Faltaban pocos días para que se decretara la cuarentena por la pandemia de coronavirus, cuando Mariela Denardi y Diego Bertone emprendieron lo que recuerdan como “un verdadero éxodo”. Vivían en un departamento en Villa del Parque, vaciaron la heladera, cargaron todo en conservadoras, y manejaron rumbo a La Rica, una localidad de aproximadamente 100 habitantes del partido bonaerense de Chivilcoy. Su hijo menor tenía un año y ocho meses, y el mayor cinco, así que se abastecieron de pañales, y en el camino contrataron el servicio de Internet para poder trabajar a distancia desde la casa, que todavía estaba a medio construir. Comenzó una aventura que iba a durar dos semanas, pero resultó definitiva. Siempre tuvieron espíritu emprendedor, y vocación de anfitriones, pero el proyecto que les iba a cambiar la vida surgió en el momento más impensado: aprendieron a hacer fiambres ahumados artesanales, vendieron puerta a puerta, abrieron un local, y se convirtió en su sustento a tiempo completo.
La pareja se conoció hace más de 13 años, gracias a los azares del destino. Diego creció en Chivilcoy, y Mariela en la provincia de Entre Ríos, pero coincidieron en Buenos Aires, y surgió una historia de amor que los sorprendió a los dos. “Una amiga salteña estaba recién llegada y cumplía años, no conocía a nadie y no iba a festejar, entonces con otras amigas le dijimos que nosotras le organizábamos la fiesta, y que gente no iba a faltar”, cuenta ella, entre la risa y el asombro por la cantidad de factores que se conjugaron para hacer posible el flechazo. “Entre los que vinieron, una amiga que estaba en pareja con un amigo de Diego, lo trajo a él de colado, y ahí nos vimos por primera vez”, indica.
Mariela se sincera y asegura que creyó que sería un romance pasajero, pero cada etapa la vivía con intensidad. Sin darse cuenta, se enamoraba cada vez más. “Me juntaba con mis amigas, y era ‘la novela’, porque les contaba si lo había visto, a dónde habíamos salido, y ellas me cargaban porque yo siempre decía que era algo del momento y las primaveras seguían pasando y pasando”, dice con humor. Tenían 27 y 33 años cuando el noviazgo se hizo oficial, y en una de sus primeras escapadas Diego le propuso ir a visitar a un tío en su ciudad natal, así de paso conocía a su familia.
“La primera vez que charlé con sus primas fue en La Rica, que está a 20 kilómetros de Chivilcoy, donde tenían una quinta familiar, y cuando conocí el pueblo fue amor a primera vista, me pareció un lugar soñando, chiquito, muy ordenado, cuidado, prolijo, con una plaza hermosa y todas las casas pintadas, parecía un cuento”, describe. Los viajes relámpago se hicieron una tradición, y cuando supieron que esperaban a su primer hijo, Rogelio, ya fantaseaban con dejar la vida en capital y empezar de cero en la pequeña localidad. Por el momento, eran solo anhelos, y no encontraban la manera de hacerlo posible.
Mariela es maestra de primaria, y Diego trabajaba en una reconocida empresa aseguradora. No imaginaban otra forma de subsistir que no fuese con sus empleos en relación de dependencia, y tan solo con imaginar los traslados imposibles si se mudaban lejos, desistían y mantenían la misma rutina. Sin embargo, la idea de irse sobrevolaba todos los años. “Un día caminando en La Rica vi un terreno en una esquina, justo cuando terminan las casas, y pensamos: ‘Una ubicación tan linda y nadie vive acá, que se debe ver precioso el atardecer y las noches de Luna’, pero para nosotros era inalcanzable”, rememoran. Pasaron dos años y medio más hasta que se decidieron a ponerse en campaña de comprar un terreno, y enseguida pensaron en aquella parcela a la venta.
“Ya que nos vamos para los pagos de tu familia, ¿por qué no puede ser en La Rica?”, le consultó Mariela, y él le respondió que sería maravilloso, pero por supuesto, debían encontrar algo a su alcance y repensar de qué vivirían si dejaban sus trabajos. Vendieron su camioneta para juntar más dinero, y hablaron con el dueño de la propiedad, pero todavía les faltaba una buena cantidad para adquirir el terreno. Estaban en vísperas del nacimiento de su segundo hijo, Amador, cuando el famoso dicho de que las bendiciones vienen “con un pan bajo el brazo”, se cumplió.
