Los guardianes de los recuerdos de la confitería El Molino que donaron uniformes, invitaciones de boda y fotos inéditas

La Comisión Administradora del Molino organizó una merienda para agasajar a todas las personas que aportaron objetos imprescindibles para la recuperación del emblemático lugar. Algunos son extrabajadores o familiares de exempleados, y otros ciudadanos que sin querer hicieron historia. En diálogo con Infobae, cinco historias emocionantes

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Desde una colección de uniformes, un certificado de trabajo y hasta una invitación de boda, cada donación trajo al presente los recuerdos
Desde una colección de uniformes, un certificado de trabajo y hasta una invitación de boda, cada donación trajo al presente los recuerdos

El viernes por la tarde se convocó a extrabajadores y personas que donaron objetos a una merienda en la emblemática Confitería El Molino. La invitación cumplió el objetivo de agasajar a todos los que hicieron valiosos aportes para la reconstrucción del histórico edificio, y aunque muchos dedicaron más de dos décadas de sus vidas como empleados, nunca se habían sentado a tomar un café en el salón de planta baja. Esta fue la primera vez para varios de ellos, colmados de emoción por revivir recuerdos que atesoraban desde el día en que cerró sus puertas. Hubo reencuentros de compañeros que no se veían hacía 25 años, y pudieron intercambiar un sinfín de anécdotas, casi como si fuese un viaje en el tiempo. En diálogo con Infobae, cinco testimonios de aquellos que cumplieron el rol de guardianes de recuerdos sublimes.

La modelo de los uniformes

En una de las vidrieras que dan a la calle en la esquina de las Avenidas Rivadavia y Callao, se exhibe una muestra de ocho uniformes originales que se utilizaron en la última etapa de la confitería, entre los años 1989 y 1997. La gran mayoría los donó Ana Graciela León, de 67 años, que es el carisma y la sonrisa en persona. Con su larga cabellera negra, destaca entre la multitud. Esta vez las persianas están bajas, los transeúntes no pueden apreciar la colección de delantales que ella observa con atención, y casi como si fuese una señal, se encienden las luces de la vitrina, para iluminar aún más los maniquíes.

Pasaron 25 años y no sé cuántas mudanzas estos uniformes, pero siempre los conservé, no quería que nada de mi etapa en El Molino se arruinara, me daba cosa despedirme de ellos, así que siempre los tuve bien guardados”, expresa. Cuenta que usaban dos por año: estrenaban la versión de invierno el Día del Padre, y la de verano el Día de la Madre. La combinación de bordó, blanco y negro era la característica en común, salvo algunos motivos florales y estampados en las camisas, que se combinaban con falda tubo. Entre risas confiesa que sus compañeras le decían “la modelo”, porque cada vez que llegaba una variante nueva, no hacía falta ni que se lo probara. “Daban por hecho que me iba a quedar bien, y yo me reía, pero siempre tuve la noción de que el uniforme era como mi cara, mi carta de presentación, y lo cuidaba como tal”, explica.

Ana Graciela León junto a la exhibición de uniformes, en su mayoría donados por ella y algunos otros por Virgina Miller
Ana Graciela León junto a la exhibición de uniformes, en su mayoría donados por ella y algunos otros por Virgina Miller

Los zapatos stiletto o taco chino completaban los conjuntos. “Jamás de zapatillas”, agrega con picardía. “Estuve en todos los sectores, aprendí a decorar, desde huevos de pascua hasta los pavos relleno, a veces estaba en la caja a la hora del cierre, y cuando me necesitaban también era camarera”, comenta. Gracias a que cada tanto llevaba una cámara de fotos, pudo registrar muchos momentos de la rutina. Aunque la jornada era de ocho horas, solía quedarse un poco más, hasta medianoche, para ayudar en el horario de cierre.

“El jefe de personal me daba la llave para que vaya hasta Recoleta, donde había un despacho hermoso, y yo llenaba una planilla con el pedido de la mercadería para que llegara a la madrugada, cuando entraban los panaderos y pasteleros”, indica. Se acuerda de que los vestidores eran increíbles, con ocho duchas a disposición y todos los mostradores de mármol. La inmensidad y organización de cada sector era tal, que a algunos de los trabajadores no llegó a conocerlos en persona porque ni siquiera se cruzaban. “Yo estaba mucho en planta baja, y los factureros entraban por otra puerta, así que muchos nos conocimos en estos encuentros y no lo podíamos creer, que compartimos tantos años sin saber”, dice anonada.

