Ese domingo gris y nublado se celebraba el día de la madre. En la parroquia San Juan Evangelista, de Olavarría 486 del barrio de La Boca, a doscientos metros del Riachuelo, se mezclaban los fieles que habían ido a la misa de las 10 con los que llegaban para la de las 11. Era gente del barrio, obreros, amas de casa, vecinos de siempre, muchos italianos y niños. Entre ellos, chicas del María Auxiliadora, ubicado a una cuadra, ya que en el colegio no había misa los domingos.
La San Juan Evangelista tiene su historia. Fue por un reclamo de los vecinos cansados de tener que ir hasta San Telmo a oir misa que en 1858, que se inauguró sobre la avenida Montes de Oca una modesta capilla de madera, a la que pusieron el nombre de Santa Lucía. Para levantarla, se usaron tablas de pino aportadas por ellos.
Al año siguiente el franciscano Anselmo Chianea trasladó esa capilla al barrio de La Boca, donde la levantó en la esquina de Martín Rodríguez y Olavarría, en un terreno donado por los hermanos Britain. Tan pequeña era que tenía el tamaño de una habitación. Usaron maderas del antiguo muelle del Riachuelo, donadas por Tomás Drysdale, un escocés que en estas tierras formó una importante compañía comercial.
En 1872 el arzobispo de Buenos Aires, monseñor León Federico Aneiros, erigió oficialmente la parroquia de San Juan Evangelista y a partir de esa década su atrio comenzó a usarse en actos eleccionarios, ya que el barrio alcanzó el status de jurisdicción. En el templo, cuyo primer párroco fue Fortunato Marchi, funcionó entonces el juzgado de paz.
Cuando estalló la epidemia de fiebre amarilla en 1871, unos de los pocos que no abandonaron la ciudad fue el clero y muchos pagarían esa entrega con su vida. Fue necesario solicitar a Europa el envío de curas para atender a una creciente feligresía compuesta especialmente de genoveses.
La cuestión era que Don Bosco, fundador de la orden de los salesianos, no aceptaba parroquias. “Sin embargo, sorprendió con su decisión: yendo a contramano de lo que sostenía que el sacerdote salesiano debía dedicarse exclusivamente a los jóvenes que no asistían a la iglesia, dio el visto bueno para que se hiciesen cargo del templo, por lo que se convirtió en la primera parroquia salesiana en todo el mundo”, explicó a Infobae el padre Alejandro León, cura párroco, un tandilense que además es profesor de historia.
En 1877 llegó al país el sacerdote Domingo Milanesio. De 34 años, lo primero que hizo fue levantar una modesta escuela al lado de la capilla. Junto al futuro cardenal Juan Cagliero pusieron manos a la obra para construir un templo en el mismo lugar donde funcionaba la capilla. Comprometieron a particulares y a figuras públicas, como Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, y en 1882 se licitó el proyecto y la obra.
De estilo neoclásico italiano, el arquitecto responsable del diseño fue Pablo Bessona.
El 11 de marzo de 1883, en un acto presidido por el presidente Julio Argentino Roca, que fue nombrado padrino, se colocó una nueva piedra fundamental, y el motor de la obra fue el padre Esteban Bourlot, quien está enterrado ahí. El 17 de julio de 1886, monseñor Aneiros bendijo la nueva iglesia en medio de una gran fiesta popular. Era un templo verdaderamente monumental, con variedad de mármoles, muchos de ellos franceses.
Aún faltaban décadas para lo que llamaron “el día de la prueba”.
En 1911 fue noticia cuando Julieta Lanteri emitió su voto. Quería demostrar a la sociedad que las mujeres también se interesaban en la cosa pública. Aprovechando que la municipalidad porteña había convocado a los ciudadanos a actualizar los datos en la confección del padrón, se anotó al ver que los requisitos para hacerlo era ser ciudadano mayor de edad, residente en la ciudad, que tuviese comercio o industria o una profesión liberal y que pagase impuestos. Nada aclaraba sobre el sexo del ciudadano. Lanteri cumplía con todos los requisitos. Como no quisieron anotarla, recurrió a la justicia y le dieron la razón.
El domingo 26 de noviembre de 1911 votó en la mesa instalada en el atrio de la parroquia. “Los derechos no se mendigan, se conquistan”, repetía.
En 1920 se le aplicó una nueva decoración a la nave central, que estuvo a cargo de Augusto Fusilier, un artista que dejó su impronta en innumerables templos.
En 1950 hubo una gigantesca inundación, cuyas aguas enseguida sobrepasaron los niveles de la calle. El agua y la humedad hicieron mover a las 96 columnas de quebracho que eran el cimiento de una estructura monumental: solo pesaban una enormidad las seis campanas francesas traídas en 1886 y el órgano de 2700 tubos, instalado en 1903.
En septiembre de ese año una tormenta había aflojado las pizarras del techo y el viento había hecho inclinar la cruz del campanario.
