El 8 de diciembre de 1854, cuando Pío IX proclamó el Dogma de la Inmaculada Concepción como una verdad revelada por Dios, el racionalista protestante Harnach escribió una frase ingeniosa e incrédula: “¿Pero cuándo, por qué y por quién?”. Son expresiones irónicas, inquietantes, pero también pueden ser un motivo para que los creyentes recuerden la larga y dolorosa búsqueda teológica de este privilegio de Santa María hasta la formulación definitiva e infalible de la Iglesia. La verdad de la Inmaculada Concepción era ya herencia de la fe oriental y de la primera celebración bajo este título desde los siglos VI y VII. En la Iglesia latina desde el año mil.
Pero el estudio de la Inmaculada Concepción se convirtió en un tema candente en el período escolástico. Santos, doctores de la Iglesia, universidades teológicas a favor y en contra de este tema. El primer gran defensor de la Inmaculada Concepción de María fue el franciscano Duns Escoto.
John Duns Scotus nació en Escocia, en 1265 o 1266, de allí el patronímico “Scotus” en latín, es decir “de Escocia”. Ingresó en la orden franciscana y tuvo como maestro en estudios teológicos a William Ware, uno de los apasionados defensores de la Inmaculada Concepción. Escoto sucedió a su maestro en la cátedra de Oxford y allí comenzó a defender la norma inmaculista. De Oxford se trasladó luego a París, donde obtuvo su doctorado y su maestría en la Sorbona. El maestro de Escoto, Ware, también enseñó en París, pero no parece que haya tenido la oportunidad de apoyar públicamente el privilegio de María de una manera que atrajera la atención general. El primero que llamó la atención general sobre la Inmaculada Concepción y se ganó el respeto de muchos fue, por tanto, Escoto. Esto sucedió a principios de 1300. Unos años más tarde, un feroz opositor del privilegio de la Virgen, el dominico Gerard Renier, llamó a Escoto “el primer sembrador de este error…” (es decir, de la opinión inmaculista). Esto ocurrió en 1350, y estas palabras, nadie se atrevería a negar, constituyen, respecto a Escoto, un testimonio de primer orden.
Sobre la influencia que Escoto tuvo en el triunfo de la doctrina de la Inmaculada Concepción, se cuenta el relato de una maravillosa disputa suya sostenida en París por orden de la Santa Sede y en presencia de sus delegados, con el objetivo de disipar todas las sombras que se acumulaban en las escuelas contra el distinguido privilegio de la Madre de Dios.
Bernardino da Bustis, en el Oficio que compuso en honor de María Inmaculada, aprobado por Sixto IV en 1480, habla de ello en los siguientes términos: “Hubo un tiempo en que ciertos religiosos se volvieron tan feroces contra la Inmaculada Concepción que llamó herejes a los frailes de la Orden de Menores, porque en su predicación afirmaban que la Madre de Dios fue concebida sin pecado. Sobre este tema, por orden de la Sede Apostólica, se celebró una disputa pública en el estudio de París (Sorbona). Los acusadores antes mencionados intervinieron con un número incluso extraordinario de sus médicos. Pero N. Lord, para proteger la dignidad de su querida Madre, de repente asignó a Escoto a aquella ciudad como eminente doctor de la Orden de Menores, y él, habiendo refutado todos los fundamentos y argumentos de su adversario con razonamientos inequívocos, la hizo brillar con tanta luz la santidad de la concepción de la Virgen, que todos aquellos frailes, llenos de admiración por su sutileza, se cerraron en silencio y cesaron en la disputa. En consecuencia, el dictamen de los Menores fue aprobado por el estudio de París. Por eso Escoto fue llamado el Doctor Sutil.”
La disputa tuvo lugar a finales de 1307 o principios de 1308. Escoto habría llegado entonces expresamente a París desde Oxford. Cuando llegó el día del gran acto de la Sorbona, como se llamaba entonces la disputa, mientras Escoto se dirigía al lugar de la discusión, se postró ante una estatua de la Virgen que se encontraba en su camino, y dirigió esta oración a ella: “Para dignificarte, para alabarte, Virgen santa: dame valor contra tus enemigos”. Y cuenta la leyenda aérea que la estatua de La Virgen, para dar fe de su aprecio por este acto, inclinó la cabeza, posición que mantendría hasta el día de hoy esta escultura.
Una vez iniciada la disputa, los adversarios lanzaron sobre Escoto una verdadera lluvia de argumentos. Eran nada menos que doscientos. Escoto los escuchó a todos con gran atención, con un comportamiento modesto pero con tranquilidad y el presentimiento de triunfo pintado en su rostro. Cuando sus oponentes guardaron silencio, comenzó a refutar todos sus argumentos: lo hizo uno por uno en el mismo orden en que habían sido propuestos.