“Era un 6 de agosto, yo tenía un bombo de 40 semanas y fui al banco a pedir un préstamo, y el chico que me atendía me pedía si podía volver con otros papeles dentro de unos días, y yo le dije: ‘No, no puedo volver el lunes que viene porque me tengo que internar, va a nacer mi hijo’, y el muchacho no lo podía creer”, relata. Dos días después llegó al mundo el nuevo integrante de la familia, y mientras estaba en la clínica, a horas de la madrugada revisó su cuenta de home banking y descubrió que ya le habían depositado el crédito que había pedido. “Ahí nomás pegué un grito de alegría y le dije a Diego que ni bien me dieran el alta él se fuera a comprar el terreno”, recuerda emocionada. Ella se quedó en su casa con su bebé recién nacido, y su marido se fue hasta Chivilcoy, acompañado de su hijo mayor. El paso más importante ya estaba concretado, pero comenzaba el desafío de construir desde cero.
La casa, la fábrica y los niños
Amador dio sus primeros pasos en el PH que alquilaban en Villa Crespo, y pocos días después de aquella emotiva escena, tomaron la decisión de mudarse. “Al principio no creíamos que íbamos a ser definitivo, pero también de alguna forma nos vimos venir la pandemia antes de que se concretara, y sentíamos que ya era hora de irnos a La Rica, de concentrar la energía ahí, en terminar la casa, que por el momento tenía el baño, la cocina y una habitación tipo depósito”, detalla. En pleno marzo de 2020 salieron a hacer unas compras y no podían creer las filas de gente que había en las cajas de supermercados, en medio de la incertidumbre que reinaba en torno a la situación sanitaria.
“Todo el mundo se estaba stockeando como para un mes, era un caos, así que agarré todo lo que había en la heladera, lo cargué en dos conservadoritas que tenía, mudas de ropa para los chicos, y así, con el auto que explotaba nos fuimos”, comenta. La semana siguiente se decretó la cuarentena obligatoria, y sus trabajos pasaron a la modalidad remota. Cuando sus horarios terminaban, ponían manos a la obra, incluso sin tener mucha experiencia previa. Aunque Diego es autodidacta y tiene conocimientos de carpintería, y sabe soldar, nunca había levantado una pared. Un año antes había hecho un curso de fabricación artesanal de ahumados con un amigo, aprendió a hacer tachos ahumadores caseros, y era su hobbie los fines de semana.
“Había una base de una parrilla en el terreno, y a Diego se le ocurrió usar eso para hacer un horno, y para mí era un derilante, yo no entendía cómo lo iba a hacer, si no tenía ni idea de la proporción de cal, cemento y cómo poner los ladrillos; pero se fijó todo en Internet y lo hizo, quedó bueno y cumplía perfecto la función de ahumar”, cuenta Mariela. Un vecino les proveía leña de sus árboles frutales, y así empezaron a producir a un ritmo más profesional. Crearon una cuenta de Instagram, vendían puerta a puerta, las recomendaciones boca a boca hicieron lo suyo, y aunque alcanzaron un excelente flujo de venta, no alcanzaba para construir su propia fábrica, que era el siguiente paso.
Las primeras clases a distancia que daba como maestra, las hacía con Amador colgado de su pierna y Rogelio al grito de “mamá” a lo lejos. Llegó un momento en que decidió dejar su trabajo para dedicarle más tiempo al emprendimiento. “Justo teníamos que volver presencial, y yo ya no me imaginaba de vuelta en Buenos Aires, ya habíamos estado más de un año haciendo la adaptación casi sin darnos cuenta en La Rica, así que dejé la escuela y charlamos sobre cómo lograr que el proyecto se convierta en nuestro trabajo”, explica. Mientras tanto, Diego seguía como empleado a distancia, con reuniones desde su casa y atención al cliente, pero varios meses más tarde, también dejó todo lo que conocía para lanzarse a la iniciativa propia.
