Guillermo Alonso Sarquiz se retiró en 2019 como comodoro, y de sus 35 años en la Fuerza Aérea, veinte estuvo en el Grupo de Operaciones Especiales, una unidad de comandos capacitados para realizar incursiones furtivas en territorio enemigo, brindar apoyo operativo a las operaciones aéreas y prestar asistencia en tareas de búsqueda y salvamento, entre otras tareas. Esta unidad fue creada durante el conflicto por el Canal de Beagle y participó en la guerra de Malvinas.
Fue el jefe de la unidad que se ocupó de organizar, a partir de 2008, expediciones para tratar de encontrar una respuesta a lo que ocurrió con el TC-48, el avión de los cadetes que desapareció en la impenetrable selva costarricense el 3 de noviembre de 1965.
Cuanto más se comprometía en el caso del avión desaparecido en 1965, para Sarquiz era más clara la oscuridad en torno al caso: no existía una historia construida y era escasa la documentación al respecto. Era como si esta tragedia hubiera quedado congelada en el tiempo. Investigó y sus resultados los volcó en el Douglas DC 4 TC 48 El viaje final de los cadetes, libro que editó en julio de este año.
Todo comenzó la fría noche del domingo 31 de octubre de 1965 cuando los aviones T 43 y TC 48, construidos en 1939, volaron al aeropuerto mendocino de El Plumerillo. En la provincia se encontraba el presidente Arturo Illia y, como se acostumbraba, los despidió en la pista. Luego, ambos aviones regresaron a Córdoba.
Desde que el TC 48 despegó de El Palomar, notaron que sus motores hacían ruidos extraños, especialmente el 3 y el 4, y la misma anomalía la percibieron cuando aterrizó en Córdoba. Aun así, a la medianoche del 31, partieron hacia Chile. El T 43, gracias a la presurización con la que contaba, pudo cruzar la cordillera de los Andes sin inconvenientes. Pero el TC 48, que carecía de ella, debía volar por debajo de los 3500 metros y pasar a Chile por Malargüe, donde el cordón montañoso es más bajo. A los cadetes no los dejaron dormir mientras se realizó el cruce y eran observados por los médicos, por las consecuencias por una posible falta de oxígeno. Enseguida surgieron las guitarras y comenzaron a cantar. Estaban felices.
En la escala técnica en Antofagasta, se demoraron dos horas más de lo previsto porque los mecánicos debieron ocuparse de reparar los dos motores, ubicados en el ala derecha de la nave, y también revisaron fallas en el otro aparato.
Sarquiz aclaró a Infobae que estos aviones llegaron en mayo de 1964 y venían con una falla de de origen, relacionada a la cañería que llevaba el combustible a los motores. La fábrica recomendó reemplazar las piezas, algunas de ellas de plástico, proclives a quebrarse y provocar un incendio. Las modificaciones se hicieron en casi todas las máquinas. El TC-48 había sido aprovechado al máximo, con vuelos a la Antártida y a República Dominicana, entre otros. En febrero de 1966 le tocaba ingresar a los talleres.
En Lima, subieron dos cadetes peruanos, uno en cada avión. El 2 de noviembre volaron a Panamá, con una escala técnica en Guayaquil. La siguiente etapa, a realizarse el miércoles 3, debía cubrir la base aérea de Howard, en Panamá y el aeropuerto de San Salvador, en El Salvador. Nunca llegaron a ese país de Centroamérica.
El tiempo era malo. Era la temporada de lluvia. En ese trayecto, pasadas las seis y media de la mañana, el TC 48 emitió una alerta: el motor 3 se estaba incendiando y el 4 se había parado. Le notificaron al T 43, que iba unos kilómetros delante; su comandante se dio por enterado y continuó hacia su destino. No hay una explicación de por qué no regresó para acompañar a la máquina en problemas.
El pedido del TC 48 de un aterrizaje de emergencia fue captado por el piloto Alvaro Protti que volaba en un avión de LACSA (Líneas Aéreas de Costa Rica) a Miami. Protti les aconsejó que aterrizaran en Puerto Limón, una ciudad costera en Costa Rica, que disponía de una pista. Luego, no hubo más contacto.
