La última imagen que Ricardo Vega tiene de su padre se remonta al sábado 18 de diciembre de 1971 en el aeropuerto de Ezeiza. Al día siguiente, Ricardo Luis Vega, su papá, piloto comercial y bombero voluntario, murió junto a los otros cinco miembros de la tripulación del avión Douglas DC-4 de la empresa de cargas Aeropalas, mientras transcurría el último tramo de su vuelo hacia el aeropuerto de Maiquetía en Caracas, Venezuela, luego de una escala en Lima, Perú. La aeronave se estrelló en medio de una furibunda tormenta contra el cerro Huaycas, de 3.150 metros de altura.
Pasaron 52 años. Ricardo, que se dedica al diseño de interiores, mira la portada del libro que publicó con la historia del accidente (“La imagen oculta”, editado por Pacto de Lectura). La ilustración representa aquella escena. La de la despedida. Es una de las tragedias más olvidadas de la aviación civil argentina. Allí volaba, además de su padre, la primera piloto comercial que tuvo nuestro país, Mirta Tanevich.
Hoy, Ricardo cuenta por qué fue al rescate de la historia: “Soy el mayor de los cuatro hijos, el que más compartía con mi papá. Cuando mamá me contó del accidente, para mí fue shockeante. Lo único que se me ocurrió fue salir corriendo a la Iglesia, que está a la vuelta del Cuartel de Bomberos, donde siempre lo visitaba. Yo recién había cumplido nueve años en octubre, y en mi carrera le prometí a mi papá que iba a llegar al Perú, donde él murió con sus compañeros. Por qué lo hice, no lo sé. Ni sabía dónde quedaba Perú. Pero mi impulso fue correr hacia dónde estaba mi papá”.
La despedida
Ricardo Luis Vega había obtenido su licencia como piloto el 27 de diciembre de 1957. Y en agosto de 1960, a los 20 años de edad y con 2.945 horas de vuelo, logró su brevet como piloto comercial. Además, desde los 16 años era Bombero Voluntario en el Cuartel de Lomas de Zamora. Cuando cumplió 30 lo nombraron jefe del Destacamento 1 de la ciudad de Banfield. Al embarcarse en su último viaje trabajaba como piloto para la firma Hemarsa, pero como lo tentaron desde Aeropalas, pidió cuatro días de licencia y tomó el conchabo. Según cuenta su hijo, “era un ingreso extra en dólares que les venía muy bien para afrontar los pagos atrasados de cuatro cuotas del crédito hipotecario de la casa que habían comprado el año anterior. Ya había llegado a nuestro domicilio una carta documento donde se comunicaba que, de no cancelar dicha deuda; la casa pasaría a remate”.
La mañana del 18 de diciembre, el piloto se levantó temprano en su casa de la esquina de Chacabuco y Viamonte, en Banfield, se dio una ducha y se perfumó con Old Spice. El día anterior había colaborado, con el cuerpo de Bomberos que dirigía, para apagar el que fue su último incendio. Se vistió con una camisa blanca que tenía galones dorados, cosidos por su madre, y una corbata azul oscura del uniforme de los Bomberos Voluntarios. Llevaba una valija Samsonite celeste agrisado y un portafolios de cuero color suela. También la gorra de piloto comercial y unos anteojos Ray Ban Aviator. Salieron en el Fiat 800 que le había regalado a su esposa, María Virgina Desanti, a la que llamaba Mavita. Ella se quedaría al cuidado de su hijo menor, Mariano, que tenía un año y dos meses de vida. Con ellos irían, además de Ricardo y sus hermanos María Virgina y Guillermo, una prima apodada Lala y su novio, Carlos Perfumo, que tenía 22 años y los traería de regreso a su hogar. Cuando llegaron al portón de rejas de un ingreso lateral del aeropuerto, se despidió de sus hijos con un beso. De pronto, se dieron cuenta de que había olvidado algo.
