Eran las seis de la tarde del martes 27 de septiembre de 1966 cuando el olfato periodístico del director de Crónica, Héctor Ricardo García, se inundó con el aroma fuerte de la noticia. A esa hora sonó el teléfono de su oficina en la redacción de la calle Riobamba al 200, a pocas cuadras del Congreso cerrado por la dictadura de Juan Carlos Onganía, y escuchó una voz que reconoció aún antes de que dijera su nombre.
―Buenas tardes, soy Dardo Cabo, ¿podríamos vernos dentro de una hora en la confitería El Ciervo? – lo invitó la voz.
El Gallego, como todos llamaban a García, no dudó.
Sabía que Dardo Cabo era dirigente de Tacuara e hijo de Armando, un reconocido militante de la Resistencia Peronista. Ahí, seguramente, había una noticia. Valía la pena acudir a la cita.
Poco antes de la hora señalada, el director de Crónica caminó las dos cuadras que separaban la redacción del diario de la emblemática confitería de Callao y Corrientes y reconoció a Cabo sentado con otro hombre en una de las mesas. Cuando se saludaron, se presentó como Alejandro Giovenco.
―Le propongo una nota periodística muy importante – le dijo Cabo a García.
―¿Qué es? – preguntó el director de Crónica, hombre de preguntas directas.
―Si quiere saberlo tiene sacar un pasaje en el avión de Aerolíneas que sale a las 0.30 desde Aeroparque a Río Gallegos.
―¿Para qué? – insistió García.
―Es lo único que puedo decirle – fue la respuesta.
García pensó un momento y trató de “apretar” a su interlocutor para que le diera más datos:
―Yo tengo otros compromisos, si no me dice para qué, no voy. Lo que puedo hacer es mandar a un periodista del diario.
―Es una lástima, es usted o nadie – lo cortó su interlocutor.
El director de Crónica permaneció unos segundos en silencio, jugando con el pocillo de café, y respondió.
―Está bien, entonces voy yo.
Poco antes de la medianoche llegó al Aeroparque Metropolitano, armado con una cámara y una libreta de apuntes, y sacó un pasaje con destino a Río Gallegos en el vuelo sin escalas AR-648.
Vio a Giovenco y a Cabo entre los 42 pasajeros que esperaban abordar el avión, pero éstos se hicieron los desentendidos. Años más tarde, el director de Crónica contaría que en ese momento se puso nervioso, pero que su hambre de una noticia sensacional pudo más y se subió al vuelo.
Cuando el Douglas DC4 LV-AGG Teniente Benjamín Matienzo de Aerolíneas Argentinas despegó casi puntual a las 0.34 con destino a la capital santacruceña, García se removió expectante en su asiento, sin siquiera imaginar lo que iba a pasar.
Objetivo: Las Malvinas
Diez meses antes, en diciembre de 1965, el gobierno del radical Arturo Illia había dado un paso trascendente en el reclamo por la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas. El Comité de Descolonización de las Naciones Unidas había reconocido los derechos argentinos sobre el Archipiélago Sur –Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur– por 94 votos a favor, 14 abstenciones y ningún voto negativo.
A criterio del organismo se trataba de “una situación colonial” e instaba al Reino Unido y a la Argentina a dialogar para resolverlo.
Habían pasado muchas cosas en el país desde entonces. Un golpe había derrocado a Illia e instalado en el Casa Rosada al general ecuestre Juan Carlos Onganía, iniciando la autodenominada Revolución Argentina, que el militar apodado “La Morsa” pretendía prolongar durante veinte años.
En ese contexto, Dardo Cabo vio la posibilidad de una jugada resonante que tendría dos objetivos: el reclamo por la soberanía argentina sobre las Malvinas y dar un golpe propagandístico contra la dictadura de Onganía.
Así surgió la idea de tomar un avión durante el vuelo, desviarlo a las islas y hacer una ocupación simbólica que llamara la atención al mundo entero.
Con esa idea reunió a un grupo de 18 jóvenes de entre 17 y 31 años, todos ellos militantes peronistas, aunque de diversas agrupaciones.
A Cabo, de 25 años, y Giovenco, de 21, que comandarían la operación, se sumaron María Cristina Verrier, dramaturga y periodista (27), hija de César Verrier (juez de la Suprema Corte de Justicia y funcionario del gobierno del expresidente Arturo Frondizi); Fernando Aguirre, empleado de (20); Ricardo Ahe, empleado de (20); Pedro Bernardini, obrero metalúrgico (28); Juan Bovo, obrero metalúrgico (21); Luis Caprara, estudiante de ingeniería (20); Andrés Castillo, empleado de la Caja de Ahorros (23); Víctor Chazarreta, obrero metalúrgico (32); Norberto Karasiewicz, obrero metalúrgico (20); Fernando Lisardo, empleado (20); Edelmiro Jesús Ramón Navarro, empleado (27); Aldo Ramírez, estudiante (18); Juan Carlos Rodríguez, empleado (31); Edgardo Salcedo, estudiante (24); Ramón Sánchez, obrero (20); y Pedro Tursi, empleado (29).
