De la gloria polémica de Cristóbal Colón, a la gloria silenciosa de Martín Pinzón

Navegante experimentado, vecino afincado y empresario armador de renombre, el rol de éste último fue clave para que se concretara la hazaña que dio fama eterna al genovés, pero la discordia entre ambos hombres contribuyó al ocaso del capitán de La Pinta

Guardar
Cristóbal Colón explicando sus planes
Cristóbal Colón explicando sus planes para encontrar la ruta a las Indias

Las metamorfosis culturales de Cristóbal Colón

Los vaivenes de la historiografía, movida al compás dialéctico de las controversias epocales y las agendas ideológicas, vienen arrastrando la figura de Cristóbal Colón, desde el pedestal nimbado de la gloria, a la ergástula discursiva donde el presente culposo confina su genealogía continental, cuando cae en la cuenta de que los ancestros no son siempre tan inmaculados como aseguraban los cuentos de familia o los manuales escolares.

Y si hoy asistimos a su repudio iconoclasta (junto a otros conquistadores y misioneros que actuaron en América), no siempre ni hace tanto fue así, como lo evidencian la multitud de estatuas, parques, teatros, calles, avenidas, pueblos, territorios e instituciones culturales y hasta deportivas que llevan su nombre desde el siglo XIX y comienzos del XX, como sello de una italianidad o de una hispanidad legítimamente jactanciosas, de Norte a Sur, en esta América que hasta hace unas décadas no parecía sentir vergüenza de su descubridor, aunque haya sido a la vez, según el prisma de nuestros tiempos, su primer invasor europeo y su primer dictador caribeño.

El pasado, aunque nos incomode, es irreversible: Colón fue eso, pero fue mucho más que eso.

La efigie de Colón en
La efigie de Colón en una propaganda de habanos aparecida en Caras y Caretas en 1906

Un ejemplo de este tipo de repudios retrospectivos ocurrió en 1994, cuando Rafael Sánchez Ferlosio publicó Esas Yndias equivocadas y malditas, con el propósito de aguar la fiesta sevillana del quinto centenario del Descubrimiento: nada había que celebrar en la presencia española en América, que no fuera rapiña y violencia. Y el Almirante habría sido el precursor de aquel linaje criminal, como si el pillaje y la violencia, que existieron sin duda (Crimen fueron del tiempo/ y no de España…escribió Quintana), hubieran sido ab initio la agenda oficial y excluyente del Imperio español; y como si antes de la llegada de Colón, esta parte del planeta, al parecer poblada sólo de “buenos salvajes”, hubiera experimentado el eón dorado de una utópica libertad, gozada en estado de naturaleza, de inocencia sin envidia y de paz paradisíaca.

No nos engañemos: los indígenas ya conocían y padecían el terror cosmogónico, la esclavitud, la antropofagia, el sacrificio reclamado por unos dioses sanguinarios, el abuso y el trabajo extenuante bajo la autoridad de sus propios caciques, y el cautiverio o la muerte en manos de sus enemigos nativos.

Sacrificios humanos y antropofagia eran
Sacrificios humanos y antropofagia eran una práctica cotidiana en el Imperio Azteca

Curiosamente (y mal que les pese a las narrativas indigenistas que reclaman el monopolio de la condición “originaria”), Colón también fue un sujeto histórico “originario”, porque se ubica en el origen de lo que hoy somos los hispanoamericanos; y porque fue el vector primero de unos valores y unas creencias que nunca antes se conocieron en esta porción del mundo, y a los cuales se les ha dado nombre, relación y sentido desde el tesoro compartido de la lengua española (que, como toda lengua, es el modo de relacionamiento primigenio del sujeto con la realidad). Lengua ésa que hoy me permite pensar y escribir estas palabras, y permite a los lectores entenderlas, aunque no estén de acuerdo.