Ricardo recuerda que le gritaron: “‘¡Papá, las empanadas!’. Eran tres docenas de empanadas que mi mamá le había preparado y unas frutas que había comprado en la feria para que comieran todos en el viaje. Él volvió y le dimos una bolsa plástica azul con manijas redondas…”
Luego, lo vieron caminar con el saco colgando -hacía un calor insoportable- hacia los hangares donde guardaban el avión, un Douglas C54A10-DC Skymaster, que la Empresa de Cargas Aéreas Aeropalas había adquirido en 1970 cuando todavía se llamaba Aerosur.. Vega, que sería el tercer piloto del vuelo, era la primera vez que iba a trabajar con esa compañía. La tripulación de la aeronave se completaba con el comandante Nerino Moretti, la primera oficial Mirta Emilia Tanevich, el mecánico de a bordo Pablo Re, el técnico en carga Salvador Astorga y el gerente de Carga Carlos Ruaguer.
Avión presidencial
El avión había sido construido en 1942 para la Fuerza Aérea Norteamericana en plena Segunda Guerra Mundial y salió de servicio en 1945. Un año más tarde lo incorporó la Empresa de Transporte FAMA (Flota Aérea Mercante Argentina), y poco después pasó a la órbita de la Fuerza Aérea Argentina, que le otorgó la matrícula T-42. Fue entonces cuando, como avión a disposición de la Presidencia, llevó en dos oportunidades a Juan Domingo Perón y su esposa, Eva. En 1961 se cambió su fuselaje para ser usado como transporte de carga y se le agregó una letra a su matrícula: TC-42. Y le adaptaron una suerte de corrales para llevar animales. En viaje a Madrid, en dos oportunidades debió hacer aterrizajes de emergencia. Según Vega, en el ambiente aeronáutico, la aeronave estaba desangelada. En 1969, la Fuerza Aérea desafectó al aparato y lo compró Aerosur (luego llamada Aeropalas) y con una nueva matrícula: LV-JPG. Era uno de los dos aviones de la compañía. El otro, también un DC-4 matrícula LV-AGG, tenía una historia legendaria: fue parte del Operativo Cóndor, cuando un comando lo desvió hacia las Islas Malvinas. A bordo, esa vez como azafata, iba Mirta Tanevich. En el momento en que sucedió el accidente, éste último se encontraba no operativo en el aeropuerto de Asunción del Paraguay. Sin aviones, la efímera Aeropalas presentó la quiebra en 1972 y cerró, sin dejar rastros, al año siguiente.
Según los testimonios que recogió para su libro Ricardo Vega, el avión demoró cuatro veces su partida, porque la carga no entraba dentro del mismo. Se trataba de la mudanza completa de un general del Ejército designado como agregado diplomático d
e la embajada argentina en Venezuela, que incluía algunos caballos. Además, en su relato, registra un hecho extraño: quien debía volar como mecánico el 18 de diciembre se reportó enfermo 24 horas antes de la partida, y a su lugar lo tomó Pablo Re.
La tragedia
El domingo 19 de diciembre era el cumpleaños de Guillermo, el segundo hijo de la familia. Se lo festejarían el 22, para que él estuviera presente. Cuenta Vega que a las 17.30, su madre se despertó sobresaltada de la siesta por una pesadilla: “Vi volar el avión de Ricardo por acá arriba y que se estrellaba en el terreno de enfrente y se prendía fuego”.
A la misma hora, el DC-4 de Aeropalas se debatía en medio de una tormenta en el norte de Perú. Una semana de lluvias constantes azotaban a la ciudad más cercana al cerro Huaycas, Santo Domingo de Guzmán, provincia de Morropón. Era usual en esa época del año, y hacía intransitables los caminos. De repente, sus pobladores comenzaron a oír el rugido de los motores de un avión. Uno de los habitantes, Santos Córdova Pintado -cuyo testimonio recogió Ricardo Vega (h)- había sido ayudante mecánico de aviones durante su servicio militar y se dio cuenta que por lo menos un motor fallaba, y que la aeronave volaba en círculos.
La última comunicación del DC-4 quedó registrada a las 17.03 y fue recibida por la Estación Chiclayo. Decían que estaban ascendiendo y que estimaban pasar por Talara a las 17.52. Luego se hizo silencio. A las 00.01 del 20 de diciembre se declaró el estado de alerta. Y a las 00.30, el estado de emergencia. Ya era demasiado tarde.
