Fue un error estratégico monumental. El país había cambiado y el tipo no lo sabía, o no quería saberlo, o no le importaba nada. Después, con el diario de varios lunes, le adjudicaron a ese yerro la derrota del peronismo frente a Raúl Alfonsín en las elecciones del 30 de octubre de 1983, las que marcaron hace cuarenta años el retorno de la democracia. No fue así. Herminio Iglesias no podía provocar la derrota del PJ, ni siquiera colaborar con su eventual victoria. Lo que hizo fue una travesura, festejada como tal, pero que encerraba un mensaje ligado a un terror y a una violencia que la sociedad quería, o decía querer, desterrar.
El 28 de octubre de 1983, en el acto de cierre de campaña del peronismo, con el Obelisco a las espaldas y de cara al populoso sur, mientras el candidato Ítalo Lúder, único orador, desgranaba las palabras finales de su pulcro discurso, Herminio, que se había ganado ya esa curiosa condición de quienes son muy populares de ser reconocidos sólo por su nombre, enarboló, o enarbolaron para él, un ataúd de cartón piedra pintado con los colores rojo y blanco de la UCR y con el nombre del archirrival de la ocasión, Raúl Alfonsín, garabateado en la tapa. A su lado había una corona de pompas fúnebres, envuelta su espalda en papel imitación musgo. Hacia ella acercó Herminio una antorcha de papel y, por unos segundos, el fuego de su extremo danzó un extraño ritual y pareció negarse a caer en la trampa: se negó a devorar corona, papel y ataúd de cartón.
Herminio insistió, porque esa era una de sus virtudes políticas. A su lado, los ojos encendidos, celebraba Norberto Imbelloni, un dirigente sindical metalúrgico cercano, como Herminio, a Augusto Vandor, aquel líder que intentó “un peronismo sin Perón” y fue asesinado en 1969; Imbelloni era ahora la mano derecha de Herminio, y quien había puesto fuego a la antorcha de papel. Inclinado sobre la baranda del palco, lejos del discurso de Lúder, Herminio esperó hasta que el fuego se decidiera a cumplir su misión; ardieron la falsa corona, el falso ataúd y sus inscripciones y celebraron la “muerte” de la candidatura radical Herminio, Imbelloni, el empresario Carlos Spadone y un grupo numeroso de jóvenes peronistas. Eso fue todo, captado por las cámaras de televisión pero no por todos los asistentes al acto.
Hoy, celulares y redes sociales mediante, incluso canales de cable, que en 1983 no existían, la quema del cajón hubiese sido un escándalo. Hace cuarenta años, el hecho pasó casi inadvertido. Los diarios no lo citaron en sus crónicas de urgencia publicadas al día siguiente, cuando además entraba a jugar la veda electoral. Algunas revistas se hicieron eco y publicaron la foto cuando ya Alfonsín había triunfado y era el nuevo presidente electo, por lo que la quema del cajón, nombre propio e inamovible del hecho histórico, se asoció a la derrota del peronismo. Ni siquiera debe haber afectado las posibilidades electorales del propio Herminio Iglesias, que era candidato a gobernador de Buenos Aires, y terminó derrotado por el aluvión de votos que llevó a la gobernación al radical Alejandro Armendáriz.
El 51,75 por ciento de los votos que llevaron a Alfonsín a la presidencia, no se volcaron a las urnas por la tontería de Herminio, pero la imagen y su dueño quedaron asociados para siempre a la derrota. Dos días antes, en el mismo escenario y también con los ojos hacia el sur, Alfonsín había dado lo que sus partidarios bautizaron como un “argentinazo”. Una multitud, calculada siempre en el millón, los seiscientos mil, el medio millón, según quién haga la cuenta, pero que desbordaba la 9 de Julio hasta merodear las estribaciones de Constitución, había escuchado un discurso fervoroso del candidato, una pieza oratoria encendida y brillante, una defensa de la libertad, los derechos individuales y colectivos, un rechazo sin dobleces a la dictadura en retirada y una oración laica, un fragmento del preámbulo de la Constitución, que la multitud repitió como en un rezo.
Pero el acto de cierre del PJ fue mayor, las calles rebosaron también la amplia avenida y sus bulevares; hasta sus árboles albergaban a peronistas entusiastas y más que esperanzados, convencidos de la victoria, mientras Alfonsín cerraba su campaña en Rosario. Desde días antes, había un duelo de pintadas en las paredes, rico en originalidad y matices, que reflejaba la pelea electoral. Uno de ellos gritaba: “Somos la rabia. Montoneros”. En muchos casos, al lado de esos carteles habían escrito: “Somos la vida. Juventud radical”. Años más tarde, el mito urbano, y algunos publicistas, sugirieron que ambas pintadas habían sido obra de los estrategas de la UCR. Pero la quema del cajón y la figura de Herminio sí eran pura rabia, puro arrebato, puro despecho. También era un delirio.