El día anterior a la tragedia se celebró un casamiento, y en medio de la ceremonia cayó un pedazo de mampostería. Tal fue el susto entre la concurrencia que la novia se desmayó.
Hacía tiempo que los salesianos habían requerido de una inspección técnica ya que a veces notaban que del techo caía polvillo blanco.
Esa mañana del 21 de octubre de 1951, día de la madre, estaba celebrando misa el padre Joaquín Justell. En el medio de la nave se encontraba el padre Alfonso Tavani, quien percibió la caída de polvillo. Inmediatamente se dirigió al púlpito, e instó a la gente que se levantase con calma y que abandonase la iglesia por los costados, pero no por el medio.
No terminó de dar las indicaciones cuando la pintura que había instalado Fusilier se desprendió junto con yeso y con un entramado de madera y cayó sobre la feligresía. Se desplomaron escombros de una superficie de 16 metros de largo por 12 de ancho. Eran las 10:45.
El lugar se llenó de un polvo intenso y no se veía nada. Solo se escuchaban en la oscuridad gritos, quejas de dolor.
Hubo nueve muertos y una veintena de heridos. Dos personas morirían en los días siguientes. El organista se levantó justo y salvó su vida, y se repitieron las historias de gente que iba a ir a misa, pero que al final no lo hizo o los que debieron retirarse antes.
Tal vez fallas en la edificación, movimientos imperceptibles de los cimientos por el terreno húmedo donde estaba asentado o por las vibraciones del tránsito, fueron algunas de las especulaciones en torno a las causas de este trágico hecho.
Enseguida concurrieron policías de la comisaría 24° y bomberos de Barracas y de la Vuelta de Rocha. Dieron una mano un grupo de músicos de la Policía Montada que estaba a dos cuadras en un acto público y un grupo de boys scouts. Enseguida todo el barrio se agolpó en la puerta de la iglesia, preguntando por sus familiares.
Los primeros colectivos que pasaron y algunos automóviles fueron improvisadas ambulancias que trasladaron a los heridos al Argerich y al Rawson. Luego llegó la Asistencia Pública.
Era pleno gobierno peronista y la Fundación Eva Perón envió ayuda y asistentes sociales que se ocuparon en contener a las familias de las víctimas.
Entre las víctimas fatales, se encontraba el italiano Leonardo Scotto, de 90 años, un vecino tan popular que hasta el club Boca Juniors le había regalado un palco que usaban los nietos; también estaba Guillermo Giordano, un botero también italiano de 70; Escolástica Cánepa de Chiappara de 73, italiana y su hija Celina de 35; Haidee García, de 11 años, que en diciembre iba a tomar ahí su primera comunión; Humberto Consolo, un chico de 11 que cursaba tercer grado, que antes de fallecer dijo “besos a papá y a mamá”; Aída Lotito, de 10, hija única que cursaba segundo grado, Beatriz Gontan, de 17 y Petrona Navarro de Arana, argentina de 32.
Esa jornada quedó en la historia como “el día de la prueba”, ya que la gente a pesar de lo ocurrido siguió confiando en la iglesia y no perdió la fe.
El Ente Autónomo Municipal se ocupó de apuntalar los muros y a los minutos se hicieron presentes los ministros de Interior y Salud Pública y el jefe y subjefe de la Policía. A la tarde concurrió el cardenal Copello, arzobispo de Buenos Aires.
Esa tarde debían jugar Boca y Newell’s en la Bombonera. No se pudo suspender como se propuso, pero se hizo un minuto de silencio y los jugadores lucieron un brazalete negro.
El lunes las actividades en La Boca se paralizaron y los comercios no abrieron. A la tarde los vecinos se congregaron en la esquina de Almirante Brown y Pedro de Mendoza, desde donde partió el cortejo fúnebre hacia el cementerio de la Chacarita. Antes de salir dijo unas palabras el doctor de Simone, presidente de la Comisión Popular de Festejos Patrios de La Boca.
Todos los barcos anclados en la Riachuelo hicieron sonar sus sirenas.
En el multitudinario cortejo fúnebre, los salesianos que lo encabezaban, enfrentaron con entereza el abucheo y el escarnio de la gente, al hacerlos responsables. Los curas salesianos fueron a cada uno de los velorios, soportando las peores situaciones.
El 24 de mayo de 1953 se terminaron las obras de restauración, que incluyeron 110 pozos romanos en reemplazo de los pilotes de quebracho. Hasta entonces las misas se hicieron en un salón del primer piso del colegio contiguo.
En mayo del 2000 una sudestada provocó la voladura de chapas lisas que cubrían la cúpula y debió ser reparada. Ese año el gobierno la declaró de bien de interés histórico.
El padre León aclaró que desde el 2000 la zona ya no se inunda, la parroquia cumplió 151 años y aún se recuerda esa terrible tragedia que enlutó a todo un barrio de gente humilde y trabajadora.
Fuentes: Entrevista Padre Alejandro León; diarios La Nación y La Razón de octubre de 1951;