Mucho antes, por la tarde en Santo Domingo, lo que oyeron sus habitantes los estremeció. Una poderosa explosión, similar a la dinamita que usan los mineros, se escuchó formando un eco que se extendió entre las montañas. Luego hubo otros ruidos, como de rocas cayendo por el cerro Huaycas. Pero no pudieron ver nada: las nubes bajas lo impedían. Otro poblador, Teófilo Domínguez Castillo, corrió hasta la Guardia Civil para informar de la caída de un avión y el desprendimiento de partes del mismo por la ladera.
Causas y dudas del accidente
A falta de la caja negra, que ese modelo de avión no disponía, el informe de la Junta de Accidentes de Perú, con la firma de Guillermo Rosales Cuba, señala que “El avión Douglas DC-4… decoló del aeropuerto internacional Lima-Callao Jorge Chávez el día 19 de diciembre de 1971 a las 19.55 GMT (Nota: esa es la hora desde el Meridiano de Greenwich, para saber el tiempo real en Perú hay que restar cinco horas) con destino a Guayaquil…”. En el punto 12, donde analiza las pruebas, señala que “se desconoce la experiencia del piloto, por ser extranjero; el avión funcionaba normalmente cuando decoló del aeropuerto internacional; el piloto al llegar a la zona del accidente encontró mal tiempo; es factible que en el momento que ocurrió el accidente existieron corrientes ascendentes al sur de la cordillera y que el viento en altura sopla de norte a sur, pues el viento sigue el perfil del terreno al tener la cordillera en ese punto, que es el más alto, altura de 2.800 mt. (Nota: hay discrepancias sobre la altura del Huaycas) y desciende en forma violenta. Puede haberse producido una corriente descendente de apreciable intensidad, capaz de hacer perder altura al avión; la cercanía del avión a la capa de nubes en el momento que fue alcanzado disminuyó la posibilidad del piloto para restar su influencia”.
En las conclusiones, indica que “no hubo falla alguna de material que produjera el accidente”. Y sobre las causas, arriesga que la causa principal de la tragedia fueron las “malas condiciones meteorológicas para volar en la zona”, y un “error personal del piloto al haber tratado de continuar el vuelo en malas condiciones meteorológicas”.
Ricardo (h) tiene su propia hipótesis: “Pienso que ellos salieron con un con una falla en el motor. En el informe peruano dice que llegaron el domingo y salieron ese mismo día, que sólo fueron a repostar combustible. Pero mi abuelo tenía otra versión: salieron el sábado al mediodía desde Buenos Aires y llegaron a Lima a última hora. Perú no reconoce que pasaron la noche arreglando un motor.
-¿Pero eso a vos te consta?
-Sí. Se lo informaron a mi abuelo pilotos que eran amigos de papá. Y al otro día el vuelo salió. Ellos iban a hacer un vuelo visual, podían elevarse pero siempre tenía que ser visual el vuelo (Nota: el avión carecía de radar meteorológico y no podía volar por instrumentos). Salieron con una nubosidad de 8/8, la máxima que hay en la aviación. Un cielo totalmente cubierto. Le autorizaron ese vuelo, y para mí hay dudas en el parte meteorológico, porque en las desgrabaciones de la torre -por radio, no por audio- ya a los 10 minutos, el piloto le dice que están volando a ciegas. Pasaron 10 minutos más y dijeron ‘estamos ascendiendo’. Ellos querían ascender para ver si sí estaba más abierto el cielo arriba. Prácticamente le dicen ‘cómo me autorizaste a volar así’. Pero no llegaron a la altitud que había pedido, que eran de 16.000 pies (4.876 mt.), porque el mínimo para volar allí es de 15.000 pies (4572 mt.). Está hasta que alcanzan los 8.000 pies (2.438) y en ascenso, y ahí se pierden los datos. La exigencia de los motores para tratar de encontrar cielos despejados, hizo que las fallas en uno de ellos reapareciera. Y hay que sumarle el peso excesivo que llevaba el avión y el frente de tormenta”.