El grupo era realmente variopinto y sus integrantes tendrían futuros muy diferentes, con posiciones políticas que los enfrentaron a muerte.
Alejandro Giovenco, terminó siendo el jefe militar de la Concentración Nacional Universitaria (CNU), cuyo blanco principal eran los militantes de la izquierda peronista, mientras que Cabo se convertiría en uno de los líderes de Montoneros.
Giovenco moriría en 1974 cuando una granada le explotó en las manos, y Cabo sería asesinado en enero de 1977 por la última dictadura, tras ser sacado de la cárcel “para un traslado”.
Pero antes de que sus caminos se bifurcaran hacia extremos opuestos, esa madrugada del 28 de septiembre de 1966 estaban los dos juntos, con un mismo objetivo, a bordo del mismo avión.
Mensaje: “Comandos toman la aeronave”
El vuelo llevaba 42 pasajeros, entre ellos el gobernador del Territorio Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, contraalmirante José María Guzmán. La tripulación técnica, estaba compuesta por el comandante Ernesto Fernández, el primer oficial Silvio Sosa Laprida, el técnico de vuelo Aldo Baratti y el radiooperador Joaquín Soler.
A las 7.27, el comandante del vuelo se comunicó con la torre de control sólo para dar un mensaje:
―Siendo las 06.05, comandos a bordo toman aeronave solicitando poner rumbo 105 Malvinas para aterrizaje – dijo y cortó la comunicación.
A esa hora, cuando el avión se encontraba entre Comodoro Rivadavia y Puerto San Julián, los integrantes del grupo comando, liderados por Cabo, se habían levantado de sus asientos y mostraron sus armas.
El propio Cabo y Giovenco se dirigieron entonces a la cabina, apuntaron con sus armas a los tripulantes y le exigieron al piloto que pusiera rumbo a las Malvinas.
―Mi nombre es Dardo Cabo y con el Comando Cóndor a mis órdenes tomamos desde este momento el control del avión para dirigirnos a las Islas Malvinas y ejercer el gobierno de las mismas, por derecho histórico argentino y porque el honor de la patria así lo exige. Somos dieciocho patriotas dispuestos a morir en el intento… Pongan rumbo ciento cinco desde Puerto Deseado, que nos llevará a Malvinas, donde aterrizaremos y tomaremos el gobierno como sea; estamos armados, ¡y decididos a morir si es necesario! – fueron las palabras del líder del grupo.
El comandante, pensando que era una broma –nunca se había secuestrado un avión en la Argentina, esas cosas pasaban en lugares remotos-, les dijo que no conocía el rumbo a Malvinas.
Giovenco sacó un mapa y le dijo:
―Acá tiene las cartas de navegación.
El DC4 tuvo el combustible suficiente como para llegar, hacer tres pasadas por la pista hasta aterrizar ese frío y ventoso miércoles 28 de septiembre a las 8.42 en lo que los ingleses llamaban Puerto Stanley, y al que los “cóndores” bautizaron “Antonio Rivero” en memoria del gaucho que en 1833 resistió como pudo la ocupación británica.
“Vinimos para quedarnos”
Apenas el avión se detuvo en la pista, Cabo, Giovenco, Cristina Verrier y los otros 15 jóvenes integrantes del comando se atrincheraron debajo de la aeronave.
Para los kelpers, acostumbrados a las ovejas y el sonido del viento, eso resultaba incomprensible. Muchos se agolparon alrededor del DC4 y los argentinos les dieron panfletos en inglés donde explicaban que era un acto pacífico de justicia y no un ataque.
Sin embargo, algunos –entre ellos el joven jefe policial local que no portaba armas- fueron tomados como rehenes.
Usando la radio, el comando envió un mensaje que fue captado por el radioaficionado Anthony Hardy, que lo hizo circular:
“Operación Cóndor cumplida. Pasajeros, tripulantes y equipo sin novedad. Posición Puerto Rivero (islas Malvinas), autoridades inglesas nos consideran detenidos. Jefe de Policía e Infantería tomados como rehenes por nosotros hasta tanto gobernador inglés anule detención y reconozca que estamos en territorio argentino”.
Héctor Ricardo García tomaba notas en su libreta y registraba todo con su cámara fotográfica. Estaba nervioso y a la vez exultante: con esa primicia dispararía las tiradas de Crónica y de la revista Así a niveles siderales.
Cabo y Verrier fueron a la casa del gobernador de la ocupación británica en las Islas Malvinas, Sir Cosmo Haskard.
