Empezó con una llamada: “Hola, lo llamo de MercadoPago para habilitar una compra de neumáticos por 800.000 pesos”, me dijo una voz monótona, rutinaria, burocrática.
—No —contesté—, ese gasto no es mío.
—Entonces hay que hacer la denuncia —me dijo la voz también monocorde—. No se preocupe que la compra no está realizada. Tome nota.
Dos días antes, alguien había usado mi tarjeta de débito en una compra en la web y tuve que hacer los trámites para desconocer el gasto. Ahora me llamaban por una compra nueva y lo primero que pensé fue que la pesadilla no había terminado. No sabía que, en realidad, estaba empezando a vivir otra.
El hombre me dijo que me iba a dar una serie de instrucciones, pero que nunca iba a pedirme ningún dato: el usuario y la contraseña son información privada, no hay que revelarlos nunca. También me dijo que era muy probable que hayan capturado la info cuando entré a la aplicación desde una red pública, como el wifi de un bar, por ejemplo. Y yo, que sospechaba —y todavía sospecho— que habían copiado el número de mi tarjeta en un bar de Palermo, pensé que todo concordaba.
Me dijo que la compra la había hecho una mujer. Me dio el nombre, el número de DNI y el número de CUIT. ¿Estaba seguro yo que no la conocía? ¿Nunca había autorizado a nadie a usar mi cuenta? ¿Con quién de mi familia compartía la cuenta? Las preguntas tenían el mismo tenor que las que me habían hecho cuando denuncié el robo de la tarjeta de débito. Me pidió que hiciera memoria de las últimas compras que había hecho. La verdad que es una aplicación que casi no uso, sólo la tengo para enviarle a mi hijo la plata del almuerzo.
Entonces me envió un mensaje de WhatsApp que decía “MercadoPago informa la compra realizada el día de hoy” y me pidió que respondiera con la frase “Rechazo y desconozco”. Lo repitió varias veces: “Rechazo y desconozco”. Algo hizo que no lo escribiera; no puedo decir qué. Tal vez la insistencia con la que lo dijo. Después me dijeron que había hecho bien, aunque tampoco sé la razón.
Ahora toda la situación parece evidente, pero yo la fui entendiendo de a poco. El hombre seguía hablándome, seguía explicándome las medidas de seguridad que debía seguir para evitar estafas. Me pidió que entrara a la App de MercadoPago desde el teléfono para registrar la IP del equipo. Esa era la prueba determinante que iba a demostrar que la mujer había usado otro equipo. Entré y lo primero que hice fue eliminar las tarjetas asociadas.
—Señor, estoy viendo que está borrando las tarjetas —me dijo—. Necesito que no modifique nada mientras dure esta conversación para mantener la evidencia.
Acto seguido me pidió que ingresara al Home Banking para ver si había algún movimiento nuevo. Entré desde la computadora y él subió la voz: “Tiene que entrar desde el teléfono y decirme exactamente el monto que hay en su cuenta, con comas y puntos”.
No lo hice.
—No entiendo por qué la pregunta —le dije—, y tampoco entiendo por qué el tono de voz.
—¿Qué tono de voz?
—Me resulta muy violento. Al que robaron es a mí, ¿por qué me habla con esa violencia?
—¿Yo, violento? Lo comunico, entonces, con mi supervisor. Por favor, no corte.
En ese momento, como un rayo, me di cuenta de que la llamada había sido por WhatsApp y no por línea normal —mi teléfono tiene un sistema que avisa las líneas denunciadas por fraude—; me di cuenta de que su mensaje, aunque mecánico, había sido siempre desprolijo; me di cuenta de que toda la conversación era innecesaria porque técnicamente la compra no se había hecho. Me di cuenta de que me estaban robando. Y corté.
Inmediatamente me llegó un nuevo WhatsApp, pero ahora con el logo del Banco Galicia, pidiendo que autorizara una compra por $800.000. En lugar de contestar, llamé al Centro de Atención al Cliente y, antes de que terminara de contar la historia, la chica que me atendió me dijo: “Es una estafa”. Como una comprobación, como quien dice: “Está lloviendo”.
Con paciencia y, podría decir con dulzura, ella me guió a través del sistema para cambiar el usuario y la contraseña del Home Banking. Hice el mismo procedimiento con MercadoPago, pero como no hay un teléfono de atención, lo hice online. Después reporté los falsos teléfonos que habían usado los estafadores.
Me dio una vergüenza impropia. Soy un hombre de casi 50 años, creía saber todos los trucos, pensaba que eso nunca me iba a pasar a mí. Y ahí estaba yo, un corderito manso entrando en las Apps y haciendo clics donde los ladrones me indicaban. Si no me hubiera dado cuenta a tiempo, si me hubiese dejado llevar por los laberintos que me decían, podría haber perdido todos mis ahorros.
—No se preocupe —me calmó ella—, son profesionales en la estafa.
Eso fue lo que me decidió a contarlo.