinos…
Sin embargo, aquella tarde calurosa, el fallo de la Cámara era una incógnita. Ni siquiera se conocía lo que se supo tres décadas después: que el domingo 8, los seis jueces del Tribunal habían decidido a quién condenar y el monto de cada una de las penas en la pizzería “Banchero” de Talcahuano y Corrientes, vecina a Tribunales; que el destino de los nueve acusados se había escrito en una servilleta de papel basto del local y que Arslanián había pedido: “Me lo firman, porque no quiero sorpresas”. Los jueces habían discutido duro sobre qué condena dar a cada quien; y si tenían algo en claro, era que el fallo que iban a firmar debía ser dictado por unanimidad. No querían dar la imagen de un tribunal “dividido”, con opiniones diferentes o con votos en disidencia, algo que es normal en el Poder Judicial, pero que les parecía poco aconsejable en aquel juicio histórico.
Lo que Arslanián se aprestaba a leer eran cinco condenas y cuatro absoluciones, todas acordadas en el ambiente zarandeado de Banchero. Tampoco se sabía entonces lo que sí se supo hace pocos meses, después del estreno de la película “1985″, que recrea aquellos días del juicio: los ahora ex jueces, admitieron que las condenas debieron, y hubiesen podido, ser más duras para algunos de los juzgados. Pero esa conciencia y esa coincidencia llegaron con los años. En verdad, hoy es sencillo evocar aquella jornada con el diario de todos los lunes de treinta y ocho años; pero entonces, quienes habíamos cubierto como periodistas las audiencias del juicio, escuchado las dramáticas y desgarradoras historias narradas por los testigos y asomado por primera vez al espanto, también esperábamos condenas durísimas.
No había público en la última audiencia pública del juicio: sólo invitados especiales y muchísima prensa, sobre todo extranjera. El alegato de Strassera en septiembre, con los comandantes en la sala, había terminado en un desborde en el que se mezclaron la ovación a los fiscales, los insultos a los acusados, la mirada desafiante lanzada por alguno de ellos, Videla, y la sonora puteada a todos en general de parte de Viola. Ahora, para la lectura de la sentencia, los jueces dispusieron evitar la presencia del público y limitar la ya limitada capacidad de la Sala de Audiencias a los invitados especiales.
Pero, entre los invitados especiales había alguien que no estaba dispuesta a pasar inadvertida. Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, se sentó en su asiento y colocó sobre su cabeza el tradicional pañuelo blanco que identifica aún hoy a las Madres. Era una provocación: Bonafini sabía que no podía hacerlo. El primer día del juicio, el 22 de abril, también había estado entre los invitados especiales con su pañuelo simbólico, y le habían pedido y rogado que se lo quitara porque la Cámara Federal había prohibido la exhibición de cualquier símbolo político, partidario, o de organización o entidad de cualquier tipo.
Ahora, el pañuelo blanco de Bonafini lucía inmaculado rodeado del oscuro ámbito, mitad boiserie, mitad expedientes, de la Sala de Audiencias. Designaron a un agente de policía para pedirle que se lo quitara. No hubo caso. Luego probó el jefe del grupo policial, un subcomisario de apellido Benítez. No hubo caso. Después probó suerte la secretaria de Arslanián. No hubo caso. Después intentó convencerla el subsecretario de Derechos Humanos de Cancillería, Horacio Ravenna. No hubo caso. Hasta le rogó Adriana Calvo de Laborde, una víctima de la dictadura que había dado un testimonio decisivo en el juicio. No hubo caso. Por fin lo intentaron, con éxito, Strassera, impecable traje color crema, y Moreno Ocampo. Usaron una lógica de acero: la audiencia no iba a empezar, no se iban a leer las condenas, si Bonafini no aceptaba quitarse el pañuelo de la cabeza. La lógica de Bonafini también era implacable, pero bastante infantil. Decía: “Cómo… ¿Los milicos entran con gorra y yo no puedo entrar con el pañuelo?”
No había “milicos”, al decir de Bonafini. Los comandantes, que sí habían asistido al alegato de Strassera, hicieron valer su derecho de no asistir a la audiencia. Sólo se sentó, junto a sus defensores, uno de los nueve comandantes enjuiciados, el brigadier Omar Graffigna, tal vez con la certeza de su absolución. Pese al hermetismo que rodeaba a la decisión de los jueces, poco a poco, la idea de que algunos de los acusados iban a ser absueltos se había hecho carne en los pasillos rumorosos del Palacio de Tribunales, e incluso entre las víctimas de la dictadura que habían testificado en el juicio.