Herminio Iglesias había nacido en octubre de 1929 de un matrimonio de españoles, de Orense, que se habían instalado en Villa Castellino, Avellaneda. Esa fue la patria de Herminio. Cuando era muy chico, mientras jugaba con un motor, perdió una parte del dedo índice de la mano izquierda. Clara, su hermana, citada por la inolvidable periodista Susana Viau, alimentó el mito del coraje de Herminio: “Cuando se miró el dedo destrozado, ni siquiera gritó. Ese pedacito de dedo estuvo en un frasco durante mucho tiempo. Nosotros le decíamos que mamá lo guardaba para pegárselo de nuevo, Y él esperaba. Un día se cansó de esperar, agarró el frasco y lo tiró a la basura”.
Iglesias tenía dieciséis años cuando el 17 de octubre de 1945 el nacimiento del peronismo lo incorporó de inmediato a sus filas. Hacía ya tres años año que trabajaba en Siam Di Tella, donde la pobreza lo había llevado como aprendiz metalúrgico. A los veintiún años era ya delegado del personal. Cursó una educación formal cincelada por los tumbos y acabada en la nocturnidad de las escuelas del sur. Tenía un decir acorde con ese paso fugaz por las aulas y, cuando se lo hacían notar, recurría a una frase certera: “Hay muchos que no se tragan las eses, pero se tragan el país”.
Forjó su carrera gremial y política a la usanza de la época y de una Avellaneda que, desde los tiempos de los conservadores y del malhadado “fraude patriótico”, dirimía sus asuntos a punta de pistola. Iglesias, su mano derecha Imbelloni, y otras figuras de la época se corrieron mutuamente a balazos. Imbelloni tomó parte en mayo de 1966 del tiroteo en la confitería “La Real”, entre vandoristas y no vandoristas, que le costó la vida a Rosendo García, una joven figura que amenazaba el liderazgo de Vandor. En su larga vida política, Iglesias corrió a balazos a algunos opositores dentro y fuera del peronismo, entre ellos, en 1972, a Juan Manuel Abal Medina, que era ya secretario general del movimiento y una especie de niño mimado de Perón. En el peronismo estos son hechos que no sólo se olvidan, sino que no se integran a ninguna de las memorias de época. En 1973, en el desmadre de la violencia política, lo balearon a él a la salida de un velorio. La leyenda erigió enseguida el mito de que uno de los proyectiles le había afectado, lesionado o rozado apenas un testículo. Al periodista que tuvo la poco feliz idea de inquirir sobre el alcance de la herida, le propuso que la duda la dirimiera su hermana, la del periodista, “si está buena”. La humorada le costaría hoy más votos que la quema del cajón.
Quienes lo respetaron, o lo justificaron como un exponente del peronismo más indómito y montés, y aún quienes se le opusieron, recordaron que en un instante difícil de la vida política, en plena dictadura militar, el documento que denunciaba violaciones a los derechos humanos por parte de los centuriones que fue presentado a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA llevaba tres firmas: la de Alfonsín por la UCR, la de Felipe Bittel por el PJ y la de Herminio Iglesias. Y recordaron: “No era un mafioso, como lo querían definir los cajetillas, tampoco un santón, como lo imaginaban algunos fanáticos de la política.” Es probable, aunque también es cierto que Herminio estuvo siempre más cerca del revólver en la cintura que del cirio de los altares.
Había sido elegido intendente de Avellaneda cuando el triunfo peronista de Héctor J Cámpora, en marzo de 1973 y se mantuvo en el cargo hasta la noche del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Después de la quema del cajón fue diputado nacional desde diciembre de 1985 hasta diciembre de 1989 y concejal de Avellaneda entre 1991 y 1998. Murió el 16 de febrero de 2007.
Un libro flamante, “Ahora Alfonsín”, de Rodrigo Estévez Andrade y Matías Méndez, dedica unas páginas a lo que los autores llaman el mito del cajón. En ellas, los autores explican las razones de ese “mito”: “Se construyó un relato: Alfonsín no ganó, perdió el peronismo por culpa de Herminio. Como si ese proceso electoral hubiese sido sencillo. Una gorilada que niega las convicciones y las certezas de una sociedad que había resuelto esa elección en los meses previos, como lo indicaban las escasas encuestas que se difundían. Se minimiza y banaliza al 83 y se lo reduce a un error no forzado de un político. En definitiva, una derrota autoinfligida que intenta borrar una gesta épica y colectiva, que encontró su conductor y avanzó”.