El 4 de noviembre de 1980 la victoria de la fórmula republicana Ronald Reagan-George Bush en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos generó un infrecuente júbilo en muchas capitales del continente latinoamericano. Por ejemplo en Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, Asunción, La Paz y El Salvador, todos países con gobiernos de fuerza, con democracias restringidas, o envueltos en una guerra civil. “En estos momentos todo un andamiaje falso, ese famoso de los ‘derechos humanos’, de los premios Nobel digitados para inmiscuirse en casa ajena, de la hipócrita invocación a la paz, cae estrepitosamente”, declaró sobre el gobierno de James Carter, al borde de la euforia, un tal “Cecilio Jack Viera”, un analista de la agencia oficial Télam. “En lo que cuenta para el gobierno militar argentino”, editorializó La Nación, “el hecho de que los republicanos vayan a tomar las riendas de Washington en enero parece traer la promesa de una mayor comprensión de los norteamericanos con referencia al fenómeno subversivo, a su represión y a las huellas que esto ha dejado en la Argentina”.
Antes de partir de Washington, luego de palpar el ánimo norteamericano en los días finales de Carter y el triunfo del candidato republicano, Raúl Alfonsín observó: “La frustración nacional por el rol declinante de los Estados Unidos en la escena global es superior a cualquier otra consideración interna y a menos que Reagan pueda dar al país una nueva supremacía internacional, será barrido dentro de cuatro años”. Para Clarín, “el nuevo presidente [Reagan], nada dispuesto a cometer gazapos, como fueron la prédica de los derechos humanos o las actitudes hamletianas en la relación bipolar con Moscú o la confusión entre los intereses del pueblo norteamericano en su conjunto y las ideologías de las transnacionales, tendrá ante sí, a partir del 20 de enero, un amplio campo de negociación”. El martes 20 de enero de 1981 la ciudad de Washington estuvo de fiesta. A pesar del frío, mucha gente asistió al discurso inaugural del presidente Ronald Reagan y a la parada militar. Para que no quedara ninguna duda de la dirección que habría de tomar su administración a su lado, en el palco de honor, sentó al general de cinco estrellas Omar Bradley, el último héroe viviente de la Segunda Guerra Mundial, en momentos que la sociedad norteamericana no olvidaba a su gente presa en Irán. Eran las horas finales de un proceso decadente, encabezado por James Carter, y el inicio de uno de los períodos más recordados de la historia norteamericana. Como saben los argentinos, en marzo de 1981 llego el “postulado” presidente de facto Roberto Eduardo Viola para mantener un encuentro con Reagan en la Casa Blanca. Todo fue tan insustancial que en ocho meses era echado del poder y asumía Leopoldo Fortunato Galtieri, el que se imagino el mejor aliado de los Estados Unidos y llevo adelante la “recuperación” de las Islas Malvinas. Imaginaba que iba a gobernar hasta los noventa pero apenas duro seis meses y antes de partir reveló su fantasía: “Debo decir que guardo un gran rencor porque los norteamericanos saben muy bien que siendo comandante del Ejército, es decir, antes de ser presidente, siempre traté de acercarme a ellos y a su administración, desanudar un mutuo entendimiento que se había debilitado durante la administración anterior… Fue muy decepcionante cuando Alexander Haig se puso de parte de los ingleses. Lo peor es que Reagan y su plana mayor hicieron lo mismo. A decir verdad, los argentinos comparten mi opinión de que esto es una traición”. Con la derrota en Puerto Argentino las FF.AA. abandonarían el poder y asumiría Raúl Alfonsín en diciembre de 1983.
