El 26 de octubre de 1983, en una Avenida 9 de Julio inundada de gente, ante más de un millón de personas, Alfonsín abrió su discurso con una frase contundente, esperanzadora y real: “Se acaba la dictadura”. La multitud bramó. Luego siguió con algunas frases bien intencionadas y esperanzadoras. Si a lo largo de toda la campaña en cada uno de estos actos se habló de Alfonsinazo, en este los encargados de la moderna campaña radical subieron la apuesta: Argentinazo.
Dos días después, el peronismo llevó todavía más gente la 9 de julio para cerrar la campaña. Lúder no tenía ni el carisma ni la oratoria magnética de su rival. Tampoco una tropa ordenada. El acto finalizó con Herminio Iglesias prendiendo fuego el cajón.
Después, el silencio.
La veda electoral se cumplió de manera estricta. El civismo había invadido a los argentinos. Tal vez nunca la sociedad se apegó tanto a las normas como en esas horas. Toda la población comprendía la importancia de las elecciones, de la recuperación democrática. Y nadie quería ser culpable de que algo saliera mal.
La noche del 29 los teatros, cines y restaurantes habían cerrado temprano. Los boliches bailables ni siquiera abrieron. No se expidió alcohol y puede haber sido el día del Siglo XX que más temprano se fueron a dormir los argentinos.
El día que volvió la democracia
El 30 de octubre el país amaneció temprano. E ilusionado. Cada ciudadano iba a cumplir con su rol. Autoridades de mesa, fiscales, votantes.
Los canales de televisión, los diarios y las revistas enviaron a sus periodistas a las diferentes escuelas para captar el momento en que candidatos, influyentes y celebridades emitieran su voto. Por supuesto, quedó registrado cuando Alfonsín y Lúder ponían el sobre en la urna. Pero también vimos a Susana Giménez, Mirtha Legrand, futuros diputados, jugadores de River y de Boca (tiempo después el apoyo de Hugo Gatti a la UCR le trajo problemas con la 12, la barra brava liderada por El Abuelo –de premonitorio nombre: José Barrita). Uno de esos que era esperado por los periodistas votó en el Colegio Rivadavia, a menos de dos cuadras de la estación Castelar. Era el entonces General Reynaldo Bignone, el presidente a cargo, el último de facto. Con traje marrón, corbata marrón, camisa beige y unos amplios anteojos oscuros se paró frente a los periodistas y casi sin escuchar sus preguntas soltó un largo mensaje auto celebratorio: “Tengo la enorme satisfacción de decir, como soldado que he sido toda la vida, que la misión ha sido cumplida”. Hoy, con mirada retrospectiva, la frase estremece. Pero Bignone se refería, con orgullo y su lenguaje entre marcial y alambicado, a haber comandado la transición. Presentaba casi como una graciosa (en ambos sentidos del término) concesión permitir a los argentinos votar.
En las calles había una sensación ambivalente. La alegría, el viento de esperanza y la emoción por volver a votar, por sentir que Argentina volvía a ser normal, convivía con la tensión, con la incertidumbre por los resultados. Las encuestas publicadas en los medios dejaban el panorama abierto. La revista Somos a principios de octubre se había jugado con una tapa contundente que decía “Gana Lúder”. Pero Gente, de la misma Editorial Atlántida, la misma semana había puesto en la portada a un Alfonsín sonriente, haciéndose el nudo de la corbata, y hablaba de Alfonsinazo.
Muchos de los que votaban al candidato radical estaban convencidos de que ganaría Lúder. Todavía tenían frescas las palizas electorales de 1973 y 1974 y los actos multitudinarios en Vélez, Córdoba, el Gran Buenos Aires y el de la 9 de Julio –siempre más concurridos que los radicales, pero siempre posteriores a ellos, siempre yendo un paso atrás que la campaña radical. El aura de invulnerabilidad del peronismo se imponía.
Sin embargo eran muchos los encuestadores que en las semanas anteriores tenían a Alfonsín adelante. Por diversos motivos no dieron a conocer públicamente sus trabajos. Algunos dudaban de su metodología, creían que algo habían hecho mal para que el resultado de sus encuestas fuera ese. Otros preferían no arriesgarse. Federico Aurelio, el encuestador del peronismo, le comunicó a su candidato que sus estudios lo daban como perdedor: no quisieron creerle.
