Ese sábado 29 de mayo de 1982 José Alberto Bernhardt se despertó con un malestar general. Era oficial de Ejército destinado en Río Gallegos y, si bien en un primer momento no le dio importancia, esa indisposición se transformó en una descompostura y en un dolor que le había tomado todo el cuerpo, y que ignoraba qué lo provocaba. Decidió quedarse en la cama y levantarse para recibir el llamado de su hermano gemelo Juan Domingo, piloto de combate de la Fuerza Aérea, cosa que hacía invariablemente todos los días a las cinco de la tarde desde que había estallado la guerra. Pero ese llamado nunca llegaría.
El padre de los hermanos se llamaba Alberto, era suboficial herrador, un amante del campo, encargado de la granja que funcionaba en los fondos del Grupo de Artillería Blindado 2, la unidad del Ejército en la localidad entrerriana de Rosario del Tala. Lo que allí se producía no solo alcanzaba para satisfacer las necesidades de la guarnición, sino que parte de lo producido iba para el consumo del pueblo.
Los primeros Bernhardt eran alemanes del Volga y llegaron al país por 1891. El matrimonio de Alberto y Berta Luisa Frank ya tenían una hija, Rosa Beatriz y cuando la mujer volvió a quedar embarazada, quiso que el parto fuera en la casa. Ese 1 de mayo de 1951 primero nació Juan Domingo, y la partera sorprendió al anunciar que venía otro. Era José. El papá fue al cuartel a buscar al médico y como eran tiempos del primer gobierno peronista, el doctor insistió en que una criatura se llamase Juan Domingo y el otro Domingo Juan. Con uno accedieron pero el otro terminó llamándose José Alberto.
Serían inseparables.
Los distintos destinos del padre de la familia hicieron que otra hija María Ester naciera en el entonces Regimiento 11 de Caballería en Diamante, donde los gemelos cursaron la primaria en la Escuela Alberti y los secundarios en la Escuela Superior de Comercio de Paraná.
Desde chiquito, cuando veía a su papá de uniforme, Juan Domingo repetía que quería ser soldado. Hubo un frustrado intento de ingresar al Colegio Militar cuando cursaba el tercer año de la secundaria.
El 1 de agosto de 1967, a los 16 años, ingresó a la Fuerza Aérea Argentina, integrando la séptima promoción del SIPRA, hoy Instituto de Formación Ezeiza. Salió como Voluntario de Primera con la especialidad Oficinista – Cuerpo Profesional al año siguiente.
Juan Domingo no estaba conforme. Cursó dos años de abogacía en la Universidad de Buenos Aires y un año Administración de Empresas, pero no encontraba su verdadera vocación.
Mientras su hermano egresó como subteniente en 1972 –”yo era el más serio, y que decían que era medio oligarca por pertenecer a la caballería”- Juan Domingo era comisario de abordo en Lade. Estando en la I Brigada Aérea con asiento en El Palomar, un oficial le abrió los ojos: “Vos tenés que ser piloto”. Fue así como el 1 de febrero de 1973 entró como cadete en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba y egresó a fines de 1976 con el grado de alférez. Fue el tercero de su promoción, escolta de bandera y encargado de compañía.
Hasta ese momento fue un caso único en la Fuerza Aérea donde un suboficial se convertía en piloto de combate de un caza bombardero.
En 1978 en el conflicto limítrofe con Chile es desplegado a la Base Aérea de Río Gallegos donde realizó diversas misiones de reconocimiento.
Se casó en mayo de ese año con la médica Celina del Valle Cáceres, con quien tuvo dos hijos, María Celina, también médica y Nicolás José, un psicólogo responsable de hacerle los tests a los pilotos de la Fuerza Aérea.
En la guerra de Malvinas, integró el I Escuadrón Aeromóvil “Avutardas Salvajes”, formado por aviones Mirage V Dagger, con asiento en Río Grande. El nombre obedece a que estas aves realizaban una lenta corrida con un constante aleteo y demoraba en levantar vuelo, algo similar a lo que sentían los pilotos de los Dagger, que despegaban con el máximo de peso, ya que se cargaba todo el combustible y armamento posible.
