Lucas y Lola están juntos en Ramat Gan, una ciudad ubicada al este de Tel Aviv, a una distancia de quince minutos en auto. Son mellizos, argentinos y porteños, de 18 años. Viven en Israel desde febrero de 2023. Nunca habían escuchado el ruido absoluto e intempestivo de las sirenas que anuncian bombardeos inminentes, el aviso de que en cualquier momento va a caer desde el cielo un ataque que ponga a prueba el sistema de defensa militar israelí. Conocieron el pavor, se le impregnó en la piel esa sensación de indefensión la mañana del sábado 7 de octubre. El viernes se habían acostado tarde. Estaban durmiendo plácidamente.
Lucas lo hacía en una habitación con otros dos amigos en el corazón de la capital. La noche anterior había sido la noche del viernes: el sabbat, el día más importante de la semana para la comunidad judía. Había cenado en la casa de un amigo con un grupo de jóvenes latinoamericanos. Faltaban horas para que el grupo terrorista Hamas lanzara desde la Franja de Gaza una ofensiva aérea. En la frontera de un conflicto en ciernes, álgido y nunca saldado, el desconocimiento era elocuente. Nada podía hacer presuponer en Lucas que ese sábado los planes de su vida cambiarían abruptamente.
Durante el año había tenido muy pocas posibilidades de jugar a la pelota. Habían reservado una cancha de fútbol cinco el sábado 7 de octubre a las 14 horas. El entusiasmo era tal que habían convocado un plantel de quince jugadores. Se iban a dividir en tres equipos: partidos a dos goles o diez minutos, ganador se queda en cancha. Habían sacrificado su mañana de descanso de sábado para dedicárselo al fútbol. “Nosotros, como argentinos, somos un grupo muy futbolero”, cuenta. Se habían ido a dormir a las tres de la mañana. Pusieron la alarma a las doce del mediodía. Los despertó otra alarma.
“¡Sirena, sirena!”, gritó uno de sus amigos cuando entró a su habitación a despertarlos. Eran las siete y media de la mañana. “No entendía nada. Se habían cumplido siete meses desde mi llegada y nunca había sonado la sirena en Tel Aviv. Los que conocen dicen que si la sirena suena en Tel Aviv es porque está pasando algo grave”, relata Lucas. El protocolo de seguridad indica dirigirse inmediatamente al refugio o la zona segura, según la disponibilidad del lugar. La zona segura de su edificio está en los pasillos, a pocos pasos de las habitaciones.
“Nos levantamos a las siete y media de la mañana con el ruido de la sirena sin entender nada, dormidos. Así como estaba, sin agarrar nada, me bajé de la cama y me fui corriendo a la zona segura”, cuenta Lucas. Entre la confusión por una situación dramática y las secuelas del sueño, su capacidad de comprensión de la situación estaba aletargado. Recordaba la secuencia de las recomendaciones de rigor: después de que suena la sirena, debería tronar el “boom”, la respuesta de la cúpula de hierro, el sistema móvil de defensa aérea israelí que neutraliza cada misil que atenta contra la población civil. “Escuchamos la sirena, escuchamos el ‘boom’ y te sugieren que cuando se termine la sirena te quedes un ratito más a resguardo. Nos quedamos charlando. Ninguno entendía nada. Estuvimos quince minutos ahí”, narra.
Volvió a su habitación. Agarró el celular. En Argentina eran las dos de la mañana. No quería preocupar a Mariela, su mamá, y Ariel, a su papá. En el grupo de la familia, vio que Lola, su hermana melliza, ya había escrito un mensaje. La llamó. Quería saber si donde estaba había un refugio.
Lola también dormía cuando la primera sirena sonó en Tel Aviv minutos antes de las siete y media de la mañana y retumbó en el mundo. Había alquilado un departamento con tres amigas más en Bat Yam, una ciudad al sur de la capital, a una distancia en auto de quince minutos. La noche anterior, una de sus amigas, había llegado tarde de su trabajo. Ella había decidido esperarla despierta. Se quedaron charlando hasta las cinco de la mañana. Nada podía hacer presuponer en Lola que ese sábado los planes de su vida cambiarían abruptamente.
La despertó el timbre desesperado de su celular, que recién sonó en la cuarta llamada de Gabriel, su novio chileno y amigo de su hermano. La sirena que los había despertado en Tel Aviv no había impactado en Bat Yam. “No había escuchado la alarma. Él me dijo que estuviese atenta y que durmiera con la puerta abierta para poder escuchar la sirena”, dice. Lola no volvió a conciliar el sueño. Sus amigas no se habían enterado: había decidido -unilateralmente- montar una guardia en caso de tener que despertarlas para activar una evacuación.
Pasó una hora, transcurrieron dos horas y nada. El sueño la atacó cinco minutos antes de que sonara la segunda sirena en ese sábado 7 de octubre alrededor de las diez de la mañana. Ella dice que no recuerda haber percibido el paso del tiempo: fue instantáneo el momento en que se durmió con el alarido de Emma, su amiga, que la despertó. “No sabíamos qué hacer. Estábamos asustadas. Le mandé un mensaje al dueño del departamento para preguntarle qué podíamos hacer y para preguntarle dónde estaba el refugio. ‘No hay refugio, no hay habitación de seguridad, van a tener que ir a esconderse a la escaleras’, nos dijo”. Cuando abrieron la puerta del departamento, vieron una imagen inesperada, absurda, apocalíptica: el mundo caminaba por el palier. Perros, gatos, niños, adultos, circulaban raudos por las escaleras del edificio. Acompañó la marea: bajó del quinto piso al primero. “No se preocupen, sabíamos que iba a pasar”, les decían los ciudadanos locales con tal de serenarlas.
