El 12 de octubre de 1963 cayó en sábado feriado en la Argentina, por lo que entonces todavía se llamaba El Día de la Raza. Las tapas de los diarios estaban cargadas de noticias fuertes: las muertes, el día anterior, de Edith Piaf y de Jean Cocteau, que enlutaban el mundo de la cultura; la renuncia del primer ministro de Alemania Federal, Konrad Adenauer, y una nueva escalada en la guerra de Argelia, donde las guerrillas anticolonialistas ponían en aprietos al ejército francés.
En la Argentina, sin embargo, la noticia principal era otra, la asunción a la presidencia de Arturo Umberto Illia, un médico de 63 de años, nacido en Pergamino pero a quien muchos creían cordobés, que había ganado las elecciones del 7 de julio de ese año encabezando la lista de una de las dos fracciones en las que por entonces estaba dividido el radicalismo, la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP).
Con la llegada de Illia a la Casa Rosada, el país parecía recobrar la normalidad institucional que – una vez más – se había interrumpido con el golpe que, a fines de marzo de 1962, terminó con el derrocamiento de otro radical, pero de la fracción contraria, Arturo Frondizi, y que había continuado con la farsa constitucional que puso en el sillón de Rivadavia a quien era el presidente del Senado, José María Guido.
Pero esa normalidad institucional que en apariencia retornaba con la investidura de Illia como presidente y Carlos Perette como vice distaba mucho de serlo.
Los desafíos de Illia
Por el contrario, era un verdadero desafío construirla. Lo decía con todas las letras en su editorial Roberto Noble, el director de Clarín en la pomposa prosa periodística de la época: “Este es el día del reencuentro con la Constitución. El país se constitucionaliza con comicios que no han sido lo ideal, pero han sido lo posible, y la política – que hace a la conducción de los Estados – es el arte de lo posible. Para que esto haya podido ocurrir, ha sido necesario el concurso de todos. Necesario es que lo tengan presente quienes han de gobernar. Porque ya nadie tiene derecho a equivocarse”.
Si el editorial de Noble sonaba como una advertencia, la distribución de los títulos en la portada misma del diario mostraba lo complejo del panorama político argentino. El título principal era, por supuesto, el anuncio, para esa mañana de sábado, del juramento de Illia y de su mensaje ante la Asamblea Legislativa en el Congreso de la Nación, pero en el tope de la tapa había otro que mostraba el lugar que jugarían las Fuerzas Armadas de ahí en adelante: “Secretarios militares: serán designados hoy a mediodía”.
En cambio, la jura de los ministros – teóricamente de una jerarquía superior a la de los secretarios, ocupaban apenas media línea de la bajada: “Los integrantes del gabinete prestarán su juramento a las 15.45″.
Debilidad de origen y firmeza política
Illia, casado y con tres hijos, llegaba al gobierno luego de una larga carrera política dentro del radicalismo, iniciada en los revulsivos días de la Reforma Universitaria, en 1918, cuando apenas cursaba su primer año en la Facultad de Medicina de la UBA.
En su haber tenía un mandato como diputado nacional, senador provincial y luego vicegobernador de la provincia de Córdoba, donde se radicó en Cruz del Eje después de recibirse, y gobernador electo de la misma provincia en 1962, cargo que no pudo asumir debido al golpe que derrocó a Frondizi.
Pese a haber ganado las elecciones presidenciales del 7 de julio de 1963, su capital político distaba de ser envidiable. Con el peronismo y el comunismo proscriptos, había triunfado con apenas el 25,1 por ciento de los votos, por encima del 16.4 por ciento del candidato de la otra fracción del radicalismo, la UCRI, Oscar Alende, y el 13,8 por ciento del dictador de la autodenominada Revolución Libertador – la que había derrocado a Juan Domingo Perón -, el general retirado Pedro Eugenio Aramburu.
Pero la cifra más preocupante – la que minaba su capital político – era otra: el 21,2% de votos en blanco o anulados, siguiendo las directivas que Perón había dado a sus partidarios desde su exilio madrileño.
Podía decirse que las tenía todas en contra: unas Fuerzas Armadas dispuestas a condicionar la democracia y un peronismo proscripto, dispuesto a una oposición despiadada cuya primera señal era el aluvión de votos en blanco.