Mientras tanto, el primer avión aterrizó en Tegucigalpa. A los cadetes les ocultaron lo que estaba ocurriendo.
El 3 por la noche, avisaron a Córdoba que se había perdido contacto con el TC 48 y que presumiblemente había caído al mar. Estaban avisando a las familias una a una, sin darles más explicaciones. La primera reacción de muchos fue la de ir a la I Brigada Aérea. Nadie los atendió.
Había tormenta en el Caribe, y recién fue posible desplegar el operativo de búsqueda el 4, que finalizó el 7. Esa sería la primera investigación llevada adelante por la Fuerza Aérea. En total duró unas tres semanas, en las que no se hallaron ni restos humanos ni vestigios estructurales del avión.
Las autoridades argentinas les informaron a los familiares que daban por desaparecido al avión en el mar y que sus ocupantes habrían sido devorados por los tiburones. “Fue muy cruel”, se lamentan aún los familiares. Habían desaparecido 68 personas: 54 cadetes, 5 oficiales y los 9 miembros de la tripulación.
No quedaron conformes con esa explicación y notaron que había detalles que hacían que la versión oficial no cerrase.
Les dijeron que se habían recuperado del mar botes salvavidas verdes, chalecos salvavidas y algunas gorras. Cuando los familiares tuvieron acceso a estas pruebas, comprobaron que los salvavidas correspondían a Prefectura, no coincidían los colores y mucho de lo rescatado tenía un fuerte olor a naftalina.
El 10 de noviembre, se recibió la carta despachada por el comandante Mario Nello Zurro desde Lima. “Una falla en el motor de nuestro avión nos demora dos horas. El otro avión también tiene sus fallas”, se lee al pie de la segunda hoja.
Era tal el estado del otro avión, el T 43, que en Panamá fue totalmente desarmado y vuelto a armar, antes de permitirle iniciar el regreso. Otra hubiera sido la historia si se hubiese aceptado el ofrecimiento de Aerolíneas Argentinas, que había puesto a disposición dos de sus máquinas para hacer el viaje.
Muchos de los familiares se negaron a recibir el pésame de las autoridades de la Fuerza Aérea Argentina, que siempre insistieron en la versión de que el avión había caído al mar. Resultaba extraño que no hubiesen hallado manchas de aceite, vestigios de la máquina o aún restos humanos. Sentían que no les decían la verdad.
Entre 1966 y 1968 los familiares decidieron viajar a Costa Rica y encarar su propia búsqueda. El gobierno argentino se mostró hostil en todo momento e incluso se presionó a las autoridades del país centroamericano para que se les retuviese los pasaportes.
Antes de emprender el fatídico viaje, el cadete Oscar Vuitoz, que viajaba en el TC 48, le dio a un compañero del otro avión una bolsita con su cédula de identidad, un par de gemelos y cien dólares. Le pidió que se la guardara porque ellos llevaban la ropa y el equipaje colgado y tenía miedo de que la perdiese. Cuando ocurrió la tragedia, este cadete le entregó la bolsa a su superior. Las autoridades argentinas anunciaron que habían encontrado en el mar la cédula de uno de los cadetes y que no la querían entregar porque decían que estaba mordida por los tiburones. Pero estaba intacta y se comprobó que nunca había estado en contacto con el agua salada. Los familiares se sintieron cruelmente engañados.
Se organizaron rifas, kermeses, juntaban dinero entre ellos para financiar el viaje. Fue así que el capitán Juan Tomilchenko, padre del cadete Juan Bernardino y el suboficial Rubén Bravino, padre de Orlando Pedro viajaron al Caribe. Los lugareños dijeron que habían visto pasar a un avión a baja altura y que se dirigía al interior.
Cuando Rafael, un niño indígena fue internado de urgencia en el hospital local, aseguró haber visto mucha gente igual, con pelo corto. En su idioma, dio a entender que conocía la ubicación del avión, que de un rancho de hojas de banano estaba a una o dos jornadas de caminata. Dos días después falleció a causa de una peritonitis.
Hubo indígenas que le relataron a la maestra Talía Rojas que el avión estaba en una zona que ellos mismos no querían que nadie llegase. Videntes y adivinos, lugareños y aprovechadores recurrían a cualquier engaño para quitarle dinero a los familiares.