Saca de su cartera un sobre lleno de fotos de sus tiempos como empleada, donde luce los mismos uniformes que ahora están expuestos detrás suyo. Incluso conserva el pin que usaba, con su nombre y el logo del Molino. “Tengo más cosas que voy encontrando, guardé todo, y las voy trayendo cada vez que aparecen”, celebra. A muchos colegas la última vez que los había visto había sido a fines de los ‘90, cuando el emblemático lugar cerró y se reunieron en la puerta de la confitería para reclamar el pago que les correspondía.

El pin que lucía Ana, una foto de sus tiempos como camarera en el sector de bombonería, con el mismo uniforme que se exhibe actualmente
El pin que lucía Ana, una foto de sus tiempos como camarera en el sector de bombonería, con el mismo uniforme que se exhibe actualmente

“Cuando se cerró nos pasó que no sabíamos qué nos dolía más: que cerrara o que ya no nos íbamos a ver más, porque el patrón siempre nos decía: ‘Tenemos que ser una gran familia para trabajar bien’, y la verdad es que nos tratábamos como hermanos, padres, madres, nos adoptábamos entre todos; así que separarnos y quedarnos sin trabajo nos dolió en la misma medida”, manifiesta. Mientras conversa con este medio, se suman Carlos y Daniel Sarragni, padre e hijo que trabajaron en el sector de panadería, y las anécdotas empiezan a resurgir.

“La Noria la prendían a las 6 de la mañana y seguía prendida por más de ocho horas”, rememora el exmaestro facturero, en referencia al ascensor porque el desfilaban tortas sin parar desde el subsuelo. “Al que despachaba todo desde abajo le decíamos ‘el gallego’, y él no usaba el teléfono, nos pegaba el grito y así nos avisaba que marchaban más”, acota Ana entre risas. “No faltaba nunca, y un lunes lo esperábamos, ya eran las 10 y no venía, y resulta que había fallecido, el día que murió fue el único día que faltó”, remata. Y no fue el único, porque otro trabajador que hacía ravioles, se presentó el día que se jubiló para firmar en la administración su retiro, y cuando pasó la portería se desplomó en su último suspiro. “Así era el amor por este lugar, para él era su vida entera, como para muchos”, asegura la modelo de los uniformes.

Una fotografía de Ana Graciela León y Camilo García, la pareja de trabajadores del Molino que se reencontró 20 años después y surgió una historia de amor
Una fotografía de Ana Graciela León y Camilo García, la pareja de trabajadores del Molino que se reencontró 20 años después y surgió una historia de amor

En la década del ‘80 Ana fue compañera de Camilo García, que se desenvolvía como mozo en el salón. “Trabajamos juntos hasta el cierre, y nunca hubo nada entre nosotros, pero nos reencontramos muchísimo tiempo después, en 2019, y comenzamos lo que yo llamo ‘una gran historia de amor en el atardecer de nuestras vidas’”, confiesa. “Camilo atendió a Madonna cuando vino a grabar el videoclip, y aunque estuvo frente a una verdadera estrella, siempre me dice: ‘Yo me quedo con mi morocha’”, expresa enternecida.

Hace cuatro años, en una de las primeras reaperturas del edificio durante la edición de La Noche de los Museos, fueron en pareja a su antiguo lugar de trabajo, pero no pudieron ingresar a la visita guiada porque el cupo de gente se llenó enseguida. “Otra vez vinimos y pedimos permiso para sacarnos una foto en la puerta, nos dejaron y nos fuimos felices con eso; después me ubicaron a través de las redes, y para nosotros fue increíble que nos abrieran las puertas a los dos solos para que entráramos, era un día de lluvia y sentíamos que era una tarde de sol, estábamos tocando el cielo con las manos, y ni qué decir ahora, que nos maravilla ver cómo está”, concluye.

La custodia de las fotos de la cúpula

Norma Mecozzi está en vísperas de cumplir 60 años, y es una de las que disfruta un café con masitas en las mesas que dispusieron en el salón. “Estudiaba arquitectura, y siempre los edificios me encantaron, tenía la fotografía como un hobby y salí un domingo a la mañana a sacar fotos, allá por 1996″, rememora. Tenía una lente de gran angular y se le ocurrió capturar algunas imágenes de la cúpula de la confitería, que por ese entonces se encontraba ya deteriorada, con tan solo algunos cristales de los vitrales originales.