“De manera milagrosa, cuando estábamos muy ajustados y ya nos la veíamos muy complicada porque no nos alcanzaba, se vendió la quinta familiar que había estado 15 años sin venderse, y cuando recibimos ese dinero lo invertimos en hacer nuestra fábrica, equiparnos con algunos elementos tecnológicos que necesitábamos, y apostar a la venta por mayor”, indican. Otra vez construir, a metros de su casa, para completar el sueño. Una vez que lo lograron, sintieron que era tiempo de tener un local, para mayor visibilidad y contacto con el público.
En el centro de Chivilcoy consiguieron alquilar un lugar, y optaron por el formato de sandwichería, con algunas mesas disponibles para que quienes estén de paso puedan sentarse a disfrutar de la experiencia, y al mismo tiempo poder venderle a aquel que quisiera llevarse alguno de sus productos recién feteados. Fueron ampliando su catalogo, que tiene como estrella a la mortadela con pistachos -hecha con carne de cerdo de primera calidad-, le siguen los quesos ahumados, el lomito, las ribs de cerdo, salchichas alemanas, jamón natural, pastrón y varias carnes. En invierno sumaron cazuelas al menú para sobrellevar el frío, y mantuvieron la variada oferta de sánguches para que hubiera opciones para todos los gustos.
Vuelta de página
La vida en Capital Federal quedó lejana para la familia. El pequeño Amador, que ahora tiene 5 años, directamente no tiene registro de sus primeros pasos en el departamento. Rogelio, de 8, se acuerda de algunos momentos en la que era la cuadra de su casa, las salidas a la plaza, dónde quedaba su jardín, pero los dos hermanos ya tienen grupos de amigos en La Rica. “Los primeros dos años fueron a la escuela rural, que fue una experiencia maravillosa, y en 2023 arrancaron en Chivilcoy porque es donde estamos más tiempo por el local, si no representaba muchas idas y venidas en el día; ahora ya estamos organizados de esta manera”, celebran.
De a poco se fueron sumando clientes, algunos los contrataron para cumpleaños y eventos empresariales, otros les encargan los productos por Instagram -@weisbertahumados-, o directamente los adquieren en el local en el centro de Chivilcoy. “No estamos haciendo envíos, por el tema de que son productos que no pueden perder la cadena de frío, salvo que sean pedidos grandes, pero estamos abiertos a tener franquicias, porque ya tenemos el modelo de negocio todo diagramado, que es muy fácil de ejecutar y con poco personal, por lo que soñamos con que nuestros ahumados se puedan revender al por mayor en otras ciudades”, expresan.
Reconocen que no es sencillo llevar las riendas de un negocio, sobre todo en el aspecto económico, que implica desafíos constantes. “Hay meses que la remamos en dulce de leche, que nos miramos los dos y decimos: ‘¿Qué hicimos?’, porque con la situación económica del país los precios cambian todo el tiempo y el rubro gastronómico se vuelve aún más difícil, pero la realidad es que queríamos que nuestros hijos crecieran como nosotros, andando en bici con los amigos, libres, que van y vienen solos a la canchita y yo no me quedo preocupada. No somos de mirar mucho para atrás, pero sinceramente no hay un día que nos arrepintamos, porque encontramos la calidad de vida que queríamos acá, y no hay economía que pague eso”, expresa Mariela.
En verano, además de la venta en el local, abren las puertas de su casa, ponen mesitas en el patio y ofrecen almuerzos con sánguches para disfrutar del aire libre. “Siempre terminamos sacando nuestra mesa del living, nuestras sillas, otro vecino nos presta más mesas, y así salen lindas reuniones; la gente no puede creer que nosotros vivimos ahí, pero nos encanta y tenemos la intención de compartir”, destacan. Se ponen contentos porque en estos tres años la localidad fue creciendo, otra familia inauguró una fiambrería con panadería, donde también se puede comer al paso, un restaurante, y La Rica brilla cada día más. Además, con ese nombre, hay un buen augurio de que allí la experiencia gastronómica promete sabores inolvidables.
“Nosotros leíamos notas de otras parejas que hicieron cambios de vida parecidos, y ahora no podemos creer que somos nosotros los que nos animamos y lo hicimos. Ojalá que así como nos inspiraron tantas historias, la nuestra también le sirva a alguien, y sobre todo nos emociona que nuestros hijos sepan que nos jugamos, que conocieron otra vida, y los vemos disfrutarlo, sin pesar ni tristeza por el cambio que elegimos, y con libertad”, concluyen.