“Acompañame Nito, tenemos una última misión de combate”, le dijo el cabo Armando Guillermo González al soldado Horacio Cipriano Romero. Estaban por ser requisados por los británicos y González se había propuesto traer al continente la bandera que pertenecía a la compañía A del Regimiento de Infantería 6 durante la guerra de Malvinas.
Acordaron no entregarla por nada del mundo, al punto que se apartaron y se pusieron a rezar, porque estaban dispuestos a defenderla y “a morir con dignidad”, como remarcaron en una charla con Infobae.
Los héroes de la bandera
González vivía en Bernal, era cabo del último año; Romero, de la localidad de Moreno le habían dado de baja del servicio militar el 5 de marzo de 1982 y el 7 de abril, al día siguiente de cumplir los 20 años, recibió la carta de reincorporación. El 8 se presentó al cuartel de una unidad que tiene una historia que se remonta a los inicios de la Patria.
El actual Regimiento de Infantería Mecanizado 6 “General Viamonte” nació el 3 de noviembre de 1810, y su primer jefe fue el sargento mayor Juan José Viamonte. Tuvo su bautismo de fuego en Huaqui; luego participó del Éxodo Jujeño y en los combates de Las Piedras, Tucumán y Salta. En el brazo de su uniforme luce el escudo con la leyenda “A los vencedores de Salta”.
Luego de participar en Vilcapugio y Ayohuma, por 1813 estuvo en la Banda Oriental y bajo las órdenes de Estanislao Soler combatió en Mercedes, El Cerrito y en el Sitio de Montevideo.
La historia del Regimiento 6
También se lo vio en la tercera expedición al Alto Perú, en el Puesto del Marqués y en el combate de Sipe Sipe, que significó la pérdida del Alto Perú. En los tiempos de las luchas internas, fue disuelto.
Recreado en 1861 por el general Bartolomé Mitre como el Batallón N°6 de Infantería de Línea, participó en campañas del interior y litoral y en Pavón.
Este mismo regimiento luchó en la guerra de la Triple Alianza, al mando del teniente coronel Luis María Campos, que por su baja estatura lo llamaban “el general petit”, pero que tenía una autoridad y un carácter de los mil demonios. Se batió en Yatay, en el sitio de Uruguayana, Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón, Curupaytí y en la toma de Humaitá. Obtuvo la medalla a la bravura militar por su desempeño en Peribebuy.
Fue integrante de la campaña al desierto y es recordado por los toques de su banda militar al mando del capitán Tocagni que, con la retreta del desierto, permitieron unir a las tropas dispersas. Fue movilizado en 1896 al campamento de Cura Malal en las maniobras militares con la primera conscripción de ciudadanos.
En 1915 se estableció en los cuarteles de Mercedes; desde allí partió a Malvinas. Sus hombres combatieron en Cerro Dos Hermanas, Tumbledown y Puerto Argentino y se enorgullecen al remarcar que fue una de las últimas unidades de Ejército en ejecutar una acción ofensiva en las islas.
En junio de 1992 se trasladó a Toay, en la provincia de La Pampa, donde comparte un extenso predio con el regimiento de infantería mecanizado 12 general Arenales. Ambas integran la Guarnición de Ejército Toay. Su actual jefe es el teniente coronel Sebastián Marinkovich.
El 6, “los arribeños” como gustan llamarse, tuvo en Malvinas 11 caídos en combate.
Para los soldados, el cabo González era uno de los suyos. Era el jefe del grupo apoyo de la tercera sección de la compañía A del 6 y Romero terminó como tirador de Mag, porque el compañero que había sido designado en esa función, no estaba familiarizado con su manejo.
La bandera de Malvinas
Cuando regía el alto el fuego, una noche González caminaba entre fogones encendidos por los soldados para combatir el frío de las islas y de pronto encontró una bandera argentina, que la habían hecho un bollo.
La reconoció enseguida. Era la que flameaba en el puesto comando del jefe de la compañía y a pesar de que no disponían de un mástil, se las habían arreglado para que permaneciese izada. González se la puso en un bolsillo de su campera.
Tras la rendición, el primer control británico fue en el aeropuerto. Ahí fue cuando lo llamó a Romero, le mostró lo que tenía y le pidió ayuda para ocultarla. González se levantó la ropa y se la enrolló en el pecho. La cubrió con la camiseta, arriba la tricota, luego la chaquetilla y arriba la campera de duvet.
Se pusieron en la fila del control. Cuando le tocó a González, notó que un británico les tomaba fotografías y lo miró de tal manera que el inglés tomó distancia. Al registrarlo percibieron algo duro en uno de sus bolsillos y los ingleses retrocedieron. González se abrió la campera y sacó su cepillo de dientes y su pasta dental. Los ingleses sonrieron y él se levantó la ropa mostrando la panza. Le ordenaron seguir.
Romero recordó que los ingleses les quitaban todo, menos sus efectos personales. Él se había guardado una munición de Mag y una esquirla, que debió dejarlas. Le permitieron quedarse con las cartas que le había enviado su familia. Recuerda que lo revisaron bien, porque le hicieron desprenderse la chaquetilla y bajarse los pantalones hasta las rodillas.