Así, el discípulo de Escoto, Francesco Mayroni, resumió el argumento del maestro: “Dios pudo preservar a María del pecado: era conveniente que lo hiciera: por eso lo hizo. – Potuit, decuit, ergo, fecit”
Duns Scoto murió el 8 de noviembre de 1308. Fue honrado durante mucho tiempo como Beato por la Orden de los frailes menores franciscanos, así como en las arquidiócesis de Edimburgo y Colonia. En el siglo XIX se inició el proceso buscando su reconocimiento como tal por parte de la Santa Sede, sobre la base de un “culto inmemorial”. Fue declarado Venerable por el Papa Juan Pablo II en 1991, quien reconoció oficialmente su culto litúrgico, beatificándolo efectivamente el 20 de marzo de 1993 y estableciendo su fiesta el 8 de noviembre.
No obstante, las disputas sobre la Inmaculada Concepción de María continuaron hasta el Papa Pío IX, quien para zanjar este entredicho la definió como dogma con la bula “Ineffabilis Deus” proclamada el 8 de diciembre de 1854. Allí se lee: " [...] Para honra de la Santísima Trinidad, para la alegría de la Iglesia católica, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano. Por lo cual, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de dudar en su corazón lo que por Nos ha sido definido, sepa y entienda que su propio juicio lo condena, que su fe ha naufragado y que ha caído de la unidad de la Iglesia y que si además osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho”.
No obstante a la declaración del Dogma, fue muy importante la devoción privada y la propensión de Giovanni M. Mastai Ferretti ciertamente tuvieron su parte en la determinación que parece haber asumido Pío IX, en el momento en que sintió la tiara pontificia en su frente, de poner fin a la controversia teológica secular y de definen la Inmaculada Concepción.
Vale siempre la pena aclarar sobre este dogma Mariano y cualquier otro dogma Mariano, que todos ellos están en relación con Cristo: por sí sola la Virgen María carece de dogmas propios sino en tanto y en cuanto poseen una relación directa con Jesús. Y también es menester aclarar que no tiene relación con la virginidad de María, sino que María es concebida sin el pecado original en el vientre de su madre santa Ana. Es decir que la representación iconográfica debería ser con Santa Ana embarazada de María.
La política no estuvo fuera de todo este periplo. Desde los tiempos del reino godo en la península Ibérica, tanto la monarquía como el pueblo defendieron y promovieron la Inmaculada Concepción de la Virgen María, es decir, que la Madre de Dios (declarada como tal por el Concilio de Éfeso en el 431) había sido creada sin pecado original. La devoción a dicho misterio se mantuvo en los siglos de la Reconquista frente al islam invasor y en el Siglo de Oro. Numerosas instituciones como universidades y colegios profesionales exigían a sus miembros el compromiso de aceptar la Inmaculada Concepción de María y de difundirla. El rey de Aragón Alfonso el Magnánimo (1416-1458) envió al Concilio de Basilea (abierto en 1431) un embajador, el cisterciense fray Bernardo Serra, su limosnero regio, para solicitar la declaración dogmática. En el Concilio de Trento, los teólogos españoles consiguieron que en 1546 se excluyese expresamente a la Virgen María del decreto conciliar sobre el pecado original. La casa de los Austria sostenían ante Roma la “diplomacia inmaculista” la cual consistía en que los reyes de la Casa de Austria suplicaban por medio de sus embajadores a los papas desde el momento en que eran electos en el cónclave que proclamasen el dogma. Sin embargo, los papas no aceptaban el deseo de sus más poderosos hijos. Los pontífices que coincidieron con Felipe II, como Pablo IV y Pío V “reiteraron prohibiciones de culto y de sermones públicos, si bien felizmente se consentía la representación icónica, lo que tendría tan estupendo desarrollo en el Arte español”.
En 1616, en su encíclica “Regis Pacifici”, Pablo V conminó a la Corte española a atenerse a las disposiciones de sus predecesores. Entonces, Felipe III (1598-1621), apodado el Pío, suspendió la ejecución en sus reinos del escrito papal, creó una real junta para promover el dogma y mandó a Roma una embajada religiosa encabezada por el benedictino Plácido Tossantos. Luego los Borbones se adhirieron a este movimiento. En 1771, Carlos III creó la orden que lleva su nombre en agradecimiento por el nacimiento del primero de sus hijos y la puso bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, de la que el monarca era devoto desde niño. El color de la vestimenta de la Orden era el azul y las insignias (medallas y placas) llevaban un grabado de la Inmaculada. Entre los deberes de los caballeros estaban su compromiso de defender la Inmaculada Concepción y comulgar en el día de esta fiesta o en su víspera. Hasta el día de hoy, los Reyes de España poseen en su banda de honor el color celeste y blanco, como símbolo de la defensa de la Inmaculada Concepción, y la patrona de España no es la Virgen del Pilar, sino la Inmaculada Concepción de María. De estos colores es que Belgrano tomó el color de la Bandera. El papa Pio IX, en 1864 concedió a los sacerdotes españoles -luego extendido a los de todos los países que fueron regenteados por España-, el privilegio de vestir casulla azul, el color de la Virgen, en las misas que celebren este día.
Hoy la fiesta de la Inmaculada Concepción es la fiesta de las fiestas en Latinoamérica, en la cual se recuerda a la Virgen María, en muchos lugares los niños toman su primera comunión y se ven por las calles de las ciudades con sus trajes; en Argentina, es la costumbre que se arma el “arbolito y el pesebre” dando comienzo, así, a las festividades decembrinas.