El viernes 11 de septiembre de 1981, el almirante Jorge Anaya asumió como comandante en jefe de la Armada y durante su discurso de asunción adelantó tres premisas fundamentales: 1) adecuación a los nuevos medios, cuya tecnología nos sometería a un severo esfuerzo de capacitación; 2) defensa de la soberanía nacional en todo el ámbito marítimo, lo que demandaría una incesante vigilancia y la disposición permanente para realizar los mayores sacrificios; 3) el Proceso de Reorganización Nacional, de cuyo éxito se consideraban indeclinablemente corresponsables, debía alcanzar sus objetivos y asegurar que la Argentina no volviera a sufrir las frustraciones y los dramas del pasado.
En esas semanas, sin tomarse un respiro, Oscar Camilión, canciller del presidente de facto Roberto Viola, se ocupaba de las relaciones bilaterales con los Estados Unidos y a sobrellevar los entuertos limítrofes con Chile. El del canal de Beagle estaba primero en la lista de prioridades. Se encontró con Juan Pablo II, el mediador, cardenal Samoré, y viajó hasta Venecia para conversar con el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Agostino Casaroli. Como diría años más tarde el propio Camilión: “Yo tomaba el tema de Chile, Estados Unidos, América Central. Todo lo demás lo delegaba en Enrique Ros, secretario de Relaciones Exteriores”. Los reclamos por Malvinas no figuraban en la lista de prioridades. Camilión fue muy bien recibido en el Vaticano, pero no concretó avance alguno. El cardenal Samoré creía que tenía la fórmula y Casaroli, en esos días, miraba más a Europa que a América Latina. La “Santísima Trinidad”, como se conocía a la alianza de Juan Pablo II, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, apuntaba su mirada hacia la declinante Unión Soviética y el problema polaco. Luego, en el contexto de la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 23 de septiembre de 1981, el canciller se reunió con su par británico, lord Peter Alexander Carrington.
Durante la conversación Camilión le informó que la cuestión de Malvinas comenzaba a tomar una inusitada urgencia y lo invitó a que “impulse resueltamente el proceso formal de negociaciones a resolver de manera definitiva” los pedidos argentinos de reivindicación de sus derechos sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur. Según el canciller argentino, Carrington lo escuchó entre aburrido y con cierta impaciencia. Al salir, Camilión le dijo a Carlos Ortiz de Rozas, embajador argentino en Londres, que se había quedado con la sensación de que Malvinas era “la prioridad 238″ en la agenda de Carrington. Es decir, cualquier negociación conducía a la suma cero.
A mediados de octubre, llegó a Washington el nuevo embajador argentino ante la Casa Blanca, Esteban Takacs. El empresario maderero logró ese cargo después de sortear un largo proceso de aprobación en la Junta Militar. Antes había sido embajador en Canadá y en un momento fue candidato a embajador en Brasil. El 22 de octubre, en la Argentina, el presidente Viola recibió a un numeroso grupo de empresarios extranjeros coordinados por la empresa “Business Internacional”. Uno de los visitantes le preguntó si “debido a la insatisfacción de la sociedad argentina con el actual proceso no sería posible que en 1984 la Junta Militar se vea obligada a llamar a elecciones, y tal vez volver a manos de civiles”. Viola respondió: “Espero que la insatisfacción de la sociedad no siga creciendo en estos dos años, espero que se revierta totalmente esa tendencia y que empiece a llegar satisfacción para cubrir la insatisfacción. Como calculo que en 1984 vamos a estar todos más optimistas, no aprecio la necesidad de forzar situaciones que lleven a lo que usted plantea”.
En el mismo sentido, el 20 de octubre, durante un almuerzo en mi casa, el dirigente sindical “lucifuercista” Juan José Taccone aventuró “una posible eclosión hacia fin de año”. El martes 27 de octubre pasó por Washington Horacio Rodríguez Larreta (padre), un hombre del desarrollismo y asesor del canciller Camilión y me contó que Rogelio Frigerio era de la opinión de que el gobierno de Viola “se acaba en el corto plazo” y que “económicamente no se puede resistir”. Una fuente próxima a la Armada identificada como “Mario Brandi” me dijo ese mismo día telefónicamente: “Viola está liquidado, Galtieri ha iniciado su ofensiva política final”. Demasiados malos augurios en tan pocas horas.
El sábado 31 de octubre partió hacia Washington el teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri, para participar en la Conferencia de Ejércitos Americanos. En su edición del 1º de noviembre, el matutino Clarín, que cubrió su salida de Ezeiza, lo mostró sonriente, luciendo un traje gris y corbata rayada. A su lado, Lucy, su esposa, más sonriente aún, con camisa y pollera clara y tapado sobre los hombros para el frío que la esperaba en la capital de los Estados Unidos. Al dar vuelta la página era posible ver una foto del presidente Viola, pálido y ojeroso, acompañando unas declaraciones: “El problema argentino no es económico sino político”.
