Luego de interminables horas de vuelo sobre el Atlántico Sur tratando de dar con los náufragos del Crucero General Belgrano, se produjo lo que la tripulación temía: “Estamos en lotería”, advirtió el teniente de corbeta José Alberto Andersen. En el argot aeronáutico significa que estaban con el combustible justo para llegar a la base en Río Grande, que era un vuelo de dos horas. Y con viento en contra.
De la cabina donde estaban el piloto capitán de corbeta Julio Hugo Pérez Roca y el copiloto el teniente de navío Guillermo Arbini demoraron en responder. Luego de unos segundos interminables, por el intercomunicador la pregunta de Pérez Roca fue lapidaria: “¿Si usted estuviera en las balsas no le gustaría que los siguiéramos buscando?” Preguntó si alguno se oponía en continuar el vuelo. Todos estuvieron de acuerdo en seguir.
El Neptune 2-P-111 que junto con el 112 estaban abocados a la misión primaria de exploración antisuperficie, esto es, localización de buques durante la guerra de Malvinas, continuó con la búsqueda contrarreloj de los náufragos, cuyas balsas estaban a merced de un mar particularmente embravecido.
Estos Neptune formaban la Escuadrilla Aeronaval de Exploración, creada el 21 de junio de 1959, siempre con aviones de este tipo, con versiones distintas.
José Alberto Andersen nació en Copetonas, un pueblo del partido de Tres Arroyos. En el taller mecánico de su abuelo trabajaba Blas Fernández, quien su hijo había ingresado a la Armada. Fue quien alentó a Andersen, quien pensaba estudiar ingeniería electrónica, a ingresar también. Y así se hizo marino.
Durante la guerra, como teniente de corbeta, era el oficial de control operativo de una tripulación que llegaba a la docena de hombres. Además del piloto y copiloto, el equipo estaba compuesto por un mecánico de vuelo, por un ayudante mecánico, por un vigía de proa y otro de popa, un submarinista, un radarista, uno de supervivencia, un navegante y un radio operador.
Volaban un avión Neptune, de fabricación norteamericana, que venía de la época de la guerra de Corea. Reveló a Infobae detalles inéditos de las misiones que estas máquinas desarrollaron durante el conflicto del Atlántico Sur.
Al momento de la guerra, la escuadrilla contaba con dos aviones y tres tripulaciones, cuando para un funcionamiento ideal se debían contar con tres aviones y tres tripulaciones por avión.
Destacó el papel del jefe Pérez Roca, “un comandante ejemplar, lo que hicimos hubiese sido imposible sin él”.
En la escuadrilla se enteraron a fines de marzo del operativo de recuperación de las islas. Disponían de dos aviones Neptune, el 111 y el 112. Había un problema. Al 111 le fallaba uno de sus motores. Con cinco motores de rezago que disponían en los talleres se reconstruyó uno, aunque no quedó en óptimas condiciones, ya que no alcanzaba una potencia total y perdía aceite. Sin embargo, se le dio el alta.
Entre la tripulación se referían a estos aviones como “el avestruz”, porque a veces encaraba carreteos interminables y no alcanzaba a despegar.
A partir del 25 de marzo de 1982 comenzaron sus vuelos de exploración hasta el Cabo de Hornos. Una de sus primeras misiones fue la de localizar al Endurance y otro buque que se presumía había zarpado de Punta Arenas con soldados británicos. Por lo menos realizaban un vuelo por día, a veces más de uno.
El 2 de mayo al mando del capitán de corbeta Ernesto Proni Leston, recibieron la orden de ir a buscar a los náufragos del Belgrano. A las cinco de la tarde les informaron que el crucero estaba sin comunicaciones y a los minutos les aclararon que el buque estaba al garete. Recién a las 21 horas supieron que se había hundido.
Las condiciones meteorológicas eran malísimas, con un mar embravecido y no pudieron perforar la capa de nubes. Se guiaban por las instrucciones que irradiaban desde el Destructor Piedra Buena, “comandante en escena”, de donde ordenaron que se arrojasen bengalas para ver si de las balsas respondían. Pero nada ocurrió. El 2-P-112 aterrizó en Río Grande a las seis de la mañana.
