El naufragio de un barco que tenía como destino el norte de América del Sur, cambió el destino. Uno de los pasajeros, el médico escocés Edward Finlay, quien se había embarcado en la aventura de pelear en el ejército de Simón Bolívar, de pronto terminó en Puerto España, en Trinidad, donde se olvidaría de la guerra y comenzaría una nueva vida. En 1831 se casó con Eliza de Barrés y se radicaron en un poblado llamado Puerto Príncipe, actualmente Camagüey, donde Finlay se ganaba la vida como oculista.
Dos años después nacería Carlos, el protagonista de una historia con muchos sinsabores.
Se fue a estudiar medicina a Estados Unidos, donde eran menos estrictos en el régimen de admisión que en la Cuba española. En 1855 se graduó en el Jefferson Medical College, donde las enseñanzas de un profesor marcarían a fuego su formación: era el profesor John Mitchell, defensor de la increíble teoría para la época que sostenía que los gérmenes eran transmisores de enfermedades. De él aprendió la importancia de la observación y la investigación.
Entre 1859 y 1861, Finlay continuó su formación en Europa. De regreso a su país, se abocó a estudiar la propagación del cólera y la viruela. Cuando dio a conocer que el cólera se transmitía por la Zanja Real -el primer acueducto que suministró agua potable a la capital cubana- que pasaba por el barrio del Cerro donde vivía, le prohibieron publicarlo. Eran tiempos de guerra y no era conveniente. Recién se daría a conocer en 1873, cuando la epidemia ya había pasado.
No importaron sus investigaciones sobre la cirugía del cáncer, los efectos nocivos del gas del alumbrado, la lepra y el tétanos en los niños recién nacidos. La Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, que se había creado en 1861, se tomó siete largos años en aceptarlo como miembro.
En febrero de 1881, en la Conferencia Sanitaria celebrada en Estados Unidos, ya había adelantado la existencia de un agente independiente de la fiebre amarilla y del enfermo. Junto a su colaborador el médico español Claudio Delgado y Amestoy, entre 1881 y 1900 realizaron cientos de experimentos para poder demostrar fehacientemente su teoría, auxiliado solo con su viejo microscopio que lo acompañaba desde sus épocas de estudiante. Fue el 30 de junio de 1881 cuando realizó la primera prueba experimental con un mosquito.
En los años siguientes, tuvo la ayuda de curas españoles llegados a la isla, quienes se ofrecieron voluntariamente a someterse a las pruebas que estaba desarrollando.
La prueba de fuego fue el 14 de agosto de 1881. Finlay expuso sus conclusiones en la conferencia “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la Fiebre Amarilla”. Fue en la asamblea ordinaria de la Real Academia en cuestión, que funcionaba en el primer piso del ex convento de San Agustín, un antiquísimo edificio fundado por los españoles en el siglo XVII.
Ante un auditorio sorprendido, Finlay aseguró que la hembra del Aedes Aegypti era la culpable de la propagación de un flagelo que desvelaba a la comunidad científica mundial.
No hubo ningún aplauso. Algunos sonrieron, murmuraron y otros, en silencio, se fueron levantando y abandonaron el recinto. Sorprendentemente no le creyeron. Pero Finlay demostró ser un hombre con paciencia: debió esperar veinte años a que se tomen en serio sus conclusiones.
Comisiones científicas enviadas a Cuba en los últimos años del siglo, no tomaron en cuenta sus conclusiones. Y él, mientras tanto, insistía en la destrucción de las larvas de mosquitos y pedía la implementación de medidas de profilaxis. Pero no había caso; no tenía amistades influyentes y la cerrazón de sus colegas le impedían ser escuchado.
Curiosamente, fue una guerra la que le dio el espaldarazo que necesitaba.
En 1898 Estados Unidos y España se enfrentaron por Cuba. Leonard Wood, el gobernador militar de la isla, que además era médico, estaba más preocupado el alto número de soldados muertos por la fiebre amarilla -200 por día- que por los que caían en batalla. Le solicitó a su gobierno que enviase una comisión que resolviese la trágica encrucijada en la que se encontraba.
Dos médicos que integraban esa comisión, investigadores del paludismo, recomendaron que se le prestase atención al trabajo de Finlay. Uno de ellos, Jesse Lazear, fue el más convencido de que el cubano estaba en el camino correcto, a tal punto que murió para darle la razón.
Lazear, el médico James Carroll y el soldado William Dean se dejaron picar por mosquitos obtenidos de huevos provistos por Finlay, y que habían ingerido sangre de enfermos de fiebre amarilla dos semanas antes. Se enfermaron voluntariamente.
Lezear llevó un diario en una pequeña libreta, donde describió los síntomas día por día. Su última anotación fue la 13° jornada, cuando falleció. Era el 25 de septiembre de 1900. Sin embargo, aun así Finlay no logró vencer las reticencias del mundo científico.
Hubo que esperar al año siguiente con la exitosa campaña del médico militar norteamericano William Gorgas, acorralado por las críticas de los cubanos, que lo acusaban de que cada vez había más enfermos por fiebre amarilla y que no hacía nada. Entonces aplicó los consejos de Finlay, y con el lanzamiento de la campaña “Guerra a muerte al mosquito”, comenzó la erradicación de la enfermedad.
Cuando Cuba declaró su independencia en 1902, Finlay fue nombrado Jefe Superior de Sanidad. Tuvo su prueba de fuego en 1905, cuando en tres meses eliminó la epidemia de fiebre amarilla que se había desatado. Y ya nadie pudo quitarle los méritos.
Terminó con una larga historia de 250 años de este flagelo en Cuba. Falleció en La Habana el 20 de agosto de 1915, a los 82 años. Hoy existe la orden al mérito “Carlos J. Finlay” a los que presten servicios relevantes a la ciencia. Tomando la fecha de su nacimiento, el 3 de diciembre, se instauró el Día del Médico.
El último desprecio para Finlay fue que desde 1905 hasta el año de su muerte fue propuesto para el Premio Nobel. Pero una vez más volverían a darle la espalda.