Galtieri y su delegación (entre otros el Jefe III Operaciones, Mario Benjamín Menéndez) llegó a Washington en un avión 707 de la Fuerza Aérea Argentina. En el aeropuerto de la Base Andrews lo esperaban Esteban Takacs, embajador argentino ante la Casa Blanca, y Raúl Quijano, que representaba al país en la Organización de Estados Americanos. No aceptó alojarse en la residencia del embajador porque ya tenía reservada una suite en el edificio Watergate. De esa manera podía moverse con más facilidad y privacidad, y le quedaba más cerca el lugar de las reuniones. La XIV Conferencia de Ejércitos Americanos se realizaba en un momento crítico para la administración de Ronald Reagan. En esos días el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), una conjunción de socialdemócratas (Guillermo Ungo), castristas y otras organizaciones guerrilleras, luchaba palmo a palmo contra las fuerzas legales en El Salvador. En Nicaragua, el gobierno pro castrista del Frente Sandinista de Liberación transitaba un poco más de dos años y desde Honduras, los “contras”, con la ayuda estadounidense y oficiales argentinos, intentaban voltearlo. Justo es reconocer que la cumbre de comandantes estaba fijada con mucha antelación, pero a Leopoldo Galtieri le llegó como anillo al dedo. Estaba en Washington en el momento justo: en la Argentina, los rumores de golpe arreciaban con más fuerza, la situación económica y financiera era crítica y la población mostraba signos de cansancio respecto del gobierno de Roberto Eduardo Viola. Se suponía que era un gobierno de orden, castrense, pero reinaban una confusión y un desánimo sin límites. Por si faltaba algo, en Washington, se hablaba de un informe del Departamento de Estado que afirmaba que el presidente no pasaba de diciembre.
El momento cumbre llegó el lunes 2 de noviembre, a las 13, con un importante almuerzo que se sirvió en 1815 Q Street, NW, la residencia del embajador argentino. A decir verdad, ese encuentro de ningún modo podía organizarlo Esteban Takacs. Sin disminuir la capacidad del nuevo embajador en Washington, con solo dos meses en funciones un representante de la Argentina no concitaba la atención de los hombres de más peso de la intimidad de Ronald Reagan, salvo que hubiera algo muy importante detrás. En tal evento colaboraron, entre otros, el Agregado Militar, general Miguel Mallea Gil y Francisco “Pancho” Aguirre, un nicaragüense con muchos años en Washington, casado con una Debayle (por lo tanto pariente político de “Tachito” Somoza) y que siempre rondaba por las embajadas y agregadurías militares latinoamericanas y la OEA.
Al almuerzo concurrieron, entre otros, Caspar Weinberger, secretario de Defensa (que luego se mostró como un tenaz enemigo de la Argentina en los días de Malvinas); Richard Allen, asesor de Seguridad Nacional del presidente Reagan; Thomas Enders, subsecretario de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado; Jeffrey Briggs, del área latinoamericana del Departamento de Estado; William Middendorf, embajador en la OEA; Edward Meyer, jefe del Ejército y compañero de promoción de Mallea Gil en la Academia Militar de West Point; John Marsh, secretario del Ejército; Paul Roberts, subsecretario de Política Económica; Vernon Walters; Raúl Quijano; Alejandro Orfila, secretario general de la OEA, y los generales Valín y Menéndez.
Durante el ágape, el más incómodo era el dueño de casa. Como suelen ser esos momentos, nadie hablaba de Roberto Eduardo Viola, pero la mayoría comprendía por qué estaba ahí, en ese comedor estilo inglés-americano de larga mesa que miraba a un jardín. Galtieri se movió con soltura y simpatía campechana. Más que hablar inglés, lo “pataleaba”. Cuando le ofrecieron traducción, respondió “no, yo me las arreglo”. A los postres se puso de pie y brindó por la amistad de la Argentina y los Estados Unidos. Habló de la unidad para enfrentar el enemigo común, la Unión Soviética y sus países satélites: “La Argentina y los Estados Unidos marcharán juntas en la guerra ideológica que está comenzando en el mundo”. Todo parecía estar armado y coordinado. Afuera esperaban los “corresponsales”: uno era el jefe de la nueva corresponsalía de la Agencia Télam en Washington, otro de la agencia Saporiti (ligada a la SIDE) que también tenía un trabajo part time en la Agregaduría de la Fuerza Aérea Argentina. A medida que fueron saliendo los invitados, el joven tomó la mayor cantidad de declaraciones que pudo. Se jugaba la vida. Le llegó el turno a Richard Allen y la pregunta fue: “¿Qué impresión le causó el general Galtieri?”. La respuesta, después de unas milésimas de segundo, fue: “Me pareció un hombre de una personalidad majestuosa”. Ya estaba, Galtieri era “el general majestuoso”. Más cauto fue el secretario de Defensa, un hombre de personalidad gris y ácida; ante la misma pregunta (siempre la misma pregunta), solo atinó a responder que le parecía “un hombre que impresiona mucho”.