Hubo una segunda investigación a partir de lo que había declarado Alvaro Proti, un piloto que en pleno vuelo, había tomado contacto con el TC-48, que le dijeron que uno de los motores se estaba incendiando y otro se había parado. Las autoridades cerraron la investigación determinando que la máquina había caído al mar frente a Costa Rica. Los familiares volvieron a mostrarse escépticos.
Sarquiz remarcó que en 1968 Onganía relevó a la cúpula de las tres fuerzas y el nuevo comandante de la Fuerza Aérea, Jorge Martínez Zuviría no estuvo de acuerdo con lo que se había hecho hasta el momento y decidió reabrir, en el máximo de los secretos, la investigación. Entre 1968 y 1971 tres oficiales se ocuparon del caso. En 1970 viajaron a Panamá.
Uno de los documentos que Sarquiz rescató fue un informe elaborado entonces, que determinaba que el avión habría desaparecido en territorio panameño y que los elementos que se habían encontrado en el mar bien podrían haber sido arrastrados por la corriente de los ríos que nacían en la selva y que desembocaban en el océano. En el mismo sentido, los investigadores alertaban sobre una cuestión sensible: ellos evaluaban que habría existido una posibilidad de sobrevida de los que viajaban en el avión.
El tiempo pasó. Las escasa pruebas y documentación se perdieron el 5 de diciembre de 1980 cuando se derrumbó un ala del Edificio Cóndor, donde justamente funcionaba el Departamento de Prevención de Accidentes. No se sabe por qué pero el expediente no se reconstruyó.
El tiempo siguió pasando. Los padres de los cadetes fallecieron y tomaron la posta hijos y hermanos. Cecilia Viberti, hija de Esteban Viberti, segundo piloto del TC-48 hizo en el 2001 el primer viaje. Haría tres y en dos recorrería la selva. Fue un esfuerzo muy grande. Cada búsqueda suponía un desembolso de, por lo menos, mil dólares. Además, había que plastificar mapas, armar botiquines con sueros, hasta secar carne para llevar como alimento.
Eran tres días de caminata por lugares en donde no se ve el cielo. En este tipo de expediciones, disponían de sólo dos días para efectuar la búsqueda en una selva muy tupida.
Aprovechaban los lechos de los riachos y aún así demoraban ocho horas en recorrer un kilómetro en un ambiente en el que guía, antes de ingresar, le pide permiso a la montaña, y en donde está prohibido matar a cualquier animal. Los períodos de búsqueda en la selva se resumían en la época de Semana Santa, en la que no llueve y un par de semanas en octubre.
Los familiares enviaron cartas a todos los gobiernos para que se retomase una investigación seria. Comenzaron con Illia, continuaron con Onganía, Lanusse, Alfonsín, Menem y Kirchner hasta el inicio del Operativo Esperanza, desarrollados en 2008, 2009, 2010, 2012 y 2013, en los que la Fuerza Aérea envió, en cada expedición dos integrantes de sus fuerzas especiales con el propósito de localizar el avión. En una de las misiones, hallaron vestigios de una civilización precolombina.
Sarquiz entrevistó a pilotos, algunos de ellos de esa época y luego de pacientes pedidos de acceso a la información pública, accedió a documentos que hasta el momento no habían salido a la luz, como un memorándum del brigadier Carlos Alberto Rey -quien en 1970 relevó a Zuviría- en el que solicita al ministro de Defensa autorización para enviar a Panamá una misión, al considerar la posibilidad de que hubiera sobrevivientes.
El comodoro retirado corroboró el contenido de manuscritos sin firma de uno de los investigadores que aportan detalles inéditos a la causa.
También halló documentos del ministerio de Relaciones Exteriores argentino con instrucciones a la embajada en Costa Rica para que ese gobierno no prestase apoyo a los familiares que encaraban su propia búsqueda.
Sarquiz se lamentó estar frente a una tarea inconclusa, no solo para determinar con certeza por qué cayó el avión, sino para desentrañar el espeso velo de aquel último vuelo del TC 48, que aún encierra demasiados misterios.