Todos los días este teniente respetó la rutina diaria de hacer tres llamados por las tardes: a su esposa, a sus padres y a su hermano.
Participó de cuatro misiones, siempre como numeral del capitán Horacio Mir González, jefe de escuadrilla. Había una relación especial entre ambos, ya que no solo sus esposas eran amigas sino que Mir González había sido su instructor.
Este oficial afirmó que Bernhardt había nacido para volar y era un placer hacerlo con él. Remarcó que no era sencillo pilotear esos aviones, que volaban a 2200 kilómetros por hora y que no podían ser reabastecidos en vuelo. Por eso se eligió como base a Río Grande, el punto más cercano del continente a las islas. “Con un ojo se combatía y con el otro se miraba el indicador de combustible”, explicó a Infobae.
Llegaron a Tierra del Fuego el 6 de abril y los pilotos fueron sometidos a un duro entrenamiento, conscientes de la fuerza a la que se enfrentarían. Todos los días se realizaban vuelos y se familiarizaron con el armamento de los buques enemigos.
Luego de analizar los pros y los contras, se determinó que el único camino de ataque era el vuelo rasante.
La primera misión fue el 1 de mayo y Bernhardt salió como numeral de Mir González. Como número dos debía cubrirle las espaldas a su jefe. La orden fue la de interceptar a un par de aviones Harrier. Fue como el juego del gato y el ratón porque el Dagger era más dúctil a mediana y gran altura y los Harrier eran más efectivos a baja altura. Los Dagger disponían de un misil que, para resultar efectivo, la máquina debía ponerse en la cola del avión enemigo a una distancia de unos 600 metros, mientras que los Harrier disponían de los modernos Sidewinder. En esa oportunidad, los aviones argentinos debieron regresar por la cuestión del combustible.
Ese día llamó primero a su casa ya que cumplía 31 años. Habló con todos.
La siguiente misión fue el 21 de mayo y nuevamente fue como número 2 de Mir González. Completaba el grupo el capitán Higinio Robles y el teniente Héctor Luna. Estos cuatro Dagger se sumergieron en el “callejón de las bombas”, nombre que le dieron los británicos al Estrecho de San Carlos. Allí Bernhardt y Mir González arrojaron bombas que impactaron en la Ardent, una fragata que disparaba sus cañones a las tropas argentinas en Darwin. El ataque argentino produjo la destrucción de un helicóptero y del sistema Sea Cat. Luego de otros ataques aéreos, terminaría hundiéndose. Luna, el último de la formación, debió eyectarse cuando su avión fue alcanzado.
Volvieron a salir el 24 con el objetivo de atacar el Puerto de San Carlos. Cuando pasaron una lomada lo que vieron le hizo pensar a Mir González que de ahí nadie saldría con vida, por la cantidad de buques enemigos. Pero los pilotos argentinos disponían de una ventaja: volaban entre los buques británicos y éstos no podían dispararles a riesgo de dañarse entre ellos. Allí averiaron al Sir Bedivere, un buque logístico de desembarco.
La última misión de Bernhardt fue el 29 de mayo. Cuando en la base de Río Grande les impartieron la orden de atacar el puerto de San Carlos, cuando ya el predominio inglés era evidente, con Mir González se miraron, se abrazaron, pero no se dijeron nada.
Integrando la sección “Ñandú”, llegaron en vuelo rasante a las once y media y no vieron a ningún buque. Mir González ordenó tirar las bombas en donde se suponían había defensas británicas, y le llamó la atención que Bernhardt no le respondiese. Cuando viró hacia la izquierda para regresar, le ordenó a Bernhardt hacer lo mismo, pero no hubo respuesta. Lo siguió llamando hasta que ascendió a los treinta mil pies.
Tiempo después se supo que un misil superficie aire Rapier, disparado desde tierra, había impactado en su avión.