El almuerzo fue observado con especial atención por la embajada del país del norte en Buenos Aires y, con la firma del embajador Shlaudeman, se enviaron al Departamento de Estado algunos comentarios. El título, en lenguaje diplomático, dice mucho: “El viaje de Galtieri a los Estados Unidos concita mayor atención”. Sostiene que el viaje del comandante en Jefe del Ejército recibió en los medios argentinos una atención “poco habitual”. Entre los comentarios dice que la especial atención se debe al rumor sobre la remoción de Viola de la Casa de Gobierno. “En la mayoría de estos rumores, el comandante del Ejército juega un papel prominente, como presunto sucesor del Presidente”.
En esos días, Galtieri también mantuvo un encuentro con Bill Casey, el director de la CIA, tal como surge de un memorándum de Richard Allen a Reagan, del 25 de noviembre de 1981. En ese documento, elevado como anexo, Allen, refiere como “detalle las acciones de los argentinos en América Central y lo que quieren de nosotros”. Para aumentar la adrenalina del teniente general, antes de partir de Washington mantuvo, el jueves 5 por la noche, un encuentro fuera de agenda, con el vicepresidente George Bush.
Luego de su paso por Washington, el teniente general Leopoldo Galtieri se preparaba para retornar a Buenos Aires. El 7 y 8 de noviembre los pasó en Nueva York, donde tuvo horas de distensión en Manhattan; hasta conoció el famoso y selecto restaurante “Le Cirque”, en la avenida Madison, cuyo dueño, Sirio Maccione, se acercó a saludarlo. Estuvo acompañado por miembros de la delegación militar, los embajadores Juan Carlos Beltramino, en las Naciones Unidas, y Gustavo Figueroa, cónsul general en Nueva York, y por el ministro de embajada Jorge Hugo Herrera Vegas entre otros. Se habló de todo, hasta de su empeño en enviar tropas argentinas al Sinaí. Durante el encuentro hubo un momento ríspido: fue cuando el embajador Beltramino se refirió en buenos términos al bloque de países No Alineados y la inconveniencia de integrar la Fuerza de Paz en el Sinaí. Galtieri lo miró fijo, después amplio su visión al resto de los comensales y afirmó: “Señores, la Argentina debe estar en el Sinaí, hoy se lo comunique a Meyer”. Ese detalle, entre otros, hizo que cuando Galtieri asumiera la presidencia Beltramino fuera trasladado a Austria.
El lunes 9 a la noche llegó sonriente al amplio hall del aeropuerto donde debía embarcar para Buenos Aires. Su cara adquirió un rictus de tensión cuando el cónsul Gustavo Figueroa le transmitió un mensaje “urgente” que acababa de recibir de Buenos Aires. Le relató que pocas horas antes el presidente Roberto Viola había sido internado de urgencia en el Hospital Militar Central. Dejó a Lucy, se sentó en un sillón, encendió un cigarrillo y puso su mirada en punto Alpha durante cuarenta minutos. Se había quedado solo con sus pensamientos, la Casa Rosada estaba al alcance de la mano. En un rincón del amplio salón conversaban el embajador Figueroa y el coronel Norberto Ferrero. “Esto se derrumba”, comentó el embajador Gustavo Figueroa en esos momentos. “No se preocupe, el jefe tiene un plan”, respondió Ferrero. Una vez más, como aventuró el diario “Le Monde”, estaba por comenzar un “ballet tragicómico que los generales de Buenos Aires representan en torno de la Casa Rosada”.
Después de innumerables escarceos, el jueves 10 de diciembre, durante una recepción al periodismo en el edificio Libertad, el almirante Anaya anunció la decisión de la Junta de remover al Presidente y pidió su renuncia lo más rápido posible: “Se han agotado los procedimientos y los tiempos para el tratamiento de la actual situación institucional”. Era un ultimátum. A su lado escuchaban el teniente general Galtieri y el brigadier general Omar Rubens Graffigna.
En la mañana del 11, Viola se entrevistó con los tres miembros de la Junta en el edificio Libertador. La conversación no duró más de media hora porque el presidente insistió en no renunciar, entonces fue invitado a pasar a otro salón para esperar una decisión. Después de unos minutos volvió a entrar para ser notificado de m(Viola no presentó su renuncia, prefirió ser destituido) y a las 17, el general Héctor Eduardo Iglesias, en nombre de la Junta Militar, informó que el teniente general Galtieri asumiría la presidencia de la Nación el martes 22 de diciembre en dependencias del Congreso de la Nación. Iba a retener su cargo de comandante en Jefe del Ejército, para completar el período de Viola. La figura del “cuarto hombre”, aquella que había consumido horas de debate y malos tratos a Jorge Rafael Videla en 1978, había sido dejada de lado.
Por unos días asumió el almirante Carlos Lacoste, conocido por haber organizado el Mundial 1978. El 11 de diciembre el periodista Claudio Escribano se entrevistó con Lacoste en su despacho de Acción Social, lugar donde escuchó una frase inolvidable que, sin embargo, entonces parecía un disparate. En medio del desorden institucional y el desborde económico y financiero, mientras jugaba con la cadena de oro de su reloj, el almirante le dijo: “Esto se arregla muy fácil, invadiendo las Malvinas”.