Los ciudadanos iban a votar con felicidad y esperanza. Se volvía a elegir autoridades, regresaba la democracia. Abandonarla había salido demasiado caro, había provocado una tragedia inconcebible. Los diarios colgados en los kioscos celebraban la jornada. “Llegamos”, decía Clarín.
Las escuelas de cada ciudad y de cada pueblo del país se pusieron en movimiento muy temprano. Las autoridades de mesa aceptaron la convocatoria e hicieron los cursos previos para estar preparados para la gran cita del 30 de octubre. Se aprendieron con dedicación el código electoral. El concepto de carga pública se asumió con responsabilidad, casi como si fuera un honor, sin que hubiera lugar para la resignación. No meterse, no participar, delegar en otros, había salido muy mal.
La Gendarmería y otros miembros de las Fuerzas Armadas custodiaban escuelas y urnas.
En algunos sitios hubo zozobra inicial. Las urnas tardaban en llegar y los fiscales en ponerse de acuerdo. Los votantes esperaban en la puerta de las escuelas, mientras los encargados de cada lugar pegaban en la entrada las listas extensas del padrón seccionadas en las mesas ahí situadas.
Cómo se votó en 1983
En ese entonces las mesas estaban divididas por sexo. No eran mixtas. En las filas, muy extensas, nadie se molestaba por la demora. Valía la pena esperar. La gente estaba convencida de cumplir con las normas, de tomarse los comicios con la seriedad (y la alegría) que correspondía. Si los dos días previos la veda se había cumplido de manera estricta, ese domingo el fantasma de que a alguien le impugnaran el voto por cantarlo, restringió las conversaciones en las filas y en las inmediaciones de los colegios. Los que llevaban las boletas de sus casa, las tenían bien guardadas en bolsillos y carteras (en las semanas previas miles de mesas en las calles y los innumerables locales partidarios que se establecieron en todas las ciudades se encargaron de entregar las boletas de sus candidatos).
La concurrencia fue enorme. Ese nivel de participación no volvió a repetirse en las siguientes cuatro décadas. A la muchedumbre con ansias de dejar atrás la sombra de la Dictadura, se le sumaban unos nuevos protagonistas, azorados y divertidos: los niños. Padres y madres fueron acompañados por sus hijos, que ingresaban al cuarto oscuro y eran los que introducían el sobre en la urna provocando. Siempre, en cada una de las cientos de veces que ocurrió en cada mesa del país en esas 10 horas de votación, hubo sonrisas emocionadas de los que asistían al momento.
En los meses previos millones de argentinos se habían afiliado a los diferentes partidos políticos. El peronismo logró un récord mundial de afiliados con la ayuda de los sindicatos. El radicalismo también tuvo éxito en esa conscripción. Pero aun los partidos menores obtuvieron adhesiones, como si todos los ciudadanos quisieran mostrar su encuadre política, su vocación por participar en las diferentes manifestaciones ideológicas y partidarias.
A las 18 horas los canales de televisión abrieron sus transmisiones. En ATC Roberto Maidana y Mónica Gutiérrez, entre otros, se disponían a encabezar una transmisión de casi 12 horas de duración (varios tramos de esa emisión se pueden ver en YouTube). Mónica Gutiérrez abrió aclarando que la junta electoral acababa de confirmar que no se extendería el horario de votación pero que todos aquellos que estuvieron dentro de las escuelas, haciendo las colas frente a sus mesas, podrían sufragar.
Después hubo que esperar bastante para saber los resultados de las primeras mesas. El centro de cómputos se instaló en el Centro Cultural San Martín, un lugar que, poco después, volvería a ser sede de una instancia vital para la democracia argentina y su consolidación: allí durante 280 días funcionó la CONADEP, la Comisión Nación sobre Desaparición de Personas.
Hoy en épocas de internet, sistemas informáticos complejos y diseñadores gráficos, parece inverosímil lo arduo y engorroso que resultaba comunicar los resultados. Desde el centro de cómputos alguien leía mesas, números y porcentajes en un continuo que en la actualidad aburre pero que esa jornada mantuvo en vilo a cada argentino. Cuando volvían al estudio, los periodistas seguían leyendo mesas de diferentes partes del país, daban paso a algún analista (algo desorientado) o se contactaban con los móviles en las sedes del radicalismo y el justicialismo.