Con eso debía gobernar y no solo tomando medidas sino también enfrentando los complots para derrocarlo que se empezaron a orquestar casi desde el primer día.
Consciente del panorama que enfrentaba, nombró un gabinete integrado por radicales de su mayor confianza, a los que mantendría durante todo su gobierno, excepto uno que murió en funciones: Juan Palmero en Interior, Miguel Ángel Zavala Ortiz en Relaciones Exteriores, Eugenio Blanco (reemplazado tras su fallecimiento por Juan Carlos Pugliese) en Economía, Carlos Alconada Aramburú en Educación y Justicia, Arturo Oñativia en Salud, Miguel Ferrando en Obras y Servicios Públicos, Leopoldo Suárez en Defensa, y Fernando Solá en Trabajo y Seguridad Social.
Una de sus primeras medidas de gobierno demostró que no estaba dispuesto a someterse fácilmente a las presiones militares: eliminó algunas de las restricciones políticas que pesaban sobre el peronismo y permitió que el 17 de octubre – es decir, cinco días después de asumir – sus partidarios realizaran un acto recordando la fecha histórica del movimiento en la Plaza Miserere.
Enemigos muy poderosos
Pese a que – 60 años después – la gestión de Illia puede ubicarse entre las mejores presidencias argentinas de la segunda mitad del Siglo XX, desde el primer momento fue atacada con saña.
Entre 1964 y 1966, el gobierno radical se fue desgastando por presiones de muchos lados: las protestas sindicales promovidas por líderes peronistas, así como por las maniobras de las grandes centrales empresarias que reclamaban una liberalización de la economía y, por supuesto, menos peso del Estado.
También se quejaban por la caída de las reservas del Banco Central y se oponían al control de cambios que frenaba el aumento del dólar oficial. Y protestaban por el control de precios que trataba de frenar la inflación.
El capital transnacional se quejaba de las medidas “de corte estatista”. Uno de sus principales caballitos de batalla era que el gobierno radical había anulado los contratos petroleros firmados durante la presidencia de Frondizi -que permitían un rol más activo de las empresas extranjeras en detrimento de la estatal YPF-, y había limitado la salida de capitales. La anulación de contratos petroleros había traído como consecuencia sanciones de organismos financieros internacionales y se había desalentado la inversión externa.
Por otro lado, Illia se había ganado la enemistad furiosa de los grandes laboratorios farmacéuticos con la ley Oñativia, que regulaba los precios de los medicamentos y creaba comisiones fiscalizadoras de los costos y la calidad de los productos. Los grandes laboratorios no las aceptaron.
En cambio, empezaron a publicar solicitadas contra Illia y a tejer alianzas para que desaparecieran los controles del Estado.
Del lado de los asalariados, las presiones también eran fuertes: los planes de lucha de la CGT, con reivindicaciones salariales y políticas, levantaban la temperatura de empresarios y militares. Estos pedían abiertamente a Illia que ordenara reprimir, a lo que el presidente se negaba terminantemente.
Logros opacados
En ese contexto, los logros de la presidencia de Illia quedaron opacados por la acción de una oposición cada vez más salvaje, unas Fuerzas Armadas acechantes y campañas de prensa destinadas a destruir su figura.
Sin embargo, no fueron pocos. Durante sus casi mil días de gobierno, se redujo el desempleo y la deuda externa, se achicó el gasto público a pesar de haberse aumentando los presupuestos educativos a porcentajes nunca más alcanzados y las partidas destinadas a salud y vivienda, con un crecimiento del PBI a razón de un 10 por ciento cada año, en particular el PBI Industrial.
En política exterior, la resolución 2025 de la ONU de diciembre de 1965, que reconoció la existencia de una disputa de soberanía entre el Reino Unido y la Argentina en torno a las Islas Malvinas, fue el único éxito argentino en dos siglos de reclamos para recuperar el archipiélago.
En materia de comercio exterior, Illia mantuvo el superávit comercial con un saldo ampliamente positivo consecuencia de un esquema cambiario que evitaba la revaluación del peso en la etapa de expansión de la economía, y por lo tanto las macro devaluaciones en el momento de inflexión en que la balanza de pagos se convertía en deficitaria. Para ello se aplicaban pequeñas correcciones cambiarias que evitaban bruscas transferencias intersectoriales de ingresos y rentabilidad.
