“Quedate tranquilo que vuelvo”
Pasaron 51 años y Antonio José Vizintin todavía no sabe por qué se despidió con esa frase de su papá, que lo había llevado hasta el aeropuerto de Carrasco en Montevideo el 12 de octubre de 1972. “Fue algo que se me ocurrió en el momento. Después tomó otro significado”, cuenta.
Tintín, como lo apodan, era uno de los dos hijos de Román, un rematador, y Josefina, una médica y hermano de Álvaro, un año y medio menor. Tenía una vida tranquila, acomodada, en el barrio de Carrasco. Vivía a cinco cuadras del colegio Stella Maris. “Iba en bicicleta, y después caminando”, recuerda. Cuando terminó el secundario comenzó a estudiar abogacía y jugaba al rugby en el Old Christians, el club de ex alumnos del colegio. Con ellos se embarcó en el Fairchild de la Fuerza Aérea Uruguaya que los llevaría a Chile para jugar un partido frente al Old Boys de Santiago. Una buena excusa para viajar y conocer chicas. Salieron 45 personas, entre tripulantes y pasajeros. En el medio existió una tragedia o un milagro: el avión se estrelló en la cordillera de Los Andes. Pero 16 sobrevivieron.
“Antes de tomar el vuelo me fui a comprar un saco azul, porque no tenía. Subí al avión y me senté en uno de los asientos del fondo”, relata. Todos los que iban en las ubicaciones traseras murieron cuando el avión golpeó contra las rocas y se partió. La cola quedó lejos de donde terminó el fuselaje. Pero antes hubo una mano del destino, y Antonio, que hoy tiene 70 años, se salvó.
El mal tiempo obligó a una parada técnica en Mendoza. Todos bajaron para conseguir alojamiento. A dedo, o en una camioneta, llegaron al centro. Tomaron un café en el Automóvil Club Argentino. La sucursal (le escribió alguna vez un mendocino a Vizintín) lleva casualmente el número 16. El resto del tiempo fue descansar, salir a dar una vuelta, y conocer a tres chicas, con quienes fueron a cenar a La Taberna de Padovani. Era usual firmar las paredes. Los jóvenes uruguayos estamparon sus nombres y una frase: amigos para siempre.
El accidente
Al día siguiente, retomaron el vuelo. Vizintín recuerda todo. El momento del impacto, claro. Pero también lo que sucedió quince minutos antes de ese 13 de octubre a las 15.30. “Yo iba en el último asiento. Habíamos pasado unos pozos de aire, estábamos todos sentaditos con miedito, por decirlo así. Y vi que por el pasillo venía un hombre con un maletín y unos mapas. Nos dijo ‘ustedes cuatro, pasen a otro asiento”. Así que yo me senté delante de todo, de lado derecho. Ahí me encontró el accidente”. Nunca supo quién era ese hombre. Hay sólo dos posibilidades: el teniente Ramón Martínez (que era navegante) o el sargento Ovidio Ramírez (que viajaba como auxiliar de vuelo), muertos en la cola del avión. Vizintín supone que “algo ya andaría mal, algo no les cerraría a los pilotos”, conjetura.
Poco después miró hacia afuera por la ventanilla y vio tierra. “No es algo que tengas que ver si volás sobre la cordillera. Y de pronto los motores empezaron a rugir a fondo. Yo creí que el avión estaba cayendo, pero se estaba deslizando montaña abajo. Y en un momento se frena de golpe. Yo venía con la cabeza gacha, agarrado desde abajo al asiento como te explicaban. Adelante mío tenía una mampara, después un lugar para dejar bolsos y la cabina de los pilotos. Me la llevé por delante con el asiento y quedé abajo de todo. Recuerdo que se hizo silencio por un momento. Hasta que empezaron a sentirse los gritos y los pedidos de auxilio”. Luego del accidente quedaron 32 sobrevivientes. Al día siguiente eran 28.
Recién a las 72 horas de estar en la montaña, Antonio notó un reguero de sangre que le corría por su mano. Pensó que no era nada, pero Roberto Canessa -que era estudiante de segundo año de medicina- le cortó la manga del saco y vió “como un hígado, un coágulo enorme, como una gelatina que se formó y me salvó la vida, porque sino me desangraba”, explica. Tres años después, luego de un partido de rugby en el que se golpeó, un médico le descubrió dos costillas fracturadas, pero ya sanas. Vizintín lo explica: “En la montaña, cuando respiraba me dolía. Y de repente me apreté con los dedos y me di cuenta que me dejaba de doler. Me puse un cinturón y olvidé el tema. Es decir, pasaron los 70 días, y cuando me saqué la ropa encontré un cinturón en la barriga… me soldaron solas”.