En Chile, con el general Augusto Pinochet Ugarte, sucedió algo similar. Había tomado el poder el martes 11 de septiembre de 1973 con la ayuda principal del presidente Richard Nixon, bajo la batuta de Henry Kissinger y los militares brasileños. En plena guerra fría, no intervinieron militarmente en Chile, como los rusos en Checoslovaquia, pero fueron decisorios a la hora de sostener a los conspiradores. Todo se conoce. A diferencia de los militares argentinos, Pinochet era un Jefe y como bien decía “no se movía una hoja sin que se enterara”. Apenas un lustro más tarde, mientras el gobierno chileno era señalado como violador de los Derechos Humanos y ya había tenido una crisis en la Junta Militar con Gustavo Leigh, el jefe de la Fuerza Aérea, el entonces subsecretario de Asuntos Latinoamericanos Harry Shlaudeman (más tarde embajador en Buenos Aires, entre Malvinas y la asunción de Alfonsín) le escribe al Secretario Kissinger un memo titulado “La tercera guerra mundial y Suramérica” donde le advierte sobre el Operativo Cóndor -y sus operaciones encubiertas-, una conjunción de fuerzas de Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia (Brasil reservadamente) en respuesta a la procastrista Junta Coordinadora Revolucionaria (ERP, MIR, ELN y Tupamaros).
Todavía no se habían silenciado las críticas al régimen de Pinochet (entre otras razones por el asesinato del ciudadano norteamericano Charles Horman en Santiago de Chile), cuando el 21 de septiembre de 1976, Orlando Letelier, ex ministro de Interior y Defensa de Salvador Allende sufre un atentado y muere junto con su asistente, la norteamericana Ronni Moffitt en plena ciudad de Washington y todas las miradas se dirigieron al Cono Sur. Ya habían pasado los años de Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter y ahí, prominentes funcionarios y legisladores tomaron conciencia del lastre que representaba la relación con el mandatario de La Moneda. Tras el paso de los años la discusión sobre los DD.HH. en Chile se fue agravando. Época de notoriedad del senador Edward “Ted” Kennedy. Ya no alcanzaba con “el obedezco pero no cumplo” al Congreso del presidente Ford, cuando se trató la venta de armas y los respaldos a Chile en los organismos internacionales (como no alcanzaría con el gobierno de Buenos Aires); pasó la gestión de Carter; llego Reagan cuando Cuba infiltró armas en Carrizal Bajo (1985) y el comunista “Frente Manuel Rodríguez” atentó contra la vida de Pinochet en 1986, emprendiendo una dura lucha armada, en momentos que el gobierno americano envía al embajador Harry Barnes Jr. en 1985, con dos objetivos: reclamar por los DD.HH. y que el gobierno de Pinochet abra paso a un proceso democrático.
Diplomático de carrera del Departamento de Estado, el embajador Barnes había recorrido un largo camino en el organismo. Había sido funcionario de la oficina de Asuntos Soviéticos y entre 1972 y 1974 secretario ejecutivo adjunto (es decir vivió intensamente cómo se conspiró contra Allende), embajador en Rumania y más tarde el Secretario George Shultz lo envió a Chile. Presento credenciales el 18 de noviembre de 1985. Al momento de encontrarse con Pinochet le dijo que “el mejor modo de curar los males de la democracias era con más democracia” y le entregó una carta de Reagan donde le sugería inaugurar una transición democrática: “Estoy más convencido que nunca de que Chile necesita avanzar de forma clara hacia la democracia.” Después del encuentro, un Pinochet embravecido preguntó quién era “ese con cara de boxeador” y lo llamó “Harry, el Sucio”. Barnes estaba en Santiago en momentos que el mandatario argentino, Alfonsín, negociaba encontrarse con el comandante Fidel Castro. La primera vez en septiembre de 1986, en Harare, Zimbabwe, durante una reunión de los Países No Alineados y la segunda al mes siguiente, en La Habana.
Durante la segunda reunión el presidente argentino trató la situación de Chile al pedirle, concretamente, que no interviniera en ese país, porque le daba oxígeno a Pinochet en detrimento de la oposición política. A este mensaje, Castro respondió con otra mentira. Le dijo que no contribuía a armar a la guerrilla del Frente Manuel Rodríguez que promocionaba la lucha armada y tampoco la había instruido.