Con una inteligente política de transporte – sobre todo en cuanto a la marina mercante – las exportaciones crecieron a 21,6 millones de toneladas de cargas, de las cuales los barcos argentinos transportaron 3,8 millones, más de las tres cuartas partes en tráficos con países americanos.
Por si fuera poco, durante el gobierno de Illia, la Argentina no tomó un solo dólar de endeudamiento externo.
Conspiradores militares
Entre los militares, el sector más cerril en la oposición al gobierno estaba orientado por el general Julio Alsogaray, entonces director de Gendarmería, que proponía a agudizar los conflictos y derrocar a Illia cuanto antes.
En cambio, el general de caballería Juan Carlos Onganía, no quería apresurarse. Hay que esperar el momento preciso, decía.
Por eso, entre 1964 y 1966, civiles y militares “fragoteros” – como se los llamaba - dispuestos a conspirar contra el gobierno radical se dedicaron a preparar, sin prisas pero sin pausa, el golpe de Estado. Se reunían en la casa del hermano del general Julio Alsogaray, el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray, uno de los ideólogos económicos de la movida.
Pero que había un golpe en marcha no era un secreto para nadie. Muchos habían anticipado, sin fecha precisa, que Illia sería echado por las Fuerzas Armadas. El semanario Confirmado –creado y dirigido por Jacobo Timerman- lo había publicado en su edición del 23 de diciembre de 1965. El título de tapa de aquel número fue “Onganía ¿Qué hará en 1966?”
La cuenta regresiva
Para junio de 1966, Illia no tenía respiro. Los medios sumaban presión para voltear al radical cordobés. Habían instaurado un sobrenombre para la imagen del presidente: “la Tortuga”, incapaz de tomar “las decisiones que el país necesitaba”.
Después de una semana de tensión, al final de la tarde del lunes 27 de junio, el secretario de Guerra de Illia leyó un comunicado firmado por el presidente en que se decretaba la destitución del general Pascual Pistarini, comandante en jefe del Ejército, a quien el gobierno consideraba cabeza de la conspiración.
No pasó mucho tiempo hasta que desde el Comando General del Ejército salió otro comunicado según el cual la orden presidencial “carecía completamente de valor”. Los movimientos de tropas acompañaron las palabras del comunicado.
La noche del lunes, el teniente Aliberto Rodrigañez Ricchieri, a cargo de la guardia presidencial en la Casa Rosada, tomó la decisión de poner en estado de alerta a los 30 granaderos que tenía bajo sus órdenes para defender al presidente. Ordenó cerrar los accesos y poner dos ametralladoras para enfrentar a quienes quisieran ingresar por la fuerza.
Enterado, Pistarini llamó por teléfono al jefe del regimiento, coronel Marcelo D´Elia. Ambos habían formado parte del complot que en 1951 intentó voltear a Juan Domingo Perón. Y los dos fueron a parar, junto a muchos otros golpistas, al penal de Rawson.
No obstante, el jefe de los Granaderos, fiel a su misión de garantizar la seguridad presidencial, le ofreció a Illia su apoyo:
-Gracias, coronel. Pero no quiero derramamientos de sangre – le respondió el presidente.
El golpe de Estado
Martes 28 de junio de 1966, 7 de la mañana de un día gris. El general Julio Alsogaray, acompañado por los coroneles Luis Prémoli y Luis Perlinger, entran a la Casa Rosada y caminan a paso firme hacia el despacho del presidente de la República, el médico Arturo Umberto Illia. No golpean a la puerta ni piden permiso para entrar. Van desarmados, pero saben que tienen toda la fuerza.
Illia levanta la vista, los ve y los ignora deliberadamente. Está reunido con sus dos hijos, su yerno y una veintena de colaboradores que lo han acompañado durante la noche. Siguen hablando entre ellos.
Alsogaray espera en silencio unos segundos y después le dice:
-Doctor Illia, suspenda un momento, por favor.
Illia lo sigue ignorado. Está firmando fotos para todos los presentes, sabiendo que serán testimonio de su último día en el gobierno. Para romper la escena, Alsogaray intenta manotear las fotos que están sobre la mesa, pero el presidente se lo impide.