Lucas había conseguido dormir entre la primera y la segunda sirena. A las diez de la mañana, cuando volvió a replicar el alerta, repitió el procedimiento. Esta vez eligió llevar su teléfono celular con él a la zona segura. Se informó: misiles lanzados desde la Franja de Gaza, con la firma del grupo terrorista Hamas, llovían en zonas aleatorias de la capital. Con sus amigos decidieron mantenerse despiertos pero anestesiados del desdén informativo. Buscaron evitar la sobreinformación y no abrumarse por el drama. Lucas propuso mirar en YouTube la final de la Copa Libertadores 2018 entre River y Boca en Madrid. Un amigo eligió un video más salomónico: “Cuando estás triste, tenés que poner un partido del Barcelona de Pep Guardiola”. Eligieron el 5 a 0 al Real Madrid en la temporada 2010/2011. “Nos quedamos ahí, charlando. Cuando estás triste y tratás de ocultarlo, te reís pero por dentro estás dolido. Nos quedamos en silencio. Las caras de preocupación no las podíamos ocultar”, dice.
Lucas habló con sus papás a las dos de la tarde. Su mamá lo llamó preocupada. La que no contestaba el teléfono era Lola. Por el mediodía, el sueño acumulado y la angustia existencial le habían caído como anestesia. Se quedó dormida sin previsión del tiempo. La despertó una amiga, a las cinco de la tarde, después de advertir que su celular no dejaba de encenderse. “Me levanté de la siesta con mis papás putéandome en mil idiomas. Tenía muchísimas llamadas perdidas, incontables”, dice, autocrítica con su ingenuo acto de desaprensión.
La tarde transcurrió, para los dos, en una tensa calma. Procuraban estar alertas y a la vez abstraerse de la vorágine que los agobiaba. A las ocho de la noche, una nueva sirena los sorprendió. “Apareció de la nada. No la esperábamos y fue la peor. Después de que sonara la sirena, se escuchó el ‘boom’ de la cúpula. Fue el sonido más fuerte, el cagazo más grande que tuve en mi vida. Ahí fue cuando caí. Me empezaron a temblar las piernas. Me preocupé mucho por mi hermana porque decían que había caído en Bat Yam”.
En efecto: había caído en Bat Yam. La sirena la obligó, a las ocho de la noche, a volver a las escaleras del primer piso. Todo el día había escuchado explosiones lejanas. El corolario de la sirena es el estruendo del misil del domo. “Cuando suenan las sirenas -cuenta Lucas-, no significa que están cayendo misiles, sino que están tirando. La cúpula intercepta la gran mayoría de los misiles que caen en zonas urbanas”. El nuevo estallido sonó encima de Lola. “Una vecina que nació acá, vivió toda su vida acá y presenció la guerra de Yom Kipur pegó un grito desesperado. Su preocupación hizo que me preocupara el quíntuple”, relata Lola, quien recuerda la enseñanza de un residente: “Nunca te preocupes si no ves a un israelí preocupado, pero cuando veas a uno, preocupate en serio”.
En Lola se corporizó el frío del miedo. Discernió que era testigo involuntaria de una guerra, que encima de ella se estaba dirimiendo un histórico enfrentamiento entre palestinos e israelíes. Le escribió un mensaje a sus papás confesándole su preocupación. Sus papás reservaron el primer vuelo disponible que encontraron: el viernes 13 de octubre viajarán con destino a Praga. Los iban a acompañar sus respectivas parejas, los chilenos Gabriel y Aline, quienes finalmente se subirán a un vuelo de repatriación enviado por el gobierno de su país.
Los mellizos volvieron a reencontrarse el mediodía del lunes. Están juntos desde entonces en una zona segura de Ramat Gan. Habían llegado a Israel en febrero. Habían egresado de la escuela ORT. Habían adoptado una filiación familiar de visitar la tierra hebrea. Habían decidido que lo harían después de terminar la secundaria. Habían acordado acercarse al país donde viven sus tíos, sus primos y los primos de sus padres. Él había aplicado para el plan de estudios de un programa educativo de ocho meses de duración sobre innovación y emprendedurismo. Ella había elegido un programa de clases en inglés y en hebreo de business en el marco de una iniciativa de la universidad Oranim Academic College, con una duración de cuatro meses. Él había cumplido módulos de entrenamiento militar básico, de emprendedurismo y de pasantías. Ella había sacado una visa laboral para trabajar como asistente en el hotel Hilton y en septiembre había aprovechado su tiempo para pasear, conocer gente, ir a fiestas.
“A mí me dolieron mucho los primeros días. Es duro vivirlo, es muy cruel. Por eso, cuando se empezó a evaluar la posibilidad de volverme, me negaba. No quería dejar a mi familia acá”, dice Lucas. “Tuvimos que hacer un grupo de whatsapp con las mamás de mis amigas para que si alguna no responde por alguna razón, por ejemplo si se fueron a trabajar o si están durmiendo, todas mantengamos informadas a las familias que están en Argentina”, rescata Lola. Tienen 18 años. Viven días bajo fuego.