Estuvo tres años escondida y diez veces frente a la cámara de gas: la mujer de 97 años que no se olvidó nada del Holocausto

Eugenia Unger tenía trece años cuando las tropas nazis bombardearon Varsovia, su ciudad, el primero de septiembre de 1939. Vivió encerrada bajo tierra, vivió en el gueto de Varsovia y en Auschwitz, y cuando la guerra terminó, pesaba apenas 27 kilos. La cruda historia de la mujer que llegó a la Argentina en 1949, donde se sintió en el paraíso

Eugenia Unger celebró su Bat Mitzvah con ocho décadas de retraso: lo hizo a los 91 años en Buenos Aires porque no lo había podido hacer en su infancia en Varsovia (Facebook Museo del Holocausto)

Eugenia Unger tiene 97 años, seis meses y dieciséis días. Vive en el barrio de Recoleta de la ciudad de Buenos Aires desde 1949. Vivió más tiempo en Argentina que en su país natal: había nacido el último día de marzo de 1926 en Varsovia, capital de Polonia, con el apellido Rotsztejn. “Tenía una familia hermosa. Mi papá, Noe, era director del matadero. Mi mamá se llamaba Raquel. Tenía dos hermanos, Eugenio y David, y una hermana mayor, Renia. Mis abuelos cocinaban para gente que no tenía para comer”, dijo, alguna vez. Por entonces, ya había vestigios de antisemitismo en su niñez. En la escuela había guetos: los judíos estaban separados de los cristianos.

Alguna vez dijo que no sabe bien por dónde empezar a contar su historia. Tal vez por eso lo intentó varias veces: hay cuatro libros que cuentan su vida, hay infinidad de reportajes que cuenta su vida, hay documentales que cuentan su vida, hay innumerables conferencias en los que contó su vida, hay una autobiografía que convirtió en película y tituló No me olvidé nada. “A veces me pellizco para ver si de verdad estoy viva”, dijo, alguna otra vez. Le decían “genia”, había vivido una infancia convencional, le decían cosas por ser judía, se reían porque era judía, le daba miedo que sus papás salieran de noche. Eran el antisemitismo que había naturalizado en su primera década de vida.

Cuando el primer día de septiembre de 1939 explotó la primera bomba en el cielo de su ciudad, el primer día de la Segunda Guerra Mundial, el primer día de la invasión nazi a Polonia, se abrazó a las piernas de su papá, que era el director del principal matadero de Varsovia, jefe de dos mil trabajadores. “Papá, papá ¿qué pasa?”, le preguntó. Le respondió que eran deportistas polacos, que eran de los “suyos”, que no se preocupara. No eran deportistas ni eran de los suyos. Los aviones de la Luftwaffe surcaban el cielo sembrando muerte: Eugenia tenía trece años.

“Fue tremendo. Pronto empezó el hambre: había colas de gente en las panaderías, y pasaba un avión y ta-ta-ta-ta-ta… los mataba a todos”, contó. No había agua, ni comida ni hospitales. No había a dónde ir. Cuando salían con baldes a buscar agua, los baldes quedaban vacíos en las calles sin personas. “Me acuerdo que las autoridades pedían que por favor la gente llevara sábanas porque ya no había vendas y cada vez habían más personas mutiladas”, recordó. Aquel día, su mamá le pidió que hiciera un bolso, pero Eugenia solo agarró una muñeca. El pánico se había apropiado de las calles y la colectividad sentía la persecución a cuestas.

Trailer del documental "No me olvidé Nada", dirigido por la sobreviviente del Holocausto Eugenia Unger

Las mentiras de preservación de su padre duraron poco. Las bombas, el fuego y la destrucción son difíciles de disimular. Su familia huyó en busca de protección al río Vístula: en el agua el fuego no quema. En sus memorias sobrevive el grito de su padre llamándola por su nombre polaco “Guinucha”: “Me agarraba y me gritaba: ‘¡Skocz! ¡skocz!’ (‘¡saltá! ¡saltá!’). Yo tenía miedo, pero él me decía que me iban a matar si no saltaba. Y así pasaba de un techo a otro. Si uno quiere vivir, hace cualquier cosa para vivir”.

Varsovia tenía el terror impregnado. Primero había que huir. Después, había que esconderse. “En el subsuelo de mi casa hicimos un búnker para escondernos. Allí las ratas nos comían; después, en el campo de concentración, nosotros las comíamos a ellas. Así es la vida…”, reflexionó. Vivió tres años encerrada en su ciudad -que ya no era de ella sino del ejército alemán-, esquivando el yugo nazi. “Cerraron un centenar de calles con paredes. Los nazis entraban, eran los dueños de la vida de los judíos. Uno venía todas las mañanas y hasta que no mataba a dos o tres personas no salía. La gente igual, a pesar del miedo, salía a contrabandear comida porque había hambre. Te daban un pedazo de pan por un tapado de piel. Por un anillo, una manteca. Murieron muchos: no había nada para comer, ni agua ni luz”.