“Era la época de rollo, toqué timbre para ver si había alguien, por si podía entrar, pero no me respondió nadie, así que saqué varias desde la vereda de enfrente y me fui”, cuenta. En 2018 supo que la Comisión Administradora del Molino pedía la colaboración civil de todos aquellos que tuvieran fotografías o pudieran brindar un testimonio comprobable en caso de haber sido trabajadores, para reconstruir el aspecto original y que el resultado fuese lo más fiel posible. “Yo no me dediqué más a la fotografía en mi vida, pero por suerte soy de guardar todo, así que sabía que en algún rincón iban a estar las fotos, y sabía que las tenía, que las iba a encontrar, y así fue”, revela.

Norma Mecozzi junto a las fotografía que guardó desde 1996 hasta el 2018, junto a los negativos originales
Norma Mecozzi junto a las fotografía que guardó desde 1996 hasta el 2018, junto a los negativos originales

Cuando hicieron la primera apertura se acercó hasta la entrada con los negativos y las fotos en un sobre, pero no pudo ingresar. Tal como le pasó a Ana, la fila era interminable. “Consulté con el guardia que estaba en la puerta, que me contactó con una integrante de la comisión, y se las di, por si les servían”, indica. Para su sorpresa, tres meses más tarde le comunicaron que su aporte fue fundamental, porque en las imágenes podían verse algunos sectores de los vitrales que estaban ausentes al momento de la toma de posesión del edificio.

“Pensaba que el patrón de los vitrales eran flores, por los fragmentos que llegaba a vislumbrar en las fotos, pero no, eran el dibujo del molino de Don Quijote, que ahora se súper aprecia y tiene relación con todos los que están en planta baja, que también son escenas del Quijote”, manifiesta. Sin su donación, no hubieran podido descubrir los colores y las formas originales, porque solo disponían de fotos en blanco y negro. “Los negativos se podían ampliar bien sin que la imagen se pixele, hicieron copias ampliadas y pudieron hacer la restauración en base a eso”, dice con alegría.

Todos los invitados a la merienda posaron en una postal grupal frente a la cúpula de la confitería (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)
Todos los invitados a la merienda posaron en una postal grupal frente a la cúpula de la confitería (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)

Para Norma, la confitería tiene un valor especial, y no pasa desapercibida en los recuerdos de su infancia. “Mis abuelos vivían en Marcelo T. de Alvear y Callao, venían siempre a comprar el pan, y cuando yo era chica todavía estaba abierta; la tradición era venir a buscar el pan dulce de El Molino para Navidad”, rememora. Se acuerda de que el panetone venía en una canastita que le encantaba, pero nunca logró desarmarla sin que se rompiera. “Sino también la hubiera guardado como un tesoro”, asegura.

En esta ocasión asistió acompañada de un amigo, que la escuchó atento mientras brindaba su testimonio, y aportó un mensaje que enriquece la conversación. “El tema es involucrarse, porque generalmente eso es lo que marca la calidad de las personas”, acota, y la autora de las fotos inéditas, coincide: “Así como yo guardé esos negativos y me acerqué para traerlos, pasa lo mismo con la gente que trabajó acá, que le puso el corazón, que fue parte importantísima de su vida, y trajeron cosas que tienen más de 30 años”.

Las bolsas del Molino

Pablo Fernández y Nora Podestá, son madre e hijo, y ambos tuvieron el honor de haberse sentado a disfrutar de un té con pattiserie, cuando la confitería estaba abierta. “Era un clásico, un emblema, y lo recordamos con mucho cariño, nos emociona tomar de nuevo un café acá”, expresan. Ambos se acercaron para donar cuatro bolsas que tienen impreso el logo original, con membrete de moños de regalo, por lo que presuponen son las que utilizaban para envolver paquetes de bombonería o encargos para cumpleaños y fechas festivas. En letras mayúsculas, y resaltado en negrita, figura un mensaje: “Mantenga limpia la ciudad”.