A las cuatro de la tarde de ese día su hermano José Alberto decidió levantarse. Aún se sentía mal pero que quería estar listo para cuando llamase su hermano. Habían hablado la tarde anterior y el piloto le había dicho que “todo estaba muy jodido”, que era momento que actuase el ejército. Había vuelto a la base con el avión lleno de impactos. “Si algo me pasa, hacete cargo de mi familia”, le pidió.
Eran las seis de la tarde y el teléfono no había sonado. A las siete le informaron que su hermano había salido en una misión y que no había regresado. José Alberto quiso saber qué posibilidades existían de que aún estuviera con vida. “50 y 50″, le mintieron, ya que sabían que de haber logrado eyectarse, la sobrevida en el agua era de pocos minutos.
Debía decírselo a sus padres. Esa misma noche pidió hablar con su papá y le pidió que su mamá no escuchase. Le contó lo que había ocurrido, que había chances de que estuviera vivo, y recuerda que el hombre respondía con un “ajá” y “muy bien”. Cuando colgó, se fue al campo, se arrodilló y lloró desconsoladamente.
A la madre demoraron dos días en contarle. Ella aseguró haber visto a su hijo al borde de su cama, y que le dijo que no se preocupase, que estaba bien. La mujer falleció en 2004 y su marido al año siguiente.
Rosario del Tala fue fundado el 7 de noviembre de 1799 y su nombre viene de dos viejas leyendas: una, que encontraron un rosario colgado de un tala y la otra que había una serie de esta especie que simulaban la figura de un rosario. Allí, el pasado 5 de diciembre, en la plazoleta “Héroes de Malvinas”, sobre la ruta 39, en la ciudad donde nació, se emplazó un Dagger con el indicativo C-436 -el avión que voló Bernhardt- y con el escudo en la cola con la frase en latín “Hacia lo más alto”.
La ciudad homenajeaba al héroe que allí había nacido, ascendido post mortem a Primer Teniente.
Fue una ceremonia presidida por el secretario general de la Fuerza Aérea brigadier Néstor Guajardo, el intendente Luis Alberto Schaaf y por el coronel Gonzalo Rodríguez Espada, jefe de la II Brigada Blindada del Ejército.
El avión fue donado por la Fuerza Aérea y lo trajeron desde Río Cuarto. En Rosario del Tala se lo acondicionó y se lo pintó.
Hubo bandas militares, abanderados de las escuelas y dos pasadas rasantes de un par de aviones Pampa de entrenamiento. En primera fila se distinguían a los hermanos del piloto, Rosa Beatriz, “Petty”; María Ester, “Marita”; Edith Liliana, “Gringa” y José Alberto. Y fundamentalmente estaban sus compañeros de la promoción 42, que muchos habían volado con él en la guerra. Mayor, Macaya, Cruzado, Paredi, García, Gioia y Russo, entre tantos otros, recuerdan al “Pollo” Bernhardt como un oficial tranquilo y aplanado, que tenía todas las características de un líder nato.
Fue especialmente enfático el comodoro Carlos Napoleón Martínez, el jefe del escuadrón en la guerra, quien destacó el coraje, la valentía y la vocación por volar del piloto caído, que iba en sintonía con lo que entonces afirmó el brigadier Ernesto Crespo en pleno conflicto: “Hasta el último hombre, incluso quien les habla”.
El comodoro Juan Alberto Macaya aseguró que la actuación de la Fuerza Aérea en la guerra convirtió el dolor de una guerra en motivo de orgullo tanto nacional como internacional. “Bernhardt fue un referente para todos nosotros. Cuando hicimos el juramento a la bandera, él no solo juró, que sino también cumplió”.
Bernhardt -que tuvo su bautismo de fuego el día de su cumpleaños y que cayó el día del Ejército- fue condecorado con la medalla La Nación Argentina al Valor en Combate y la Cruz La Nación Argentina al Heroico Valor en Combate y declarado héroe nacional por el Congreso de la Nación Argentina.
Hay una calle en Río Grande que lo recuerda y su nombre está presente en algunas unidades militares. Ahora tiene su monumento en la ciudad que lo vio nacer, aquella en la que aun siendo niño deseaba ser soldado.