Aún no había aterrizado el 112, cuando despegó el 111. Lo hicieron con la tranquilidad de saber que no había buques enemigos en el área de búsqueda, tal como se les informó. Una vez sobre la zona de hundimiento, se siguió un patrón de búsqueda que consistía en un vuelo simulando un espiral cuadrado.
Cuando perforaron la capa de nubes, que estaban a 150 metros, localizaron una gran mancha de aceite que se desplazaba hacia el sudeste. El cabo principal Ramón Leiva creyó distinguir la estela de un submarino. Decidieron arrojar una sonoboya, que captaba ruidos debajo del agua. Constaba de una antena, un radiotransmisor con micrófono y con una batería que se accionaba con el contacto con el agua salada. Las señales que recibieron los desorientaron ya que no lograban distinguirlas. Podría ser los de un submarino nuclear.
Sembraron la zona con sonoboyas y el equipo del avión permitía recibir señales de cuatro de ellas al mismo tiempo, en distintas frecuencias.
El Piedra Buena les indicó que se abocasen a la búsqueda antisubmarina. Cuando la versión de la presencia de un submarino perdió fuerza, y se supuso que las señales que recibían eran de buques argentinos que navegaban a unas 60 millas, a las 11:30 se recibió la orden de reasumir la búsqueda de los náufragos. Iban a volar al límite con el riesgo de que un motor se plantase.
A las 13:20 Ramón Leiva gritó: “¡Balsa a las 11!”
El operador antisubmarino y el radarista se desabrocharon los cinturones, se abrazaron y saltaron de alegría, festejos a los que se sumó Andersen. Hasta que el grito del mecánico les ordenó sentarse.
Pérez Roca preguntó si habían logrado congelar la posición y cuando Andersen le respondió que no había arrojado una marca de humo, fue como volver a fojas cero. Entre las 13:20 y las 13:45 se sobrevoló la zona hasta que volvieron a ubicarse las balsas.
Restaba transmitir la posición. El piloto tomó la decisión de ascender y volar en círculo arriba de las balsas, para señalar el lugar, hasta que fue detectado por el radar del Piedra Buena.
Los náufragos estaban a unos 100 kilómetros del hundimiento. Se los había avistado en menos de 24 horas. La dotación de ese vuelo del 111 estaba integrada por el capitán de corbeta Julio H. Pérez Roca como piloto y comandante; el teniente de navío Luis Guillermo Arbini; Andersen; los suboficiales segundos Oscar Rodríguez y Niguel Angel Noell, José Ledesma y Juan Carlos Olivera; Celso Fossarelli; el cabo principal Ramón Leiva y el cabo primero Carlos Alberto Soria.
El 111, casi sin combustible, puso rumbo a Río Grande. Como el indicador estaba descompuesto, el mecánico y el ayudante mecánico hacían los cálculos en forma manual. El plan era llegar a la costa, volar en paralelo y, en última instancia, realizar un amerizaje. Volaban con la luz de bajo nivel de combustible.
Cuando aterrizaron, con una sonda midieron el nivel del tanque: la sonda salía seca. No hubiesen tenido ni para quince minutos más.
No había tiempo para el descanso de las tripulaciones. A las 13:35 del 3 de mayo despegó el 112 con la misión de localizar a la flota enemiga con la siguiente tripulación: el piloto era el capitán de corbeta Carlos Washington Marioni, que además era el segundo comandante de la escuadrilla. La integraban el teniente de navío Jorge Janiot; el teniente de fragata Eduardo Gatti; el suboficial primero Francisco Pepe; los suboficiales segundo Ricardo Zambrano; Carlos Alejo; Ricardo López y José Imaz y los cabos principal Carlos García y Raúl Villalba.
En ese vuelo detectaron tres contactos y aterrizaron a las ocho de la noche. Media hora después se dispuso que al día siguiente volviese a despegar el 112 para reconfirmar el valioso dato que habían obtenido.