En la sede peronista, durante las primeras conexiones, reinaba la confianza. Mensajes victoriosos, cálculos (demasiado) optimistas, bombos y la Marcha en loop. En la casa de los radicales pasaba algo parecido: sonrisas amplias, entusiasmo, un aire irrefrenable de triunfo. En las calles manifestantes de los dos partidos mayoritarios cantaban y festejaban. Se sentían ganadores pero nadie sabía en realidad qué había sucedido.
Con la llegada de los primeros datos, la sensación de victoria se instaló entre los radicales. Se acentuó cuando se consolidaron los resultados en la Provincia de Buenos Aires, en ese territorio siempre hostil para sus candidatos, no sólo estaban haciendo una buena elección, estaban ganado la provincia. Y no sólo en la presidencial sino que Alejandro Armendáriz, el Titán, estaba derrotando con relativa amplitud a Herminio Iglesias, candidato del Justicialismo.
La provincia de Buenos Aires era el gran temor de los hombres cercanos a Alfonsín. Una derrota allí, tal como preveían, podía generar un problema muy grave; mucho más grave que perder la elección nacional. Podía desencadenar una guerra civil, calculaban algunos. Hay que recordar que la Constitución Nacional vigente en ese entonces establecía un sistema de Colegio Electoral. Lo que se elegían en estas elecciones eran electores que luego, en noviembre, elegirían al presidente. Y para ganar se necesitaban 301 electores. Entonces, podía ocurrir que los peronistas, imponiéndose en la Provincia de Buenos Aires, consiguieran más votos nominales que su oponente pero menos electores y que pese a tener la mayor cantidad de votos en el país perdieran la elección. Si, cuarenta años después, esta explicación suena enrevesada, imagínense el efecto que podría haber tenido en 1983 una resolución de este tipo.
De todas maneras, Alfonsín con su aplastante victoria, con más del 51% de los votos, tuvo una holgadísima mayoría en el Colegio Electoral, que se conformó como una mera formalidad en los primeros días de diciembre del 83.
Los búnkers de Alfonsín y Lúder
Alfonsín, su familia, parte de su equipo y el candidato a vicepresidente Víctor Martínez, recién arribado de Córdoba donde había votado, se instalaron en Boulogne en la quinta del empresario Alfredo Odorisio. Allí recibían llamados telefónicos y miraban la televisión anotando cada resultado parcial.
Ítalo Lúder estaba en el edifico de Reconquista al 1000 en el que habían montado su búnker. Allí esperarían. El entusiasmo y la euforia inicial fueron mutando en cautela y silencio ominoso. Carlos Campolongo era el único que hablaba con los medios. Decía que sus números eran diferentes a los que los medios difundían. Campolongo se mostraba sereno y moderado, ni derrotada ni irresponsablemente confiado. Lúder le pidió a Julio Bárbaro que saliera a hablar. Otra vez se dijo lo mismo: que había que esperar la carga de las mesas del Gran Buenos Aires y de las provincias del norte.
A esa altura de la noche, la tendencia parecía irreversible. Raúl Alfonsín se convertiría en el presidente de la recuperación democrática.
Sonó el teléfono en la quinta de Boulogne por enésima vez en la jornada. Esta vez el que atendió supuso que se trataba de una broma. Era alguien de presidencia que se ponía a disposición, que establecía la custodia oficial para el nuevo presidente. Eso dijo: Presidente. En ese momento, Alfonsín, su familia y sus hombres se convencieron del triunfo. Bernardo Grinspun, futuro ministro de economía, se acercó a Alfonsín y le dijo: “Cagaste, Raúl. Ganaste”. El nuevo presidente decidió ir a la Casa Radical, a la sede de su partido, en donde se había congregado una multitud.
Alfonsín le pidió a su esposa que le alcanzara un traje. Intentaron disuadirlo (término netamente alfonsinista) de que usara sólo una camisa y campera, para dar un mensaje visual a la clase trabajadora que no lo había votado. Alfonsín les respondió que a la Casa Radical se iba de traje y corbata.