Como sabía que detrás venía González, y notaba que los británicos estaban urgidos en terminar con la tarea, se las rebuscó para demorar su requisa para impacientarlos. Vació sus bolsillos, abría las cartas, se las mostraba a los ingleses.
Era el último control antes de abordar la lancha que los llevaría al Bahía Paraíso.
González recordó a un venezolano que combatía para los británicos, que oficiaba de intérprete. Al ver las jinetas de cabo, el hombre quiso congraciarse y le dijo que era un militar como él, a lo que González respondió que no, que él era soldado, no un mercenario.
Su respuesta provocó un revuelo con el venezolano que cortó un sargento inglés quien lo apuró a embarcarse junto a otro grupo de argentinos, que fueron revisados muy por arriba.
González, Romero y muchos otros subieron al Bahía Paraíso por las redes trepadoras. Pero el cabo ignoraba qué buque era. Temía que fuera una nave británica. De pronto vio que un hombre de tez oscura, achinado y de pelo crespo caminaba hacia él. El pensaba en la bandera, que si pretendían revisarlo, estaba dispuesto a arrojarse al agua. “Si tengo que morir, que sea acá”, pensó.
Lo que el hombre le dijo lo tranquilizó. “Chango, vení para acá…”. Era un argentino que lo invitaba a comer. González miró hacia el mástil y vio la bandera de la Cruz Roja. Le vino el alma al cuerpo.
Le acercaron un jarro con caldo y una pastilla para el mareo y luego devoró un bife con ensalada. A Romero también le dieron sopa y después de bañarse comió sardinas con pan. A los soldados los mandaron al comedor y al personal de cuadro al casino de suboficiales.
González rechazó la ropa limpia y volvió a ponerse su uniforme de combate. Cuando se reencontró con muchos de sus compañeros, mostró la bandera. Entre el griterío general, sobresalió el vozarrón del sargento Luis Rodolfo Coronel: “¡Bien cabo, viva la Patria, carajo!”
Se quedó con la bandera. A los días de regresar a la casa familiar en Bernal, fue a misa a la capilla del barrio junto a su mamá. Luego del sermón, la mujer se acercó al cura con la bandera y le dijo que la había traído su hijo de Malvinas. El sacerdote lo invitó a hablar. El solo atinó a pedir perdón por no haber podido retener las islas. Todos lloraban.
Se casó y se fue a vivir a Florencio Varela, en el barrio donde termina la ruta 4. En junio de 2009 concurrió a una reunión en el cuartel. Le comentó al entonces teniente coronel Marcelo Polichino que tenía algo que le pertenecía a la Compañía A. Cuando supieron que se trataba de la bandera, no lo podían creer.
El Ejército se ocupó de corroborar de que la historia fuera cierta y se organizó la ceremonia para restituirla al regimiento.
Antes González cumplió varias promesas. Primero la llevó a la peregrinación a Luján; él salió caminando desde Florencio Varela y en Liniers se sumó Gustavo El Tano Verteramo, un cocinero comando en Malvinas. Luego fue a Catamarca a rezarle a la Virgen del Valle. A ella se había encomendado en las horas más difíciles de combate. En un cofre dejó su gorra del uniforme blanco y el tocado del vestido de novia de su esposa Serafina. En Santiago del Estero le rezó a la Virgen del Loreto, visitó Paso de la Patria en Corrientes y de ahí fue a caballo al santuario de la Virgen de Itatí.
Finalmente en junio de 2010 se realizó la ceremonia en el regimiento, ya instalado en Toay, previa misa en la Catedral de Mercedes. La recibieron el teniente primero Galarza y Marcelo Polichino.
La posguerra no fue amable con él. Fue rechazado cuando quiso hacer el curso comando, y por sus continuos dolores de cabeza fue largamente tratado y dado de baja en 1987. El se enojó con el Ejército, quería seguir trabajando. “Ya cumplió con la patria. Dedíquese a cuidar su salud”, le recomendó el médico.
Terminó el secundario y se recibió de perito mercantil. Hizo una tecnicatura en masaje y un curso de hematología en el Hospital Militar Central, donde trabaja. También hace años es auxiliar en una escuela técnica en Florencio Varela.
Cuando regresó de la guerra, Romero estuvo un año sin salir de su casa. Se pasaba el tiempo dibujando. Trabajó con su papá que hacían letreros a mano. Cuando el oficio se empezó a emplear tecnología, quedaron en el camino. Estuvo meses buscando trabajo y descubrió que mencionar que era veterano de guerra resultaba contraproducente. Se empleó en seguridad en countries, fue dos años remisero y desde 2022 portero, hasta que se jubiló ese mismo año. Está casado con Marta, tiene dos hijos y tres nietos.
González, dos hijos y cinco nietos, regresó a Malvinas en el 2017. Romero, que había comprado el pasaje, se había hecho el pasaporte, una semana antes sintió miedo y no quiso ir. Dijo que le inquietaba conocer con lo que se encontraría. Aclaró que una parte suya quiere ir porque desearía visitar las tumbas donde descansan sus compañeros. Con el dinero que tenía destinado, hizo un viaje con su esposa.
En el museo que el Regimiento 6 tiene en Toay, donde está reflejada su historia, hay una sala dedicada a Malvinas. En un cofre vidriado se conserva la bandera, que para Romero “es un orgullo” que nadie le puede sacar.