Además debían explorar la zona al sur de Malvinas ya que debían cruzar tres Hércules a las islas.
El 112 despegó a las 5:07 del 4. Durante el vuelo, a las 7:10 volvió a detectarse la flota con radar. Se informó de la presencia de barcos representados por manchas de distinto tamaño. Pero a las 9:30 el radar quedó fuera de servicio ya que el cristal que incluía se rompió por exceso de potencia, algo frecuente en ese tipo de equipos. Cuando lo normal era cambiar el cristal en tierra, el radarista, con la panza al piso, los iba reemplazando a medida que se rompían.
Cuando estaba volviendo a la base, le ordenaron regresar para reconfirmar el hallazgo, cosa que hicieron. No se disponían de más cristales y aún así el radar captó una mancha compatible con buques.
A las 10:30 lograron pasarle a los Super Etendard, ya en vuelo, las coordenadas de los puntos en cuestión y regresaron a la base. Cuando aterrizaron hacía rato que los Super Etendard lo habían hecho, pero ignoraban si los misiles Exocet habían hecho blanco.
Ese Neptune estaba al mando del capitán de corbeta Ernesto Proni Leston, copiloto capitán de corbeta Sergio Sepetich; el teniente de fragata Juan Gatti; el teniente de corbeta José Pernuzzi; los suboficiales primero Juan Heredia y Aníbal Sosa; los cabos principal Hugo Saavedra, Daniel Yerba, Luis Del Negro y Luis Núñez y el cabo Primero César Fernández.
La ansiedad en la Base Comandante Espora sobre si la misión había sido exitosa, hizo que se enviase al 112 para confirmar si se había hecho blanco. Despegó a las 12:45 y estuvo por no contar el cuento.
Como los británicos temían un nuevo ataque aéreo, destacaron un buque al sur de la isla Gran Malvina, que alertase la proximidad de aviones argentinos. El Neptune pasó por la zona y en tierra se detectó una comunicación inglesa donde primero se dio el alerta amarilla y luego roja y ordenaron preparar misiles. Recibieron la orden de escapar del lugar.
Andersen desmintió la versión de que los Neptune fueron raleados en el medio del conflicto. Admitió que la tarea mermó cuando la flota inglesa se replegó más hacia el este. Pero tendrían más misiones por delante.
A comienzos de junio recibieron la orden del comando naval de minar la boca norte del Estrecho de San Carlos, cuando los británicos ya habían establecido una cabeza de playa. Era un plan suicida por la presencia de la flota británica, por el dominio aéreo británico y porque los tripulantes nunca habían hecho operaciones de minado. Por eso practicaron vuelos de entrenamiento, coordinando el plantado de las minas en el mar.
El fin de la guerra dejó trunca la misión.
El próximo 24 de noviembre, por iniciativa del capitán de navío retirado Pérez Roca está armando una reunión en el Museo de la Aviación Naval para festejar el aniversario de la escuadrilla. Se ha localizado al personal de apoyo en tierra para entregarles un reconocimiento. Ambas tripulaciones, con el correr de los años, fueron condecoradas.
Un elemento fundamental usado por Andersen en los vuelos era una pequeña calculadora que permitía ingresar indicadores como la posición del avión, la distancia del radar y calculaba la posición del contacto. Por años la estuvo buscando hasta que la encontró en un sitio de subastas y la compró. “Amo esa calculadora”, remarcó.
Con el tiempo algunos de los tripulantes ya no están. El pasado 9 de noviembre falleció el capitán de navío Sergio Sepetich, copiloto del 112. Con el hijo de Blas Fernández, Andersen no se había visto más. Supo que hizo la carrera de suboficial y que en la guerra era maquinista del Crucero General Belgrano y sobrevivió en una balsa. El destino quiso que Andersen integrase la tripulación que las localizó. Recién volvieron a encontrarse el 12 de octubre de 2012 en su pueblo natal, lejos de aquellos tiempos en que era un joven que soñaba con ser ingeniero electrónico.