La ruptura y el final de los buenos modales entre Washington y Santiago se dieron con la muerte de Rodrigo Rojas, un joven chileno ex residente en los Estados Unidos. El 2 de julio de 1986 participaba de una manifestación en la localidad chilena Los Nogales y fue detenido y rociado con gasolina, muriendo días más tarde. Su compañera Carmen Quintana, también quemada, sobrevivió. A pesar de los argumentos del gobierno militar la atrocidad fue endilgada a Pinochet. El historiador Hermógenes Pérez de Arce, en su voluminosa obra “Historia de la Revolución Militar Chilena”, niega con documentos la autoría militar en el crimen. Para agravar más la situación Barnes y su esposa se presentaron en el funeral de Rojas y marcharon con la gente al cementerio, mientras eran gaseados y mojados para que se dispersaran, a la vez que Pinochet declaraba que permanecería en el poder hasta fin de siglo. En esas horas, el subsecretario Elliot Abrams expresaba por televisión que esperaba que Pinochet abriera algún tipo de transición “un poco antes de fin de siglo…cuanto antes mejor” y en un memo al Secretario George Shultz afirmaba que “nos enfrentamos a un empeoramiento de la situación en Chile, y necesitamos poner todos los medios a nuestro alcance para proteger nuestros intereses”. Interesante postura la de Abrams porque era el mismo que pedía a Chile misiles “blowpipe” para derribar los helicópteros soviéticos en Nicaragua.
Tras largas negociaciones, el 2 de febrero de 1988 los dirigentes políticos de la Democracia Cristiana y trece partidos de derecha, centro e izquierda fundaron la Concertación de Partidos por el NO para competir y derrotar al régimen en el referéndum establecido en la constitución pinochetista de 1980. De la coalición fueron excluidos el Partido Comunista y algunas vertientes radicalizadas del socialismo.
Todos se coaligaron con el apoyo político y económico de “Harry, el Sucio”, convertido en una suerte de Spruille Braden argentino, mientras Pinochet denunciaba la intervención del “imperialismo yanqui”, y los militares manifestaban en privado su temor a ser juzgados por un gobierno civil “con respecto al asesinato de Orlando Letelier y otros abusos cometidos por los militares, en perjuicio del ejército chileno”.
El 30 de agosto de 1988 Pinochet fue nominado candidato a la presidencia por las FF.AA. en el referéndum del 5 de octubre y las elecciones parlamentarias en el caso de ganar el NO se realizarían el 14 de diciembre de 1989. El resultado le fue negativo a Pinochet por 54,7 % a 43 % y esa noche, según la mayoría de los historiadores, el jefe militar intentó anular la compulsa electoral y dar un golpe de estado movilizando al Ejército y las fuerzas de seguridad. Nada salió como lo planificó: las fuerzas de Carabineros rechazó reprimir a la gente que salía a festejar y el jefe de la zona militar de Santiago, brigadier general Jorge Zincke se negó a movilizar tropas. A medianoche, mientras se dirigía a una reunión de la Junta Militar en La Moneda, Fernando Matthei, el jefe de la Fuerza Aérea, reconoció al periodismo que tenía la impresión que había triunfado el NO. Durante la cumbre en el palacio presidencial, Pinochet, al borde de la apoplejía (según un informe de la CIA del 18 de noviembre de 1988) intentó invalidar el resultado y que las FF.AA. tomaran la ciudad. En ese momento, Matthei afirmó que no tenía “la menor intención de prestarse” a su plan.
Finalmente, el 14 de diciembre de 1989, el demócrata cristiano Patricio Aylwin era electo presidente de Chile por el 55,2 % del electorado. Ahí no terminaron los problemas. El 11 de marzo de 1990, día de la transferencia del mando presidencial, el automóvil del vicepresidente estadounidense Dan Quayle fue atacado por partidarios de Pinochet y, en la entrevista de cortesía, el alto funcionario le dijo “que se fuese al infierno; que no se le ocurriera meter las narices” en la nueva democracia. El 11 de septiembre de 2023, con la presencia de la dirigencia política chilena, la residencia del embajador de los EE.UU. en Chile fue bautizada “Barnes Hause”, un buen ejemplo del olvido y la maleabilidad diplomática.