Juana Rosa Vizcarra y Otilia Valdez interrumpen los festejos por la llegada de la Primavera y el Día del Estudiante que se realiza en la Escuela Dr. Cesar Enrique Romero Barrio Sachi y anexo Centro de encuentro Barrial, del barrio Estación Flores, en Córdoba. Se acomodan frente a la pantalla de un celular que les prestaron y sonrientes esperan las preguntas.
Pero, antes, sorprendida, Rosita (así le dice en Juana Rosa) quiere saber cómo llegó hasta Buenos Aires la novedad de que ella y su amiga Otilia, de 79 y 83 años, respectivamente, están aprendiendo a leer y a escribir. Ambas tuvieron una vida dura, impensada en la última etapa del año 2023.
“Cuando yo iba a la escuela, el maestro nos pegaba con el puntero en los dedos o en la cabeza si no hacíamos caso”, recuerda la mujer nacida en Tucumán. Lo dice con una sonrisa que emociona y no cambiará el gesto en toda la comunicación. Al igual que Otilia, oriunda de San Juan, que fue a la escuela primaria cuando era niña y terminó de cursar, pero no pudo seguir el nivel medio porque en casa eran muchos hermanos y a medida que iban creciendo, las tareas del hogar y el trabajo en el campo se convertían en lo que había que hacer y a ella le tocó comenzar a trabajar a los 14 años.
“Yo sabía leer y escribir, pero tuve un ACV hace unos años, quedé sin poder hablar, recuperé el habla y tuve que aprender todo de nuevo”, cuenta y admite: “Me gusta mucho venir a la escuela y aprender. Lo que más me gusta es Matemáticas”.
Para ellas, esta nueva oportunidad de aprendizaje va más allá de lo que les están académicamente enseñando. Es que en la escuela se encuentran a otras mujeres mayores de 60 años que se hacen compañía entre sí, que reviven momentos de sus vidas, que se abren a las nuevas amistades, demostrando que la edad es sólo un número.
<b>El valor de seguir aprendiendo</b>
Rosa volvió a las aulas hace unos años, pero dice que le cuesta aprender como antes. “¡Mi cabeza está dura! Me enseñan y se me olvida...”, dice.
Con mucha nostalgia, recuerda su infancia: “Fue... ¡más o menos! Mi papá era alcohólico y mi mamá, pobrecita ella, hacía lo que podía y aguantaba todo... ¡Costó bastante todo lo que pasamos! Hace más de 40 años que murieron los dos. En total, éramos ocho hermanos, yo soy la mayor”.
Le tocó ayudar a su mamá a cuidar a sus hermanos y con las tareas de la casa. “No me acuerdo qué edad tenía yo cuando nació el último de mis hermanos, pero era chica”, cuenta.
En el caso de Otilia su infancia fue más tranquila. “Nací en San Juan y cuando tenía 12 años, con mis padres vinimos a vivir a Córdoba, después vinieron mis hermanos, que eran militares, y mis hermanas mujeres. Me tocó empezar a trabajar a los 14 años en casas de familia, porque era chica para otro trabajo”.
Sobre la etapa de estudios, Rosita cuenta que recibió varios golpes por parte de los maestros: “Si nos portábamos mal, nos pegaban con esa varillita, el puntero, y como el maestro era el que tenía la razón, ¡no les podíamos decir nada!”. Los motivos para que les dejara rojos los dedos a golpes era “molestar” en la clase, hacer ruido o cualquier cosa que desconcentrara al docente o a los demás estudiantes.
Ahora como estudiantes y bisabuelas, imaginar esa situación no le entra en la cabeza. “Es imposible que algo así pase hoy. No se puede hacer eso. ¡Está prohibido! Ni tirarle de las orejas a los chicos. Estoy admirada de los cambios que se están haciendo”, dice y se ríe porque, pese a todo, siente que antes de esos varillazos hubo momentos buenos y divertidos para rescatar.
De todo lo que están aprendiendo y recordando, para Rosa, la lectura es lo más importante porque siente que pese a su esfuerzo por hacerlo bien, le cuesta. “No sé por qué, pero me olvido... Entonces, estoy leyendo y veo una letra y me la olvido, y ya no me sale la palabra”, dice apenada pero reconoce: “Aunque no sé leer como quisiera, soy bastante inteligente porque además tengo buena memoria”. Rosa es viuda hace 25 años y para ella la contención de sus amistades es muy importante.
Para Otilia, que está casada en segundas nupcias hace 40 años, los números son sus favoritos. “Me gustan las matemáticas y hacer cuentas. En la clase soy tranquila, ahora me porto bien”, bromea ante su amiga y compañera de aula. Además, destaca: “Acá hubo un profesor que me ayudó mucho cuando vine a aprender todo de cero. Por eso, para mi la escuela es muy importante porque después del ACV hay muchas cosas que no me acuerdo... Yo estuve tres meses internada, sin poder hablar, y me fui olvidando de todo”.
Las dos debieron atravesar momentos muy dolorosos en sus vidas. Perdieron a sus maridos y las dos a algunos de sus hijos, pero siguen sonriendo y con muchas ganas de seguir adelante y aprender todo lo que les enseñen.
“¿Hasta cuándo vamos a venir a la escuela? ¡Uh! ¡Hasta que Dios nos lleve con él!”, exclama mirando al techo Rosa. “¡Hasta que nos llame”, asegura Otilia. Y juntas vuelven a sonreír.
El puntero del amor
Valeria Farinha es docente de Educación primaria de la modalidad de Jóvenes y Adultos de la Escuela Dr. César Enrique Romero Barrio Sachi y anexo Centro de Encuentro Barrial, del barrio Estación Flores. Ella, además de prestar su teléfono para establecer la comunicación, es una de las maestras que les enseña y aprende con ellas y las demás alumnas.
“La escuela depende de la Municipalidad de Córdoba y del programa de Modalidades, Jóvenes y Adultos. Como un proyecto local, se dictan en distintos lugares con el objetivo de que los adultos mayores terminen la primaria”, dice.
También cuenta lo que observa: “El adulto mayor siempre se pone un techo y llega pensado que no puede aprender más de lo que sabe, pero no es así. Nosotros además trabajamos con ellos desde los valores humanos, los hacemos sentirse valiosos para la sociedad y los ayudamos a fortalecerlos desde la alegría para que salgan esas ganas de aprender, y para que estén dispuestos a pasar también, desde lo social, un lindo rato. Obviamente, se dan todos las enseñanzas pero se suma el vínculo con un otro que para la mayoría de ellas, que viven solas, es algo precioso. Llegan, se encuentran y eso las motiva a venir a la escuela”.
Allí, cursan ocho alumnas regulares, cuatro vocacionales (que ya egresaron, pero siguen yendo) y dos más son servidores municipales. En el Centro Barrial, los estudiantes regulares son catorce.
“Ellas tienen las edades de mi mamá, de mis tías, entonces cuando vienen y traen algunos discursos de pelea con sus hijos y yo me pongo en el lugar de ellos, como hija, y desde ahí les hablo. Y a la vez escuchar cómo ven las distintas situaciones ellas, como madres, me hacen entender a mi ese pensamiento. Desde lo social y educativo, ellas son un libro abierto porque vivieron cosas que yo leí en libros y ellas lo cuentan como parte de sus vidas, sobre todo, por el tipo de infancia que tuvieron las personas que hace más de 60 años nacieron y se criaron en el campo. ¡Son increíbles!”, dice y las mira.
Emocionada, confía: “¡Además bailan muy bien!”.