El hombre, atónito, no podía creer lo que escuchó:
―Señor, como argentinos, hemos venido a esta tierra para quedarnos, ya que la consideramos nuestra – le dijo con voz firme el hombre joven que, acompañado por una silenciosa mujer rubia, había llegado hasta su casa acompañados por un policía local al que habían tomado de rehén.
―¡Fuera de aquí! Ustedes no están en su casa – respondió, cortante, apenas salió de su estupefacción.
Eran poco más de las 9 de la mañana del 28 de septiembre de 1966 y Haskard no sabía todavía que el joven que le hablaba se llamaba Dardo Cabo y que su acompañante –una rubia muy atractiva– era Cristina Verrier.
Solo sabía que un avión inesperado había aterrizado en el aeropuerto y que no se trataba de una emergencia, porque una veintena de personas –algunas de ellas armadas- había bajado del avión y se había atrincherado debajo del fuselaje y que dos de ellos habían pedido al policía local destinado en el aeropuerto que los llevara hasta él.
Ignoraba también –aunque quizás lo presintiera– que acababa de convertirse en involuntario partícipe de un hecho que pasaría a la historia como “El Operativo Cóndor”, una audaz operación ideada por un grupo de jóvenes peronistas para reclamar, desde el mismo suelo de las islas, la soberanía argentina sobre las Malvinas.
Encerrados en el avión
Cuando Cabo y Verrier volvieron con sus compañeros, deliberaron qué hacer. Pidieron tomar contacto con el cura católico de las islas, Rodolfo Roel, quien les dio misa a los participantes del operativo y, además, alojó a los pasajeros del avión.
A las seis de la tarde, los integrantes del Operativo Cóndor se encerraron en el avión. La madrugada del jueves 29, un emisario del gobernador inglés les llevó un mensaje:
―Están cercados, si intentan salir del avión los soldados y policías tienen orden de tirar. No respondemos por sus vidas. Es mejor que se rindan - decía.
Al principio se negaron, pero a la tarde siguiente decidieron entregarse.
Días después, Héctor Ricardo García relataría en Crónica la rendición:
“A las 17 (hora local), todos los componentes, con el sacerdote y el comandante formaron junto a la bandera argentina que estaba flameando desde el día anterior y procedieron a arriarla. Luego, con ella en brazos, entonaron el himno nacional argentino, de viva voz, mientras atónitos custodios ingleses, sin moverse de sus puestos, pero siempre con armas listas, seguían con atención la emocionante ceremonia. Media hora más tarde, el comandante Fernández García recibía sobre su avión todas las armas y entregaba a los argentinos las mantas y almohadas de la aeronave. A las 18, en varios jeeps, y luego que las fuerzas locales palparon de armas a uno por uno, marcharon a la iglesia, y allí fueron alojados hasta el sábado a las 14 horas”.
Mientras todo eso ocurría, se desarrollaban febriles negociaciones entre el gobierno argentino y el británico. De pronto, los integrantes del grupo comando se enfrentaron a una posibilidad que no habían previsto: ser trasladados a Inglaterra para ser juzgados.
Finalmente, el sábado a la mañana, el sacerdote católico les dio una noticia que los alivió: los subirían a un barco y los llevarían a un puerto en el continente. Los jóvenes le pidieron que rezara con ellos el Padrenuestro.
Finalmente, una lancha carbonera llevó a los detenidos hasta el buque de la Armada Argentina Bahía Buen Suceso. El traspaso se hizo en alta mar.
“Yo vi flamear la bandera…”
Los llevaron detenidos al Penal de Ushuaia, la prisión más austral de la Argentina. Los 18 integrantes del grupo fueron juzgados, la mayoría con penas leves de nueve meses.
Dardo Cabo, Alejandro Giovenco y Juan Carlos Rodríguez tenían antecedentes penales, por lo que debieron pasar los siguientes tres años en prisión. Cabo y Verrier se casaron en la cárcel.
Héctor Ricardo García estuvo a punto de correr la misma suerte. Al principio, los ingleses lo identificaron como un pasajero más, pero cuando supieron de quién se trataba, lo separaron de los otros pasajeros y lo mantuvieron detenido con los integrantes del comando.
No podían creer que hubiera abordado el avión inocentemente, como él sostenía en su defensa.
También le confiscaron la cámara y los rollos, pero se las ingenió para que lo dejaran comunicarse por radio con Crónica para pedir que enviaran a un periodista a Río Gallegos con la misión de comprarle fotos a los pasajeros del avión apenas desembarcaran allí.
La dictadura de Onganía decidió liberar a García. No quería pagar el precio de la detención del director de uno de los diarios de mayor circulación de la Argentina.
De regreso en Buenos Aires, El Gallego escribió una larga crónica publicada en tres partes, en las páginas centrales del diario. Había conseguido la primicia de su vida.
La tituló así: “Yo vi flamear la bandera argentina en las Malvinas”.