Ellos llegan cuando la víctima ya no está en ese lugar que fue escenario de un crimen, suicidio o muerte natural. No ven el cuerpo, pero lo pueden imaginar detrás del rastro de sangre, del olor nauseabundo o de cómo se tiñó un colchón o un piso de rojo.
Apenas los llaman y tras la orden judicial que los habilita se calzan el traje blanco y todas las protecciones necesarias para actuar en una zona de desastre que puede estar en un chalet de una zona residencial del conurbano bonaerense o en un departamento en pleno centro porteño.
El objetivo que se les plantea siempre es borrar las huellas de una muerte traumática. Puede ser un caso en el que brote la sangre por toda una habitación o un cuerpo abandonado y olvidado durante varias semanas. Cada caso tiene su complejidad y requiere de elementos especiales.
De la idea al hecho
Hace unos 13 años Roberto Molina ya tenía su empresa de fumigación. Es un trabajo que en Buenos Aires hacen decenas de organizaciones. “Al principio le tenía asco a las cucarachas, pero después me di cuenta que era lo que me daba de comer”, resume Molina en diálogo con Infobae.
El año 2010 fue bisagra para el negocio de Roberto. El ingeniero químico que trabaja con él, José Garramuño, fue a un congreso en Londres del rubro de la fumigación. Allí vio que en Europa ya existía el negocio de la limpieza post mortem. Volvió al país y le propuso el negocio a Molina. Armaron un sitio web y difundieron un teléfono de contacto. Ahora, solo restaba esperar a los clientes.
Vieron la oportunidad, tenían ya la experiencia, y algo único para cualquier mercado: eran los únicos que lo estaban ofreciendo. “Teníamos todo el trabajo de la fumigación en cuanto a productos de limpieza industriales y herramientas –explica Garramuño-. Por eso nos resultó fácil entrar en ese mundo de las limpiezas post mortem. Sólo había que animarse. Y no fue fácil”.
Limpiar la muerte
Llegó el primer cliente. Un asesinato. Molina y Garramuño obtuvieron la autorización judicial y se lanzaron a su primer trabajo en el campo, en una escena del crimen. Los dos suman sus partes al relato de esa primera experiencia algo traumática.
Molina cuenta que la noche anterior no durmió. Que pensaba todo el tiempo qué era lo que se iba a encontrar del otro lado de la puerta. Daba vueltas en la cama e imaginaba escenas clásicas de película de terror o policiales. Cintas que rodean la casa, lluvia y un policía viejo que lo espera con una taza de café en la mano. Todos los lugares comunes de Hollywood.
Para Garramuño, en tanto, hay dos sensaciones que nunca más olvidará. “La pesadez que sentí al entrar al lugar. Como algo invisible que me impactó. En ese lugar habían matado a una persona – relata el ingeniero químico, casi como si volviera a vivir ese momento-. Y lo otro que me golpeó fuerte y aún me persigue es el olor a muerto que queda impregnado en todo el cuerpo”.
De esa mañana, Jorge recuerda que en la puerta del PH lo esperaba la familia de la víctima que no se animaba a entrar. Molina y Garramuño se calzaron el equipo especial y una protección en la cara para que el olor no los derribe. “Después con el tiempo compré unas máscaras especiales que bloquean todo el paso de esos gases”, explica Molina.
Dentro de la casa la escena era parecida a la que Molina imaginó la noche anterior de insomnio. El piso con manchas de sangre, un plasma rajado a la mitad y decenas de cd de películas desparramados por el piso. Pero de todo eso, Garramuño reitera el olor a cadáver que le invadió por todos los poros del cuerpo. “Todavía hoy quedó en mi memoria. Cuando voy con mi esposa por alguna ruta y en la banquina nos cruzamos con algún animal muerto, enseguida me vuelve ese recuerdo de esa primera limpieza”, cuenta el ingeniero químico.