En los búnkers faltaba el oxígeno y sobraba el hacinamiento. En los búnkers, Eugenia presenció cómo una amiga asfixió a su bebé hasta la muerte para evitar que los nazis los escucharan y los descubrieran. En los búnkers, vio cómo uno de sus primos de cinco años le comió la mano a otro porque tenía hambre. “‘Es rica la carne’, me dijo -relató, alguna vez-. Le dije que no lo hiciera más. Al día siguiente les llevé pan, pero ya estaban muertos…”. El último búnker de su período de clandestina fue en el horno de una panadería: ella y otras trece personas. “Alguien nos delató y los nazis nos descubrieron. Me pidieron que me saque la ropa, para violarme. Lo hice y me vino una hemorragia, porque Dios siempre estuvo conmigo. Yo había oído cómo unos polacos violaban a la hija de un rabino hasta matarla. Ella tenía mi edad”.

Eugenia Unger estaba pelada, tenía tatuado su número de detenida y vestía el uniforme a rayas en los campos de concentración de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial

Alguna vez dijo que si hubiese sabido lo que le esperaba, se habría suicidado. Era una mujer judía escondida en el gueto de Varsovia hacia el umbral de la década del cuarenta, en pleno bullicio de la Segunda Guerra Mundial. El 16 de octubre de 1940, hace 83 años, se había establecido oficialmente el perímetro del gueto, emplazado en el centro de la ciudad, con una superficie de cuatro kilómetros cuadrados, cerrado con un muro de tres metros de altura, alambrado, custodiado por guardias. La esperaban los campos de concentración y exterminio, la sensación de que la muerte estaba en cada sitio. En Umschlagsplatz, la estación desde donde salían los trenes rumbo a Majdanek y Auschwitz, vio a su padre y a su hermano Eugenio por última vez. El otro de sus hermanos había muerto luchando contra el ejército alemán, y una de sus hermanas había logrado huir hacia la zona aria y ya no regresó. También vio una escena que se le grabó en la memoria: “Una mujer se negó a dejarle una valija a un guardia nazi. Ahí mismo la balearon y cuando se abrió, desde dentro cayó un niño, muerto…”.

Junto a su madre fue enviada a Majdanek, donde las hicieron picar piedras. “En el tren casi nos asfixiamos. Nos orinaban y defecaban encima, vi morir a mucha gente en ese viaje. Cuando necesitaban hacer lugar abrían la puerta y ta-ta-ta-ta… mataban”, rememoró. Al llegar, halló en la tierra una moneda de oro. Cuenta que una amiga suya se la pidió y ella se la entregó, con tal mala suerte que una nazi que las custodiaba se dio cuenta. “Vino donde estaba con la moneda y la mató a golpes para quitársela”, contó. Los días en las barracas de Majdanek se hacían insoportables: “En invierno nos hacían mojar la ropa para sacarnos los piojos, y después para calentarnos dormíamos de a tres en una cucheta. Cada día despertabas y le decías a alguien que quitara su pierna de encima tuyo, pero en el momento te dabas cuenta que le hablabas a un muerto”.

Luego, también junto a su madre, la trasladaron a Auschwitz-Birkenau. Allí fue donde le cortaron el pelo y le tatuaron el número 48914 en el brazo izquierdo. La hicieron trabajar en una fábrica de bombas, de esos momentos fue su relato para Spielberg cuando investigaba para La Lista de Schindler. A su madre, la enviaron a coser zapatos. “Allí venían Eichmann y Hess y hacían quemar gente. Había dos primas hermanas mías en una barraca. Les dije que huyan. Una me miró y me dijo: ‘mira mis manos, están llenas de llagas, no quiero vivir…”. Ellos se las llevaron. Otra vez, casi al final, nos pidieron que salgamos del campo de concentración, que iban a dinamitar todo. A los que corrieron primero hacia la puerta los ametrallaron”, relató. No sabe cómo pudo sobrevivir a tantas situaciones límites, donde simplemente el azar determinaba la vida y la muerte, no sabe cómo pudo haberse enfrentado diez veces a la cámara de gas, no sabe cómo hizo para sacar fuerzas cuando la esperanzaba era módica.

El gueto de Varsovia tuvo, el 19 de abril de 1943, el levantamiento contra los nazis más contundente de la Segunda Guerra Mundial. Los judíos se opusieron a una nueva ola de deportaciones: los nazis ordenaron reprimir la revuelta. Hubo decenas de miles de víctimas y todo fue arrasado por las bombas y el fuego

Cuando la guerra estaba cerca de concluir y el Ejército Rojo había cercado a los alemanes, los nazis sacaron a todos sus prisioneros de los campos de concentración. Eugenia fue una más de las que se encolumnó en la llamada Marcha de la Muerte. “Nos llevaron de campo en campo. Ya casi caminábamos entre cadáveres. No sé cómo hice para subir a un carro a mi madre para que saliera de ahí. Ella tenía miedo, me decía que la iban a matar, pero qué iba a hacer, ya no había nada que perder. La dejé de ver ahí, y me reencontré con ella ocho años después que terminó la guerra. Al resto nos llevaron a Ravensbrück y a Rehlin. En el camino comíamos cáscaras de zanahoria y tomábamos agua de una palangana. Además de judías, había gitanas y rusas”, recordó.