En este punto, resulta hasta risible aquella ocurrencia de una conocida activista indigenista que obtuvo un Premio Nobel, quien sostuvo que “América y sus civilizaciones nativas se había descubierto a sí misma mucho antes de la caída del Imperio Romano y del medioevo europeo…” (sic) ¿Cómo pudieron “descubrirse a si mismos” unos pueblos que, más allá de la mera vecindad geográfica, prácticamente desconocían su mutua existencia y, una vez advertida aquella alteridad, se convertía casi invariablemente en motivo de guerra tribal? ¿Cómo pudieron “descubrirse a si mismos” unos pueblos que ignoraban los conceptos de ecúmene y pax continental? Aquellas categorías vinieron con España. Y España vino con Colón.

Los viajes de Colón en
Los viajes de Colón en un manual escolar de comienzos del siglo XX

Las metamorfosis culturales de Colón han tenido, como las mareas, flujos y reflujos, y tanto su biografía como su carácter moral y su hazaña han atravesado las cribas de una bibliografía inagotable y de una polémica interminable, poblada en los años recientes de aporías invencibles.

Si hasta la Iglesia, copartícipe de la conquista en su faz espiritual, ahora parece revisar su rol histórico, repitiendo los pedidos de perdón por unas ofensas eclesiásticas y unos crímenes perpetrados contra los pueblos indígenas (son frases bergoglianas). Y aunque el mea culpa sea justificado y caiga simpático a las masas tercermundistas, el problema es que, al vincularlo a contextos de “colonialismo” (imaginario en este caso, desde que las Indias no fueron colonias, como aseveró Ricardo Levene en 1951 con la precisión de un epigrama, desde el título de un ensayo señero), termina por afiliar su discurso a los lugares comunes de la “leyenda negra” antiespañola.

Colón en la portada de
Colón en la portada de Billiken, años 70s. Todavía era una figura de estima en el mundo escolar..

Disipados los “enigmas” colombinos que tanto dieron que hablar (¿dónde había nacido? ¿era español? ¿era portugués? ¿era judío sefardí? ¿recibió de manos de un náufrago desahuciado un mapa engurruñado, con la traza de la ruta oceánica?¿terminó sus días casi en la mendicidad? ¿hay una maldición asociada a él?), ahora su figura transita una paradoja crítica desde que, en vez de marchar hacia la “historización” definitiva (despojada de acordes hagiográficos o complacida en la mera apología) se orienta hacia una progresiva “demonización”, cuyo gesto performativo preferido es el derribo de sus monumentos y cuya acusación más reiterada es la explotación y el genocidio de los aborígenes taínos.

Poco va quedando, pues, del descubridor, el navegante y el cartógrafo, y sólo se retienen los perfiles antipáticos del tirano en su factoría, complacido en la sevicia del azote. Una vez más: Colón fue más que eso.

Maqueta del monumento a Colón
Maqueta del monumento a Colón en Buenos Aires, obra de A. Zocchi- Postal de época Col. OADM

Por otra parte, los años finales del personaje, y el afán, de paso, de denostar al rey Fernando y a la monarquía leonesa-castellana, dieron motivo a una literatura solazada en un dramatismo romántico exagerado, que no podría prescindir del cuadro de miseria y abandono, a la hora de ennoblecer y sublimar a su protagonista “in articulo mortis”: pese a las contrariedades que debió soportar, y más tras la muerte de su protectora la reina Isabel, no es del todo cierto que el Almirante fuera tan pobre (gozaba de rentas y sirvientes, había adquirido abolengo blasonado, concedió a su hermano Bartolomé el título de “adelantado”, casó a su hijo Diego con la noble María de Toledo, parienta del rey, y hasta disponía de un breve séquito en sus desplazamientos comarcales), ni que su nombre fuera desconocido, al menos en España. Propagandistas epistolares, como Pedro Mártir de Anghiera, dieron noticia temprana de su hazaña, que pronto se replicó como un eco, lo mismo que corrieron copias, a partir de 1493, de la carta “De Insulas inventis” (“Acerca de las islas encontradas”), donde el descubridor narraba su proeza con oronda jactancia.