Lúder seguía en Reconquista, a pocas cuadras de dónde los radicales festejaban. Se fue quedando cada vez más solo. Los dirigentes sindicales y de su partido se retiraron en silencio. Los periodistas también porque ya nadie aparecía. Sólo Campolongo, estoico, triste y algo hastiado, explicaba con paciencia lo inexplicable. El periodista de ATC, un joven Alberto Muney, dice, con sarcasmo, que ellos tendrán la primicia de las palabras de Lúder pero no por algún favoritismo, sino porque son los únicos que quedaron. Lúder no habló con la prensa. Con la madrugada muy avanzada bajó directamente al garaje para retirarse a su casa. Mientras subía al auto dijo que al día siguiente hablaría, que todavía faltaban votos para contar. No reconoció la derrota. El candidato justicialista al día siguiente visitó a Alfonsín y lo felicitó por su victoria. El radical de inmediato le hizo una generosa oferta: ser presidente de la Corte Suprema. Lúder declinó la propuesta pero sugirió el nombre de Enrique Petracchi.
Ya entrados en el 31 de octubre no sólo se sabía que la UCR había ganado la presidencial. También, para sorpresa de casi todos, se había quedado con la Provincia de Buenos Aires con la victoria de Armendáriz sobre Herminio Iglesias.
La elección se había polarizado. Los que habían soñado con ser los jueces del Colegio Electoral se desilusionaron. El tercero fue el PI con el Bisonte Allende que no llegó al 3%. Después el MID de Frigerio y Frondizi. Y más atrás Alsogaray, Manrique, Jorge Abelardo Ramos, Zamora, Martínez Raymonda y algunos más.
Alfonsín llegó a la Casa Radical y salió al balcón apenas pasada las 4 de la mañana. En la calle la gente se apretujaba. En los edificios cercanos, los balcones rebalsaban hasta el peligro de derrumbe: entre 10 y 15 personas amuchadas en cada uno.
Con Víctor Martínez a su lado, Alfonsín comenzó su alocución. El tono ya no era el de campaña. Sosegado y pausado agradeció, habló en primera persona del plural como siempre y dio un mensaje que incluía a todos y festejando la democracia. A las pocas frases debió interrumpirse. Pidió, como en toda la campaña, un médico a la derecha. La multitud bramó, sin importarle que alguien se había desvanecido (de hecho se interrumpió el discurso algunos minutos hasta que alguien atendió al descompuesto y pudo ser sacado del lugar en camilla). Alfonsín dijo algo más: “Ganamos. Pero no hubo derrotados”.
Los que se desconcentraron apenas el presidente electo terminó su discurso pudieron comprar los diarios del 31 de octubre que estaban llegando a los puestos. Las portadas hablaban de amplio triunfo radical. Crónica fue más contundente: Alfonsinazo. La excepción fue La Época, un diario efímero que pertenecía a Carlos Spadone, que con olímpica irresponsabilidad tituló: “Hay fraude informativo”, aduciendo que había demoras en la carga de los datos de las mesas en que Lúder se imponía.
De esa noche quedó una leyenda que varios autores repiten y que alguna vez Norberto Imbelloni, hombre de confianza de Herminio Iglesias y hombre con prontuario profuso, confirmó con picardía ante periodistas. Mientras los radicales festejaban, se asombraban con su performance en la Provincia de Buenos Aires y relajaban los controles, algún vivo aprovechó para dar vuelta los resultados en municipios de la zona sur que venían apretados. Eso posibilitó, dicen, los triunfos, entre otros, de Manuel Quindimil en Lanús y de Eduardo Duhalde en Lomas de Zamora.
Se iniciaba una nueva era que cumple hoy cuarenta años. La Democracia nunca había sido tan duradera en Argentina. La población, en ese entonces, pareció entender que había que cuidarla y respetarla.
Para el final volvamos al discurso de cierre de campaña de Alfonsín. Después de Se acaba la Dictadura, dijo otras cosas. Su alocución continuó con otras frases contundentes pero que no eran hechos sino una expresión de deseos, profecías que no se cumplieron. Siguió diciendo el futuro presidente: “Se acaba la corrupción, se acaba la Argentina del desamparo y llega la Argentina honesta que quiere a su gente”.
Cuarenta años después seguimos conservando la democracia, pero tal vez estemos más lejos que nunca de que esos deseos de Alfonsín, esas frases esperanzadoras, esos principios, se cumplan.