“Me di cuenta que el final había llegado para los nazis cuando en el último traslado nos cruzamos con chicos de 14 años que mandaban a la guerra -explicó-. Si alguien quería escapar volaba en pedazos, habían minado los costados del camino. Yo sabía que nos llevaban a un bosque para matarnos, entonces le dije a una chica que caminaba conmigo, Ana, que teníamos que huir. En un momento pasamos una loma y perdimos de vista a los guardias, entonces corrimos hasta un establo. A los dos minutos nos empezaron a buscar y nos escondimos debajo de la bosta de vaca. Oímos cuando preguntaban por ‘dos judías que habían escapado’. Abrieron el portón, pero no entraron. El corazón me saltaba. Ahí pasamos toda la noche”.

Al día siguiente le pidieron ropa a la dueña del establo, porque estaban vestidas con el traje a rayas de los campos. La mujer se negó, pero tuvieron suerte: encontraron ropa en una casa vecina y se cambiaron. Pero aún tenían el pelo rapado: se pusieron pañuelos en la cabeza. Lo que no podían quitarse era el número tatuado en el brazo. Mientras huían, se cruzaban con alemanes que escapaban de los rusos. Hasta reconocieron a uno que las golpeaba con un rebenque en los campos de exterminio. Cuando la avanzada soviética llegó y las vieron, las reconocieron como sobrevivientes de los campos de exterminio y les dijeron que se fueran de allí, porque el Ejército estaba por arribar y bombardearían todo. “Escapé durante dos días rumbo a Polonia, a donde habíamos dejado nuestra casa. Me subí al techo de un tren para llegar a Varsovia, porque en los vagones había soldados rusos que te gritaban ‘yo te liberé, tengo derecho a hacer lo que se me da la gana con vos’. Muchas mujeres fueron violadas. Yo hasta me pinté la cara con carbón para parecer un varón”.

"48914", el número que le pusieron los nazis en el campo de concentración de Auschwitz

Cuando llegó a Varsovia se encontró sólo con ruinas. Ella estaba destruida como la ciudad: tenía 19 años y pesaba apenas 27 kilos. Era un espectro que caminaba entre los escombros y dormía en la calle. Durante cuatro meses sobrevivió así, pidiendo limosna. “Los polacos que eran amigos nos cerraron la puerta en la cara. Nunca volví a Polonia, porque cuando los judíos volvíamos y reclamábamos las que eran nuestras propiedades, nos mataban. En Kielce masacraron a 40 judíos. En esos días escuché por primera vez el nombre de Argentina. Yo no sabía nada de este país. Un canillita gritaba que en la BBC de Londres decían que Hitler había huido en un submarino hacia aquí”.

Emprendió, entonces, el camino que la trajo a nuestro país. Fue un periplo largo y lleno de peligros. “Nos dijeron que podíamos ir a Palestina, donde estaban los ingleses, de contrabando. Allí, luego crearon a Israel. Salimos de Polonia en camiones hasta Italia. Pero antes de llegar, supimos que los ingleses mandaban a los barcos de vuelta a Chipre. La gente se suicidaba tirándose al mar. Así que la UNRRA (sigla en inglés de Administración para el Socorro y la Rehabilitación) nos llevó a campamentos de refugiados. Yo estuve en Módena, donde conocí a David, mi esposo, que luchó en el Levantamiento de Varsovia. Cerca de ahí, en Santa María di Leuca, nació Leonardo, mi hijo mayor”. Los tres estuvieron a punto de viajar a los Estados Unidos, con papeles en regla. “Pero su presidente no daba más cupo”, lamentó. Se dio cuenta que la posguerra no era amable con el pueblo judío: “Ningún país nos quería, ¿por qué tanto odio?”.

Finalmente, su destino fue la Argentina, adonde llegó en 1949 luego de viajar a Brasil “en un barco que parecía hundirse todo el tiempo” y pasar a Paraguay. Tampoco aquí podía entrar en forma legal, pero en Rosario consiguió burlar los controles junto a su hijo. “No sabía el idioma, no tenía documentos ni plata. ¡Ni sé como pasé la Aduana!”, dijo.

En 1954 se reencontró con su madre, a quien halló gracias a la Cruz Roja. Tenía una nueva pareja: un señor al que le habían matado ocho hijos. Y en Buenos Aires nació Néstor, su segundo hijo. Tanto él como Leonardo son médicos. Con su esposo tuvo un negocio textil. Su activismo la llevó a fundar el Museo del Holocausto y erigir un monumento en el cementerio judío de La Tablada en homenaje a los jóvenes que combatieron en el Levantamiento del Gueto de Varsovia. Es Personalidad Destacada de los Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires, a donde llegó de contrabando con un hijo de un año en brazos. Aún dice que Argentina es el paraíso: “Le debo la vida a este país, siempre le agradeceré con el alma. Fui libre y viví sin nazis”.