Pablo Fernández y Nora Podestá sostienen en sus manos las bolsas que donaron
Pablo Fernández y Nora Podestá sostienen en sus manos las bolsas que donaron

“Falleció mi mamá y tardamos un montón en vaciar su departamento porque tenía muchísimas cosas. Guardaba todo, y una de las tantas cositas que atesoró fueron las bolsas de El Molino. Cuando las encontramos mi hijo, que trabaja en el Senado de la Nación, me dijo que capaz podían servir para la comisión restauradora”, explica Nora, y efectivamente recibieron la donación, porque con el correr de los años se perdieron muchos registros de cómo era la paquetería de aquel entonces.

Pablo asegura que tiene recuerdos de cuando era chico y estuvo en el salón. “Cuando cerró y nos faltó, como suele pasar muchas veces, recién ahí nos dimos cuenta de lo que habíamos perdido, la ausencia de una confitería tan gigante, con una capacidad de manufactura enorme, que hacían de todo, incluso con la fábrica de hielo en los subsuelos”, describe. En una rápida comparación con aquellos flashes y el presente, encuentra similitudes y aplaude el trabajo de recuperación que se realizó. “Los propios trabajadores coinciden con que es una restauración muy fiel a las condiciones originales”, agrega. Mientras siguen en la búsqueda de recuerdos, están casi seguros de que un tío hizo su recepción de casamiento en el lugar, allá por 1935, y cuando encuentren las fotos, también las van a acercar para que formen parte del futuro museo del Molino.

El regalo de un abuelo

Miriam Roxana Margarit siempre supo que su abuelo había trabajado en la confitería, y que su especialidad eran los sánguches de miga. Murió cuando ella tenía 4 años, y el recuerdo iba quedando cada vez más atrás para los miembros de la familia. “Escuché muchas veces la historia familiar, y para mí era muy importante conocer sobre aquellos tiempos, de los que me hablaron con tanto cariño, así que siempre le preguntaba a mi tío, de 92 años, que padecía un poco de olvidos y algo de Alzheimer: ‘¿Tenés algún recuerdo de la Confitería El Molino? Porque el abuelo trabajó ahí’, y el me decía que no recordaba”, se lamenta.

Con una ternura y una amabilidad que son inherentes a su personalidad, continúa el relato. “Mi tío falleció hace muy poquito, el 23 de septiembre, y nos dejó a mis sobrinos, mis hijos y a mí, un regalo: una caja cerrada con moño, envuelta en papel verde, todo muy preparado, con una tarjeta que decía ‘Recuerdos familiares’”, comenta. Adentro había un papel de tono amarillento, tipeado con máquina de escribir y firmado por Cayetano Brenna, que decía: “Certificamos que el Sr. José María Margarit, ha trabajado en nuestra casa desde el día 13 de diciembre de 1945, hasta el día 31 de julio de 1950, en calidad, nuestra sección Interno Bar, desempeñándose a nuestra entera satisfacción. Para que conste le extendemos el presente a 8 días del mes de agosto de 1950″.

Miriam Roxana Margarit con los objetos que donó: el certificado laboral de su abuelo y las fotos de un agasajo de empleados
Miriam Roxana Margarit con los objetos que donó: el certificado laboral de su abuelo y las fotos de un agasajo de empleados

La sorpresa fue total. No podía creer que en sus últimos días de vida, su tío hubiera rescatado aquel tesoro, justo en vísperas de una nueva convocatoria de la comisión del edificio para recibir donaciones. Casi como si hubiera recuerdos que ni el peor mal pudiera borrar. “El 16 de agosto vine a hacer una visita guiada por primera vez, gracias a otra de mis hijas que había escrito a la confitería, y le conté a la guía que mi abuelo había trabajado acá, pero no tenía como comprobarlo, y ahora con esta constancia tengo el registro que lo prueba, con el membrete que se usaba en ese entonces, y además adentro había varias fotos, donde se ve a mi abuelo con el delantal, el mismo que usaban sus compañeros”, expresa conmovida.

En algunas postales incluso se lo ve en pleno brindis con otros empleados, en lo que suponen sería una celebración de fin de año o un agasajo del personal. “Tal como me contaron muchos de los extrabajadores con los que charlé hoy, había un gran sentido de la unidad, y esto es una especie de homenaje también a nuestra familia, a la cultura del trabajo de mi abuelo, que vino a los ocho años de España y aquí aprendió todo sobre panadería; siempre en la familia se decía que hacía ricas facturas y medialunas porque había aprendido en El Molino”, cuenta.