Al margen del accidente, la Junta recomendó al Departamento de Tráfico Aéreo “que los controladores de la Torre pongan mayor celo en el cumplimiento de sus funciones”. Ricardo explica: “Le preguntaron al operador por qué no siguió el vuelo. Y respondió que estaba muy ocupado con otros vuelos más. Le insistieron que era una tripulación extranjera y que no les informó que no volaran sobre las montañas. Él insistió con que estaba ocupado con otros vuelos. A partir de ahí, quedó como precedente que toda tripulación extranjera en días lluviosos no puede volar sobre la cordillera. Actualmente se hace por el mar.”
El rescate de los cuerpos
Los mismos pobladores iniciaron las tareas de rescate el lunes 20. Desde la plaza de la ciudad, un grupo salió hacia el lugar del accidente. Como sólo había unos cinco guardias civiles en Santo Domingo, buscaron estudiantes de quinto año para completar la búsqueda. Desde un pueblo aún más pequeño llamado Quinchayo Grande pudieron divisar los restos del avión, que se estrelló a sólo diez metros de la cumbre del Huaycas. Allí quedó el morro de la aeronave, que tenía pintado el escudo argentino, mientras el fuselaje se deslizó 1.400 metros por la ladera. En 500 metros a la redonda hallaron cuatro cuerpos mutilados y desnudos, además de camas, ropas, muebles, bicicleta y restos de algunos caballos que también transportaban. También la placa metálica que recordaba el servicio del avión en la presidencia de Perón. El 21 hallaron el cadáver de Mirta Tanevich. Cuenta Vega: “Se encontraba atrapado casi de pie, totalmente desnudo, en un lugar casi inaccesible y peligroso: una roca saliente sobre el vacío en forma de balcón, entre un arbusto y la pared de piedra. Solo un campesino se ofreció para rescatarlo: Ibrahim López Patiño fue el corajudo que descendió hasta la roca, atado de la cintura, para rescatar el cuerpo de la mujer piloto”. Ese mismo día, casi a medianoche, uno de los rescatistas, llamado Darío López López, de 22 años, recibió el impacto de una piedra que se desprendió de la ladera y murió.
Al padre de Ricardo lo reconocieron luego de hallar su libreta de enrolamiento, su credencial de Bombero Voluntario y su anillo de matrimonio, que se había deformado. Debieron cortarle el dedo para extraerlo. Recién el 25 de diciembre fue localizado el último cuerpo, el del comandante Nerino Moretti, a 1.250 metros del resto.
Luego de la autopsia, todos los cuerpos fueron enviados a Piura, la principal localidad del norte peruano. Y el 26 de diciembre, a Lima. Allí, al féretro de Vega lo recibió el cuerpo de Bomberos Voluntarios de Perú, que lo veló y le rindió honores en la Compañía de Callao Italia 5. Recién el viernes 14 y el sábado 15 de enero, en dos tandas, los restos fueron enviados de regreso a nuestro país, en sendos vuelos de Aerolíneas Argentinas. La familia Vega fue acompañada por una delegación del Destacamento 1 de Banfield. Hoy, dicha unidad lleva su nombre. “Tardaron casi un mes en repatriar los cuerpos, y lo hicieron gracias al esfuerzo de los bomberos del Perú con los de Lomas, que presionaron un poquito a la embajada para que se hicieran cargo. La compañía prácticamente se declaró en quiebra. No tenían plata para traerlos. Se hizo cargo el gobierno”, recuerda Ricardo.
La noticia no deseada
A su casa, la noticia llegó el lunes 20. La primera en enterarse fue su tía Margarita, que llamó a Mavita luego de escuchar el infortunio de un avión argentino en Perú por radio Carve de Montevideo. Pero no le contó nada, sólo confirmó que efectivamente Ricardo debía pasar por Perú antes de llegar a Venezuela. Luego, con el padre de Mavita, fueron a la casa del padre del piloto. Ricardo hijo cuenta que su abuelo, desgarrado por la tragedia, les contó: “Anoche, mientras dormía, la voz de mi hijo me despertó diciéndome ‘papá, papá…”.. Y les mostró un pequeño altar que había hecho junto a una foto del piloto.