El general Alsogaray no está acostumbrado a que lo desobedezcan. Después de un momento de estupor, se repone y grita, ahora con voz cuartelera:
-Doctor Illia, le vengo a pedir su renuncia en nombre de los comandantes en jefe.
-General, usted no puede hacer esto. El pueblo les confía las armas para que ustedes protejan a las instituciones y garanticen su libertad, y van a traicionarlo una vez más. ¿Me comprende? – responde el presidente mirando al general a los ojos.
-¿Quiere trasladarse a la residencia de Olivos o a otro lado? – insiste Alsogaray, como si no hubiera escuchado.
-Pero general, ¿cómo me puede decir esto? A ustedes no les asiste ningún derecho. ¿Qué me puede importar adónde voy a ir? Lo que importa es el pueblo y ustedes están avasallando... – empieza a contestarle el presidente.
Alsogaray da un paso adelante e intenta tomarlo del brazo. Gustavo Soler, yerno Illia, se interpone.
-Doctor Illia, usted me obliga a emplear un medio que no deseaba de ninguna manera; lo lamento... – dice Alsogaray, mientras el coronel Perlinger empuja a Soler y mira a los presentes con una clara amenaza en sus ojos.
Alsogaray abre la puerta del despacho y llama a los efectivos de la guardia de infantería de la Policía Federal que lo esperan en la antesala. También han entrado en la Casa Rosada sin que nadie se los impidiera. Llevan bastones largos y escopetas de gases lacrimógenos.
-Procedan – les ordena en general y los policías entran al despacho del presidente como si estuvieran allanado un prostíbulo o un garito. Irrumpen a los gritos y revoleando esos bastones que no mucho después Quino definirá magistralmente en boca de Mafalda: “Los palitos de abollar ideologías”.
-¡Ustedes son unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces de defender a un gobierno democrático! – le grita en la cara Illia a Alsogaray.
Minutos después, Illia y sus colaboradores salen por la puerta de la Casa Rosada. El presidente depuesto se niega a que lo lleven a algún lado.
En su edición extra de ese martes – hecha a las apuradas – uno de los matutinos de mayor circulación de país relatará: “Eran las 7.25 de hoy cuando el doctor Arturo Illia accedió a hacer abandono de su despacho y de sus funciones. Un oficial y 16 agentes de policía lo acompañaban. Una Junta de Comandantes en Jefe tendrá a su cargo el gobierno hasta adoptar decisiones”.
El golpe de Estado estaba consumado y poco después el dictador Juan Carlos Onganía se apoltronó en la Casa Rosada.
La carta de Perlinger
Muchos años más tarde, cada uno por su lado, el general Alsogaray y el coronel Perlinger reconocerían estar arrepentidos de haber participado de la bochornosa escena que los tuvo como protagonistas.
Muchos años después, el coronel Perlinger le escribió una carta al presidente que había ayudado a deponer:
“Hace 10 años el Ejército me ordenó que procediera a desalojar el despacho presidencial. Entonces el Dr. Illia serenamente avanzó hacia mí y me repitió varias veces: ‘Sus hijos se lo van a reprochar’. ¡Tenía tanta razón! Hace tiempo que yo me lo reprocho porque entonces caí ingenuamente en la trampa de contribuir a desalojar un movimiento auténticamente nacional…
“Hace unos días en General Roca, Ernesto Sábato dijo a la prensa: ‘¿Sabe qué tendrían que hacer los militares después de este desastre final que estamos presenciando? Ir en procesión hasta la casa del doctor Illia para pedirle perdón por lo que hicieron’.
“El mensaje de Sábato me ha llevado a escribirle estas líneas que pretenden condensar:
“– Mi pedido de perdón por la acción realizada en 1966.
“– Mi agradecimiento por la lección que Ud. me dio.
“– Mi admiración a Ud., en quien reconozco a uno de los demócratas más auténticos y uno de los hombres de principios más firmes de nuestro país.
“Quiero aclarar que de Ud. hacia mí sólo espero su perdón y que de mí hacia Ud. le deseo todo el bien que el destino le pueda deparar.
“Saludo a Ud. con toda consideración y respeto.”