Vista de la villa de
Vista de la villa de Palos y el llamado puente de Colón

Colón fue la figura deslumbrante, desbordante y aurática del Descubrimiento, su numen, el objeto de la curiosidad en la Corte, el héroe agasajado y enriquecido en vida, y el protagonista casi excluyente de una hazaña estimada en su época como providencial y como epítome del arrojo humano. La teoría “de los grandes hombres” de Thomas Carlyle hallaría en él un acabado arquetipo, si Colón hubiera tenido conciencia histórica de su logro y hubiera dinamizado su liderazgo político en las vastedades de su virreinato, o hubiera esbozado la utopía de un primer humanismo indiano y mestizo. No lo hizo, porque su mente febril permanecía fija y obsesiva en otras metas: la exploración, el encuentro con el Gran Kan, el hallazgo de ríos de oro, la provisión abrasiva de mercancías y de esclavos, la redención de los Santos Lugares de Tierra Santa…

Los otros protagonistas del descubrimiento: entra en escena Martín Alonso Pinzón

Pero al lado del genovés visionario actuaron en la empresa descubridora otros partícipes muy directos, muy principales, muy ejecutivos, que el fulgor de la apoteosis colombina ha ocultado frecuentemente a la vista de la historia.

Allí están sus protectores, el astrónomo fray Antonio de Marchena, y fray Juan Pérez, ambos del claustro de La Rábida. Allí está el escribano de Aragón don Luis Santángel, quien abogó ante la reina (y hasta prestó caudales) para que fueran aceptadas las pretensiones de Colón y no quedaran frustrados ni el viaje ni la gloria española. Y allí está Martín Alonso Pinzón, el navegante avezado en los asuntos del mar y de la guerra, el vecino arraigado, instruido e influyente, y el empresario-armador de renombre dispuesto a arriesgar vida, fama y hacienda en favor de la travesía. No se equivocaron los frailes franciscanos al convocarlo como recurso estratégico, en el momento en que el proyecto parecía encaminado al fracaso.

Martín Alonso Pinzón
Martín Alonso Pinzón

Alonso Pinzón es quien, en el puerto de Palos (que conoce palmo a palmo, porque en esa villa palerma se afincaron sus mayores, y en ella ha nacido y crecido), supervisa en persona la fábrica de la tercera carabela y elige las otras dos, por ser “muy veleras” y haberlas navegado antes.

Es él, con su pericia madurada en las faenas de la marinería y el comercio de aparejos y municiones para la flora andaluza, quien recluta y enrola a la mejor tripulación (no sólo la más experimentada, también la más valiente, ya que se trata de un viaje a una Terra Incognita, más allá de los terrores abisales que convoca un océano poblado de monstruos).

Es él quien doblega la resistencia pasiva de los magistrados locales a proveer y armar la flotilla, amparados en franquicias de la Villa de Palos que los eximen de acatar órdenes de ninguna autoridad sino a través del señorío, y mucho menos en un caso tan excepcional: ¿cómo dar crédito a las palabras de un genovés temerario que viene de Portugal, místico pero a la vez ávido de oro y hasta tenido por desquiciado?

Es él quien vence el primer contratiempo técnico del viaje, al disponer el presto arreglo del timón de “La Pinta” en Las Palmas de la Gran Canaria.

Estampilla en honor a Cristóbal
Estampilla en honor a Cristóbal Colón y a los hermanos Pinzón

Es él quien, tras varias semanas de navegación, sugiere y logra el cambio de rumbo al Sudoeste, lo cual permitió a Rodrigo de Triana avistar tierra días después y lanzar el grito balsámico sobre el contingente calinoso de descreídos.