En el salón de planta baja, dispusieron mesas y sirvieron café y masitas para todos los invitados (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)
En el salón de planta baja, dispusieron mesas y sirvieron café y masitas para todos los invitados (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)

“Fue una alegría enorme reencontrarnos con ese pasado que veníamos buscando y buscando, en medio del duelo, y el mensaje que nos transmitió, que la historia continúa. Estoy súper agradecida a las autoridades de la confitería porque es como revivir un Titanic, es revivir todo y traerlo al presente. De acá en más seguiremos construyendo el futuro”, asegura. Con una sonrisa, muestra que trae puesto un relicario que le regaló su hija para el Día de la Madre: adentro tiene las dos fotos que se tomaron en la cúpula durante la primera visita.

Una invitación de hace un siglo

Santiago Pastorino tiene en sus manos una verdadera reliquia de su familia. Luego del logo de la confitería, la invitación de boda dice: “Enlace de José Pastorino y Juana Lelia Spiritoso, Buenos Aires, Octubre 10 de 1923″, con dos anillos entrelazados en la portada. Sus abuelos paternos celebraron su fiesta de casamiento en uno de los salones hace nada más y nada menos que 100 años. “Siempre hay alguien en la familia siempre que guarda fotos, todos los recuerdos, y en este caso fue mi tía la que conservó esto, y como soy trabajador del Congreso de la Nación hace dos décadas, me enteré de que estaban queriendo armar el Museo del Molino y no dudé en traerles esto”, indica.

Santiago Pastorino donó la invitación de la boda de sus abuelos paternos, que data del 10 de octubre de 1923
Santiago Pastorino donó la invitación de la boda de sus abuelos paternos, que data del 10 de octubre de 1923
Un primer plano a la histórica invitación de casamiento, un recuerdo único de su familia
Un primer plano a la histórica invitación de casamiento, un recuerdo único de su familia

Hace poco encontró también una foto de aquella reunión, donde su abuela está vestida de novia y su abuelo de traje. “Le pregunté a uno de los trabajadores si reconocían el lugar de la foto, para saber si era en el salón en el principal, y me dijo que posiblemente sí, porque antes de la inundación ese sector tenía otro piso, pero se levantó todo el roble, y se cambió; tal vez hallamos otra pieza más para el museo”, dice entusiasmado. Cuando era chico solía visitar a su abuela, que enviudó muy joven por una tragedia, y como vivía en Avenida Rivadavia al 2300, el paso por la confitería era una tradición.

Venía todas las tardes a comer los marrón glacé -castañas glaseadas- de la Confitería El Molino, y yo llegué a venir con ella antes de que cerrara”, rememora. Pasar por esa esquina forma parte de su día a día desde hace 20 años, así que fue testigo de todo el proceso de reconstrucción. “Lo miraba desde que estaba desolado y daba pena, dolía el corazón verlo así, todo negro, hasta ahora, que está hermoso; es una alegría enorme que esté tan lindo, y creo que cuando abra de manera definitiva va a tener muchísima convocatoria, porque incluso quieren usar el salón principal para eventos, así que volverá a ser sede de recuerdos únicos para otras parejas, familias y amigos”, sentencia.

Los extrabajadores, por primera vez, se reunieron todos juntos a disfrutar de una merienda, en vez de estar detrás de los mostradores y los hornos (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)
Los extrabajadores, por primera vez, se reunieron todos juntos a disfrutar de una merienda, en vez de estar detrás de los mostradores y los hornos (Foto: Gentileza Comisión Administradora del Molino)

Con humor confiesa que en otra vida pudo haber sido restaurador de vitrales, porque nada le gusta más que observar esas obras de arte sobre las paredes y las cúpulas. “Es una maravilla que hayan hecho semejante trabajo de reconstrucción, y más aún por la inundación que hubo, que todo este edificio no se vino abajo de casualidad, y cuando vinieron a restaurar se encontraron con un escenario catastrófico; realmente parece un milagro verlo recuperar su brillo”, sostiene. El común denominador de todos los testimonios es la gratitud a la confitería, que tiene un poder hipnótico para todo aquel que la ve. Los propios transeúntes, al ver la fachada reconstruida tratan de imaginar cómo eran los tiempos en que ese titán de la industria gastronómica estaba despierto. No hay dudas de que el Molino devuelve el cariño que le tienen, y siempre retribuye con mucho más de lo esperado.

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