Cuando Arslanián leyó las sentencias, la leve condena al brigadier Agosti levantó en la sala el primer murmullo, también leve, de desaprobación. La condena a Viola, diecisiete años de cárcel, también sonó exigua: el juicio había demostrado la responsabilidad del militar en la planificación de la represión ilegal en el Ejército a través de la directiva 504/77, que firmó Videla, y que en la jerga militar era conocida como “La Peugeot”.
La absolución del brigadier Graffigna sí provocó revuelo: todos entendieron que las sentencias que restaban, también serían absolutorias. Y lo fueron. La primera que lo entendió fue Bonafini, que se colocó de nuevo el pañuelo blanco en la cabeza. Arslanián se sintió toreado por ese gesto desafiante, interrumpió la lectura y en tono duro dijo: “Señora, hágame el favor de quitarse el pañuelo. De lo contrario, abandone la sala.” Bonafini abandonó la sala y Arslanián terminó de leer. A las seis y media de la tarde del 9 de diciembre, el histórico Juicio a las Juntas había terminado.
Strassera, un tipo vehemente, hizo alarde de templanza y expresó con mesura su inconformismo. Él mejor que nadie debía estar al tanto de algunas de las absoluciones que iba a dictar el tribunal y anunció que iba a apelar el fallo. Todos iban a apelar el fallo, los defensores de los comandantes primero que ninguno. Las absoluciones sin embargo, no estaban fuera de cierta lógica. Se juzgaban los delitos de lesa humanidad cometidos por las juntas militares como tales, y no comandante por comandante, como inicialmente había propuesto Strassera. La última junta militar, Galtieri, Anaya, Lami Dozo, no tenía en su haber, o al menos no se les había probado en el juicio, violaciones a los derechos humanos. Distinta era la responsabilidad de cada jefe militar previa a ser miembro de la junta, como era el caso de Galtieri. Pero eso no era lo que estaba en juicio.
Strassera destacó lo que juzgó más importante y lo que ha resistido el paso del tiempo: la sentencia había demostrado la existencia de un plan criminal llevado adelante por los acusados, al menos por quienes habían sido condenados, que era el centro argumental del alegato acusatorio de la fiscalía.
La noche de 9, en los alrededores de Tribunales y en el Obelisco, tronaba el descontento por el fallo; pero jueces y fiscales se retiraban ovacionados del Palacio de Tribunales de la calle Talcahuano. Aquello era la grieta, pero nadie lo sabía. Era tal la frustración que casi nadie prestó atención al último punto de la sentencia: el punto 30. Se haría famoso. En el transcurso de las audiencias, al tribunal había llegado una cantidad enorme de información sobre delitos de lesa humanidad cometidos por miembros de las fuerzas armadas, incluso por los miembros de alguna de las juntas militares cuando no la integraban y que habían sido absueltos como comandantes. Los jueces no podían sino denunciar aquellos delitos. El Punto 30 decía: “Disponiendo, en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Supremo de las FF.AA., el contenido de esta sentencia y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los Oficiales Superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de Defensa durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”.
Era una decisión no esperada, ni siquiera imaginada, por el gobierno de Alfonsín, que abría la posibilidad de juzgar a quienes habían tenido participación material en los hechos ventilados en el juicio, incluido el absuelto general Galtieri, que sería juzgado luego por su accionar como jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en Rosario.
Esa fue la decisión que abrió la posibilidad de nuevos juicios por violaciones a los derechos humanos, originó las sublevaciones militares de Semana Santa de 1987 en Córdoba y Campo de Mayo, parió a los “carapintadas”, derivó en las sanciones de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y condicionó al gobierno de Alfonsín y su difícil relación con las fuerzas armadas de la época.
En aquellos días todavía esperanzados de 1985, el juicio a las juntas fue, además de un doloroso buceo en los laberintos del horror, un soplo de conciencia, un paso hacia delante, uno de esos raros momentos de la historia argentina en los que vemos al país a punto de redimirse de sus pecados y listo para despegar.
El capítulo más oscuro de nuestra historia contemporánea empezó a cerrarse hace treinta y ocho años, cuando Arslanián, traje oscuro, vistosa corbata a rayas, junto a sus pares de la Cámara Federal dijo: “Declárase abierto el acto a fin de dar lectura de la parte dispositiva y del considerando que lo precede de la sentencia que el Tribunal acaba de suscribir en la Causa 13/84, instruida por Decreto del Poder Ejecutivo Nacional 158/83, contra las siguientes personas…”.