Y es él quien, a comienzos de octubre de 1492, cuando la menguada expedición se halla a casi 800 millas de las Canarias y no asoma todavía la tierra prometida, y el motín se cierne sobre la capitanía, es él, digo, quien apuntala el ánimo de Colón (”¿Qué hacemos Martín Alonso?, porque la gente no quiere seguir…?”, preguntó el vacilante capitán), y le garantiza los fueros de la disciplina de a bordo: que los descontentos sean ahorcados o arrojados al mar; y si el Almirante no se atreve a ejecutarlos por sí, él y sus hermanos Pinzones darán el escarmiento, porque “armada que salió con mandato de tan altos príncipes, no habrá de volver sin buenas nuevas…”

Y aunque la historia no deba escribirse en términos contrafácticos o futuribles, es legítimo preguntarse: ¿habría continuado el viaje en semejante trance de amotinamiento de no ser por el liderazgo de ocasión que asumió Pinzón, llevando la mano a la empuñadura de la daga?

Alonso Pinzón era de una incuestionable lealtad hacia el comandante de la flota, su colega, ¿su socio?; y era súbdito leal de los católicos soberanos de Castilla y Aragón. ¿Qué más se le podía pedir a semejante nauta?

La llegada de Colón a
La llegada de Colón a América

La ruptura entre los descubridores

Sin embargo, tras el desembarco en Guanahaní se quebró el cristal de la confianza mutua: Pinzón, que ha arriesgado su vida y su fortuna a la par de Colón (y quizá más, porque más prestigio y más fortuna tiene) permanece relegado en el modesto comando de “La Pinta”, mientras que el genovés se pasea “en pavés”, enaltecido con el triple lauro de almirante, virrey y gobernador de las Indias Occidentales.

¿Hay allí una injusta asimetría? ¿no aportó Pinzón aquel “medio cuento de maravedís” que hizo posible la expedición, como escribió el padre Bartolomé de las Casas? ¿no se embarcaron con él, también, sus hermanos menores, pilotos competentes? ¿hubo, quizá y como se ha conjeturado, una promesa inicial, no documentada, de compartir riquezas por simétricas mitades que Colón no se mostraba dispuesto a cumplir?

Las sospechas se adueñan, entonces, del ánimo de Pinzón. Y crecen, cuanto más crece la infatuación de su camarada. La ruptura, así fermentada en el oscuro légamo de las peores suspicacias, era ya cosa inevitable.

La noche del 21 de noviembre, habiendo salido a la mar dos jornadas antes, Colón ordena volver a Cuba porque el oleaje y los vientos dificultan la navegación con rumbo noroeste. Tras las señas convencionales de mando emitidas por los fogariles, la proa de “La Niña” obedece, pero “La Pinta”, que capitanea Pinzón, sigue su derrotero. Al amanecer, la nao rebelde ya no era visible ni siquiera en el horizonte.

Una vista de la estatua
Una vista de la estatua de Cristóbal Colón y una bandera española en la Plaza Colón en Madrid (imagen de archivo: REUTERS/Paul Hanna)

Colón supuso que su asociado deseaba adelantarse en la vuelta a España para atribuirse la hazaña. De hecho, Pinzón no se privó de escribir a Sus Majestades dando cuenta del hallazgo. Quizá, simplemente, la desconfianza lo movió a procurarse en la tierra designada como “Babeque” aquellos tesoros imaginarios que su Almirante no iría a compartir con él. No lo sabemos.

Lo cierto es que recién el 6 de enero de 1493 reapareció el navío díscolo: había visitado las islas cercanas y hasta había fondeado en el río bautizado como… “de Martín Pinzón” (que luego Colón renombraría como “de Gracias”).

El reencuentro de ambas carabelas (Colón iba al mando de “La Niña” pues la “Santa María” había encallado el día 24 de diciembre) trajo una nota de perplejidad surrealista: Pinzón ofrece como pueril excusa el haberse extraviado… ¡Él justamente! ¡con semejante “expertise”!

Nada respondió Colón. No hubo reproches ni siquiera en la aspereza gruñona de la “parla marinera” o la jerga levantisca. Su mutismo, como un muro inexpugnable y brumoso, fue quizá más categórico que cualquier reclamo airado. La ambición y el rencor los había separado para siempre.