El hambre
Desde el minuto cero del accidente, comer fue el gran desafío. Habían juntado todos los alimentos que encontraron en el avión, desde galletitas, chocolates, caramelos y bebidas. “Todas las noches, cuando estábamos sentados dentro del avión a punto de dormir, alguien pasaba y te daba una tapita de gaseosa, licor de whisky o vino, Y luego venía otro y repartía lo que sería una uña del dedo meñique de galletita o chocolate. Fue lo único que comimos en los primeros diez días”.
Cuando el hambre se hizo sentir fuerte, dice Vizintín que los mayores del grupo -”lo que en rugby se llama ‘la cocina’”- se reunieron para definir un paso terrible pero crucial para la supervivencia. “Estaban Adolfo (Strauch), el capitán (Marcelo Pérez del Castillo Ferreira), Daniel Fernández… A la noche vinieron y nos plantearon a los 28 que éramos entonces: ‘miren muchachos, comiendo como hasta ahora no vamos a vivir mucho más. Los rescates no vinieron, no nos buscan más. La única forma de seguir vivos es alimentándonos con los cuerpos de los que murieron…’. Fue un golpe brutal. Yo no lo había ni pensado. Me causó una impresión enorme saber que para vivir me tenía que alimentar de aquel que había practicado hasta la semana pasada, con un compañero de clase con el que compartí doce años de colegio”.
Fue, dice Antonio, “romper un tabú importante, algo para lo que no estás preparado. Pero en la cordillera los plazos eran cortos, había que tomar decisiones y era de vida o muerte. Pero una vez que se tomó la decisión, el tema quedó atrás y lo que se trató fue de salir adelante y seguir vivos”.
La primera vez que comió carne humana, Vizintín no la olvida más. “Ponían sobre una chapa pedacitos del tamaño de un fósforo, largos y finitos. Pasabas y agarrabas un trocito que estaba congelado. Y te lo ponías en la boca y lo masticabas. ¿Qué te puedo decir? Tenías culpa de lo que estabas haciendo, porque la sociedad no te prepara para eso. Y a la vez tenías mucha hambre, mucha necesidad. Y finalmente te dabas cuenta que era eso o morir rápidamente”.
Con el paso de los días, todos lo naturalizaron: “Lo que para vos son restos humanos, para nosotros fue comida. Es decir, ya bastante costó dar ese paso como para pensar continuamente que eran restos humanos. Era el alimento para poder seguir vivos y era lo que nuestros compañeros nos dieron para continuar la vida. Hicimos un pacto entre todos: debíamos continuar viviendo, y si moría otro, sería el alimento. Pero como te decía, era comida y punto”.
La desesperación
El domingo 29 de octubre, cuando la odisea llevaba 17 días, llegó otro mazazo: un alud que mató a 8 de los sobrevivientes. Otro golpe que puso a prueba hasta la fe en Dios, por lo menos así lo sintió Antonio: “Estás solo en el mundo, no sabés ni dónde, pero sí que no te buscan más. Pero te adaptás. Tras cartón, te tenés que alimentar con los cuerpos de tus compañeros. Y después el alud, que además de matar a tus amigos te da una inseguridad brutal por mucho tiempo, porque pensábamos que se podía repetir. Una cantidad de cosas que no entendíamos. Ahí nos enojamos con Dios. En un momento pensábamos que Los Andes eran el Purgatorio y que los buenos eran los que se morían porque dejaban de sufrir. Y los malos éramos nosotros, los que seguíamos vivos, porque teníamos que seguir sufriendo para morir después…”
Durante varios días, el grupo se mantuvo en 19 sobrevivientes. Entre el 15 de noviembre y el 11 de diciembre, fallecieron tres más. Pero los 16 que permanecieron desde entonces no sólo no murieron, sino que edificaron la historia de supervivencia más grande del Siglo XX. Por empezar, mientras duraba la luz del sol (en octubre entre las 11.00 y las 15.00 y en noviembre entre las 9:00 y las 18:00), no había demasiado tiempo de ocio. Todos tenían su quehacer. Estaban los que “fabricaban” agua, los encargados de la difícil tarea de seccionar el alimento, los que limpiaban el fuselaje. A Vizintín le tocó ser uno de los exploradores. “Sobre todo a partir de noviembre subíamos y bajábamos la montaña buscando un camino para salir… Primero buscamos la cola del avión. Estaba a una hora y media de caminata. Estábamos con Nando Parrado y Roberto Canessa en la primera expedición, y nos sirvió de base para dormir. De hecho, cuando tuvimos que seguir y dormir a la intemperie, casi nos morimos. Ahí nos dimos cuenta que no estábamos preparados todavía. Y aprendimos. Por ejemplo, se hicieron los sobres de dormir, que fueron fundamentales para el viaje que emprendimos los tres al final y terminaron Nando y Roberto. Ellos estuvieron siete noches metidos adentro de eso”.