Antes de arrancar con la limpieza misma, Garramuño tira un aerosol desinfectante. El objetivo es borrar todas las bacterias que pueden estar flotando en el aire. Después arranca el trabajo de limpieza. “Tratamos de usar la menor cantidad de agua posible. Si hay sangre coagulada, la levantamos con espátulas y aserrín - explica Molina, que lleva más de 50 trabajos desde el arranque en el 2010-. Ya nos pasó que tiramos agua y la sangre se esparció por toda la casa”.
Los dos encargados del negocio de limpieza post mortem normalizan el trabajo que les toca hacer. “Si nos ponemos a pensar mucho, no podríamos ni entrar a las casas”, resalta Molina. Mientras sacan los coágulos rojos y otros líquidos cadavéricos, los operarios vestidos con esos trajes especiales como los de las películas, hacen chistes sobre la inflación o de la derrota de Boca en el Maracaná ante Fluminense. “Es una forma de sacarle tensión al trabajo. De no pensar en lo que estamos haciendo”, explica Garramuño.
Una pileta de sangre
El ingeniero químico recuerda otra historia. Esta vez parecía más una película de terror más que un policial. Un suicidio de un adulto mayor que vivía en una pequeña pieza en la terraza de una casa. Los familiares no se atrevían a entrar. Todo se destapó por el olor que denunciaron los vecinos. La policía certificó la muerte y emitió el certificado para que Molina y Garramuño puedan entrar a limpiar la escena.
Abrieron la puerta de madera gastada. Las bisagras hicieron el ruido clásico que, quizás, a los dos hombres les confirmó que sí estaban en un film de terror clase B. No podían creer lo que se encontraron ante sus ojos. Una pileta de lona pequeña en el centro de habitación cargada con agua teñida de sangre. Garramuño y Molina se miraron en silencio entre los anteojos de protección y las máscaras. Enseguida se pusieron a trabajar. Sacaron toda el agua de la Pelopincho y en el fondo apareció un cuchillo como de carnicero. “Debe ser con el que la víctima se cortó las venas -explica Garramuño-. Enseguida llamamos a la policía para evitar problemas”.
Cuando llegan a una escena post mortem, los dos hombres sienten alivio cuando el piso es de mosaico o baldosas. En esos materiales es mucho más fácil quitar la sangre impregnada. En la madera es mucho más complicado. Garramuño recuerda otra limpieza en un parquet. “Estaba todo limpio pero sentíamos ese olor persistente que no se iba. Entonces, tiré vinagre en el piso y empezaron a salir cientos de gusanos. Ya no podíamos hacer nada, los dueños tuvieron que levantar las maderas y cambiarlas”, recuerda el ingeniero químico.
Otro aspecto del trabajo es la relación con los familiares de las víctimas. En ese caso, Molina admite que es lo más complejo. “Muchas veces se trata de adultos mayores que murieron abandonados. Sus hijos hacía muchos años que dejaron de verlos y ni saben cómo vivían sus familiares. Eso me da mucha bronca porque siento que podrían haber hecho algo más por esa persona que falleció en soledad”.
Con el avance del negocio, surgieron los problemas para la operatoria. “Muchas veces la Justicia retrasa la entrega de los certificados para que podamos entrar a limpiar”, cuenta Molina. Se dio un caso que los vecinos de un departamento se quejaban por el olor. Entonces, recibieron una orden especial y fueron al lugar a limpiar junto a una consigna policial.
Molina asegura que ya no tiene insomnio la noche anterior a la que ya sabe que le toca una limpieza post mortem. Se acostumbró a su trabajo y trata de no pensar que lo que levanta del piso es sangre coagulada o líquidos cadavéricos. Dice que las nuevas máscaras lo ayudan a evitar el olor. Ese que se le metía hasta en los poros y le quedaba impreso en los trajes de seguridad. “Es una limpieza más”, asegura con una sonrisa como buscando convencerse de lo que dice. “Todos nos vamos a morir”, repite Roberto y mira su celular para chequear si recibió algún pedido para arrancar con un nuevo operativo. Así se pondrá a pensar en las huellas que el fallecido dejó en la escena.