Otra versión ilustrada de la
Otra versión ilustrada de la llegada de Colón a América

Y luego, en la noche del 14 de febrero, el mar volvió a separarlos cuando una tormenta desvió a Pinzón hacia Bayona de Galicia y a Colón hacia Lisboa. Ambos capitanes arribaron a Palos de Moguer, el punto de partida, el mismo día, a mediados de marzo. No iban a dirigirse la palabra nunca más, ni siquiera durante la semana en que Colón permaneció en La Rábida. Tampoco tuvo contacto, según parece, con su hermano Vicente Yáñez, que se mantuvo apegado al almirantazgo.

El ocaso de Pinzón

Para entonces, Pinzón era ya un hombre en la sombra, o quizá una sombra con figura humana -como los espectros homéricos que invocó Odiseo-, un capitán en el ocaso, quebrantado por la enfermedad, el despecho y la frustración, aumentados por la negativa de los Reyes Católicos a recibirlo en audiencia sin la presencia de Colón.

Acaso el gusano persistente de la rabia corroyó sus últimas jornadas: tras pasar pocos días en una hacienda en los confines de Moguer, sus deudos lo llevaron a La Rábida, para que muriera en la seráfica hermandad franciscana, según su voluntad. Como ocurrió con Colón, años más tarde, murió sin conocer la dimensión ecuménica de su descubrimiento. Y como el Almirante, también, fue dado a la huesa amortajado con el hábito de San Francisco.

Casa mortuoria de Colón
Casa mortuoria de Colón

Se apagaba, de ese modo, el “doble” de Colón, su “alter ego” desde los dificultosos aprestos portuarios y durante aquella larga e incierta navegación. Si el genovés había sido la encarnación exaltada del genio latino, Pinzón había sido la encarnación reposada de la pericia marina y del empresariado náutico de cepa española. He allí su “quid” ante la historia, su rol insustituible que se proyecta, hasta nuestros días, con valor de ejemplaridad.

Alguien insinuó, con sarcasmo, que la muerte lo salvó a tiempo del juicio condenatorio del presente. Porque ese mismo marino y señor de su nao, puesto a adelantado o a encomendero, ¿hubiera imitado la conducta cruel del Almirante? La tendencia de la época y las condiciones objetivas de cualquier conquista lograda al filo de la espada, parecen determinar la respuesta. Sin embargo, en el misterio de la libertad humana, yace esa duda que jamás será despejada.

Y así como los restos mortales de quien, al final, vino a ser su Némesis terrena, alcanzaron el tributo póstumo de ser disputados por dos sepulcros (uno en Santo Domingo y otro en Sevilla), los despojos de Pinzón, en cambio, fueron a confundirse con otros tantos, en el moho vermicular de un osario común, debajo del pavimento del coro de la iglesia de La Rábida, a la espera de la resurrección que proclaman las Escrituras.

La reivindicación histórica: monumentos y nomenclatura urbana

A comienzos de la década de 1920, un cronista madrileño deploraba, en las páginas de la revista “Blanco y Negro”, la ausencia de un monumento que honrase a Pinzón en su tierra. La deuda fue reparada mucho después y existen, por lo menos, dos o tres estatuas modernas que lo recuerdan, en Palos de la Frontera y en Bayona.

Monumento a Martín Alonso Pinzón
Monumento a Martín Alonso Pinzón en Palos de la Frontera

La Buenos Aires de ayer (ésa que ya no existe ni volverá a existir) tampoco lo olvidó: una calle que va de Barracas a La Boca se llama Pinzón (pese a que, según me informa el arquitecto Julio Cacciatore, los boquenses insisten en pronunciarla como palabra grave, acentuando inexplicablemente la letra “i”). Y aunque difícilmente los transeúntes del presente lleven cuenta de sus méritos, al menos su nombre permanece en la cartografía urbana de “este lado” de la “mar océano”, que él ayudó a descubrir y que sin él, probablemente, no se hubiera descubierto entonces.

Porque mientras la gloria de Colón es ruidosa y contradictoria, y será siempre litigiosa y polémica, la de Pinzón es simplemente silenciosa.

Guardar