Sólo de noche, en el silencio, la cabeza comenzaba a trabajar. “Pensaba mucho cuando estaba pronto para irme a dormir, cuando estaba solo conmigo. Me decía ‘de acá no nos podemos ir, esto es imposible, no nos salvamos. Te desarmabas, llorabas por tus padres, tus hermanos y tu familia. Yo pensaba, por ejemplo: ahora están haciendo la comida, están por cenar, mamá está haciendo tal cosa, papá está haciendo tal otra... Y me dormía con esa cabecita. Pero al otro día me despertaba diciendo yo puedo salir de acá, voy a seguir adelante. , y de día volvía a ser un luchador, un Superman insoportable que no veía las cosas malas y era capaz de caminar las montañas. Volver a ver a mi familia fue lo más importante, lo que me motivó -y a todos- a salir de ahí”.
El camino hacia la vida
El viaje que terminó con Parrado y Canessa hallando al arriero chileno Sergio Catalán el 20 de diciembre comenzó el martes 12 con Vizintín acompañándolos en la empresa. Con una particularidad: Antonio llevaba, en una mochila, “entre 30 y 40 kilos de comida”, dice. “A mí me dijeron ‘Tintín, esta es tu mochila’, y la agarré. No se que llevaban las de Nando y Roberto. Pensá que yo pesaba en ese momento 60 kilos, cada vez que perdía la vertical me caía para atrás por el peso. Caminamos tres noches hasta llegar a la cumbre. Y me agoté”.
Allí se dividieron. Vizintín, solo, regresó al avión. “Desde arriba no se veía. Pero el lugar era, cómo decirlo, como una palangana. Bajara como bajara, siempre me iba a encontrar con el avión”, explica. Lo que le llevó tres días para subir, apenas le insumió dos horas para bajar. “Fue rápido… hice culipatín con los almohadones que llevábamos para aumentar la superficie de apoyo de los pies en la nieve. Me puse uno en la cola, otro en los pies y empecé a deslizarme montaña abajo. Cuando agarraba demasiada velocidad, lo frenaba, corregía la posición y seguía bajando. No bajé caminando, fue algo más inconsciente, y más divertido”.
Desde el fuselaje del Fairchild, a los tres que marcharon hacia el oeste los pudieron ver durante los dos primeros días. Al tercero, se perdieron de vista. Cuando Vizintín regresó, fue al revés. Al llegar, lo recibieron todos. Mientras tanto, Parrado y Canessa completaron la hazaña. Los 14 que estaban en la montaña se enteraron por radio. “Siempre digo que hasta ese momento todos compartimos todo.Usábamos lo que encontrábamos por ahí. Pero cuando sentimos que nos vendrían a buscar, cada uno empezó a buscar sus cosas, empezó a haber propiedad privada nuevamente. Armamos nuestras mochilas con lo que teníamos y esperamos el rescate”.
El 22 de diciembre de 1972, a las tres de la tarde, pudieron escuchar los motores de los helicópteros. Por una cuestión de espacio, Vizintín y otro grupo fueron devueltos a la civilización al día siguiente. Había pasado 72 días en la montaña.
Cuando volvió a Montevideo, los esperó una multitud. “Estaba lleno de gente que nos vitoreaba por todos lados, hubo una conferencia de prensa llena de periodistas, estaban los alumnos del colegio. No entendía mucho por qué. Más allá de haberte alimentado con tus compañeros, no veía ninguna cosa extraordinaria”. Luego, su padre lo llevó al balneario La Coronilla, a 300 kilómetros de Montevideo. Estuvo desde finales de diciembre hasta marzo. Regresó para continuar con sus estudios en la facultad. “Por suerte somos pocos en Uruguay, pude llevar una vida más o menos normal”, cuenta. Se casó con Josefina Serrato, trabajó en una inmobiliaria, en una empresa de plásticos, tuvo una empresa de importaciones y en la actualidad hace desarrollos inmobiliarios junto a uno de sus hijos, Patricio, que es arquitecto. Su otra hija, Lucía, es contadora. Tiene en total cuatro nietos que a veces le preguntan qué pasó en Los Andes, y otras tantas, cuando les quiere contar algo, le dicen “ya sé, abuelo” y siguen en lo suyo.
Como la mayor parte de los 16 sobrevivientes, Vizintín ofrece charlas donde cuenta la dura pero maravillosa historia de resiliencia que vivió en la cordillera. “Cada uno de nosotros tiene su personalidad. Pero allá arriba quedaron de lado las vanidades, los orgullos y todas esas cosas que nos corroen. En la nieve, la necesidad hizo que desaparecieran y que nos comportemos como un grupo humano. Fue lo que nos permitió salir de ahí”, resume. Como todos, aguarda el estreno de la película La Sociedad de la Nieve (Netflix) sólo para verla por cuarta vez: “Muestra lo que nosotros queríamos, el sentimiento que tuvimos allá arriba en la montaña, lo impresionante que son y lo chiquitos que somos nosotros. Esa inmensidad y esa pequeñez te hace pensar que hay un Creador de todo eso”.
-Entonces, ¿te amigaste con Dios?
-En parte sí. En parte sí.