Luego fueron a su casa. Mavita abrió la puerta. No hicieron falta las palabras. “No me digan nada, Ricardo tuvo un accidente”, les dijo la mujer.
Ricardo hijo, que tenía 9 años, salió de su casa y comenzó a patear el buzón de su vecino, de impotencia y bronca. Luego volvió a entrar, tomó un libro de oraciones llamado “El buen pastor” y corrió las cuatro cuadras que lo separaban de la Iglesia La Sagrada Familia de Banfield. Se quedó allí, llorando.
Aeropalas nunca reconoció que Ricardo Luis Vega trabajaba para ellos, asegurael hijo del piloto. “No recibimos ni indemnización, ni nada -cuenta su hijo-. La empresa dijo que mi papá era sólo un acompañante. Hubo que hacer juicio, pero por la inflación que había también entonces cuando se ganaba era poco. El juicio quedó abandonado... Nunca supe quienes eran los directores. Papá tomó el vuelo por la deuda con el banco. Se enganchó porque conocía la ruta”.
La promesa cumplida
Desde el mismo momento en que su padre murió y él hizo la promesa de llegar a Perú, Ricardo comenzó a leer todo lo que llegaba a sus manos sobre el accidente. Ese fue el germen del libro y el viaje que emprendió. Demoró 45 años, pero lo hizo. “Mientras esperábamos que repatriaran el cuerpo de papá, mi mamá armó una carpeta. En la esquina de mi casa estaba el kiosco de Angelito, el diariero, que juntaba todos los recortes de diarios con noticias del accidente para dárselos. Esa carpeta, que se transformó en una lectura recurrente para mí. Era el único lugar que tenía información del accidente. Después me fasciné con la historia del avión y con cada foto que aparecía. Cuando llegó Internet en los años 90, tiraba tres o cuatro consignas y del accidente no aparecía nada. Le dedicaba una hora a buscar cada dos meses. Hasta que el 2016 puse las tres consignas que siempre tiraba y apareció la imagen del cerro, que la busqué por 45 años. Decía ‘El majestuoso Huaycas’. Alguien posteó ‘yo era chico, pero recuerdo que en este cerro murieron seis argentinos’. Con la ayuda de mi hijo logré comunicarme y a partir de entonces comencé a planear mi viaje, que concreté ese año junto a mi hermano Guillermo…”.
Cuando llegó a Santo Domingo en octubre de 2016, los declararon “ciudadanos ilustres” e izaron la bandera argentina. Junto a dos peruanos, Luis García -el del posteo- y Santos Andrés Ramírez López, más la ayuda de baqueanos, llegaron a la cima del Huaycas, donde casi nada queda del avión. “Pasados los seis años del accidente una persona compró el fuselaje como aluminio y lo desguazó para fabricar ollas y cubiertos. Solamente están los motores y unas piezas que me sirvieron para comprobar, por una torcedura que tiene, que el tren de aterrizaje había sido desplegado”.
A 3.200 metros de altura, luego de dejar una cruz como homenaje a las víctimas en la ladera, Ricardo permaneció un rato comiendo un mango y bebiendo agua de su cantimplora junto a su hermano Guillermo. Estaba en paz, mirando el lugar donde había muerto su padre. “Yo perdí a la a la figurita más importante y la que más atesoraba de mi álbum de superhéroes. Mi papá era jefe de Bomberos Voluntarios, era piloto comercial y amante de los autos de carrera, muy ligado a la Fórmula 3. Para mí, a los 8 o 9 años aquello era un mundo de fantasía espectacular. Yo quería verme reflejado en su espejo. Lo idolatraba, por eso me pegó tanto perder esa imagen de la noche a la mañana”.
El viaje -y luego el libro- dice, “me ayudó a sanar muchas de las preguntas que habían quedado inconclusas desde que mi padre se fue”. El chico que a los 9 años corrió hacia la iglesia entre lágrimas ya puede estar tranquilo: cumplió la promesa que le hizo a su papá.