Técnicamente no eran los mejores. Su fútbol era áspero, rústico, simple. El talento no sobraba. El excedente se medía en tesón, en voluntad, en lo que el futbolero entiende como “huevos”. Eran pendencieros. Hablaban, chamuyaban, protestaban. Buscaban ganar también el duelo psicológico. Y a veces -no lo niegan- dejaban un poco más la pierna. Eran un equipo de metedores. “Nos peleábamos siempre. Acá no es muy común hablarse tanto o jugar tan fuerte”, recuerda Gonzalo, el capitán del equipo. Los rivales empezaron a conocerlos. Se hicieron una fama. Una mala fama.
Gonzalo, Cristian, Aldo, Joel, Diego, Pablo, Christian, Manuel, Fausto, Salvador y Mariano competían en un torneo de fútbol ocho en Hackney, un municipio al nordeste de Londres. Ellos, todos argentinos, vestidos con una remera celeste, sentían representar la identidad nacional jugando de visitante contra equipos amateurs ingleses. Las mañanas de partido, el orgullo absurdo y futbolero de inspirar odio en el rival, la idiosincrasia argentina de encolumnarse en pos de un objetivo común, la vocación folclórica de inventar enemistades, de no pasar desapercibido, de sentir comodidad y refugio en la adversidad parió un nacionalismo patriótico. La cumbia, otro bastión argentino, les había prestado el nombre: Malafama FC.
Ganaban y perdían. No juntaban suplentes. Incorporaban extracomunitarios: ucranianos, dominicanos, uruguayos o colombianos. Pero el mestizaje no amenazaba una esencia nacional: pelear contra otros, en términos futbolísticos. Tenían entre 25 y 30 años. Eran porteños en su mayoría: créditos de los barrios de Villa Luro, Almagro, La Paternal. Había oriundos de Mar del Plata y de San Nicolás. El fútbol los unió. Eran argentinos que se habían radicado en Londres mendigando dosis de argentinidad. Gonzalo, por ejemplo, se instaló después de enamorarse de Marcie, una inglesa, en Tailandia. Aldo, DJ de profesión, estableció su proyecto musical “Nómade” en la capital británica. Christian es desarrollador web. Pablo es barbero. Manuel había sido asistente personal en hoteles de Berlín, Barcelona, Ibiza y la Costa Azul francesa. Fausto trabaja en marketing y publicidad. El pegamento fue el fútbol de los sábados.
El equipo tejió lazos de amistad fuera de la cancha. Se juntaban después de los partidos y cuando no había partidos. Integraron a sus parejas y a amigos de otros círculos. Se conformó un grupo de argentinos expatriados. “Cuando nos quisimos dar cuenta ya éramos una linda bandita”, relata Aldo. Alternaban (o extendían) mediodías de asados con noches de boliche. Se descubrieron, con cierto desagrado, bailando hip hop, rhythm and blues, pop o Los Beatles en los pubs londinenses. “Sentíamos la manija de que sonaran canciones que nos hicieran sentir un poco más como en casa”, grafica. Gonzalo dice que, pronto, desistieron de la idea de salir para aislarse en una burbuja tan fiestera como melancólica: “Después, cuando nos juntábamos a hacer asados, nos quedábamos escuchando cumbia hasta las seis de la mañana”.
Una noche cualquiera fue la semilla. Aldo tocaba con su banda en el bar del Hackney Empire, un teatro donde los Rolling Stones presentaron su último disco. Cuando terminó el show, se quedó en el set. Su banda argentina lo había ido a ver. Les agradeció la presencia dedicándole una cumbia desde las bandejas. Una canción hilvanó otra. No había forma ya de detener la sed de música autóctona. “El ambiente se picó, la gente respondió muy bien y para cuando terminó, en el bar estaban ofreciéndonos hacerla de nuevo”.
Esa fue la primera noche de una fiesta londinense hecha por argentinos para argentinos. No le habían dado aún forma al concepto. “Nos dimos cuenta de que había pasado algo copado y decidimos, para hinchar un poco los huevos, seguir haciéndolo”, cuenta Aldo. Pero antes de formalizar la invitación y de coordinar la organización, había que ponerle un nombre. La identidad merecía un homenaje a sus raíces: “Como nuestro equipo de fútbol se llamaba Malafama FC y como era una fiesta que orgánicamente surgió de las ganas de juntarnos no le cabió otro nombre más que La Malafamera”.
La primera fiesta se celebró el viernes 20 de julio de 2018, con el Día del Amigo como pretexto. El primer flyer es un dibujo de la cara de Diego Maradona con unos lentes oscuros, un porro prendido y una gorra. Las palabras que lo rodean informan: entrada gratuita, duelo entre DJs, dirección, hora, lugar. Y el nombre con su slogan: La Malafamera, “argentinian revelry”, que traducido sería “joda argentina”. “No íbamos a poner ‘argentinian party’, porque ‘party’ se parece más a un cumpleañito”, sugiere Gonzalo, uno de los fundadores.
El Hackney Empire tiene capacidad para cien personas. El rumor de una fiesta típicamente argentina se difundió entre la comunidad radicada en Londres. Ya no era solo el grupo del equipo de fútbol. La red se propagó. La propuesta escaló a oídos de amigos de amigos. Empezó a llegar gente que desconocía el origen de la fiesta y al séquito de organizadores. La bola se hizo cada vez más grande. “Ahí lo empezamos a encarar como un proyecto grupal más serio, con división de tareas y funciones dentro de la fiesta. Incluimos la propuesta gastronómica de vender empanadas tradicionales, que durante mucho tiempo fue parte de la identidad de nuestro evento”, dice Cristian.
Gonzalo, defensor en Malafama FC, cocinaba las empanadas que ofrecía La Malafamera. Era un fenómeno mucho más profundo que gente bailando y escuchando cumbia. Se había concebido una lógica de colectividad. La fiesta se había convertido en una mera excusa, en la superficie de un trasfondo, en la piel de un anhelo vital, en el fin para un medio, en la materialización de una demanda existencial. Había argentinos dispersos en Londres que necesitaban pertenecer, sentirse parte de algo, escaparse al menos por un rato hacia el sur de Sudamérica. Volver.
“La Malafamera es una fiesta con una propuesta performática, que tiene como concepto, a través de la experiencia, trasladar mentalmente a la audiencia a la Argentina -dicen a coro-. Partiendo desde la música que suena (cumbia, RKT, reggaeton, cuarteto y guaracha), integramos a lo largo de la noche varios estímulos, muchos relacionados a nuestra cultura”. Los estímulos: desplegar una bandera Argentina gigante sobre el público simulando lo que se vive en una tribuna de cancha cuando baja un telón; suelta de 500 globos desde el techo; efectos sensoriales como los cañones de humo y musicales como el sonido metálico de megáfono del camión chatarrero de mediodía de sábado; confetis; bailarines y bailarinas de cumbia; presentaciones sorpresivas de murga, trompeta, paraguas y el carnaval futbolero; y la pieza de confraternidad indispensable, el fernet. “Muchos de estos estímulos tienen como objetivo integrar a la audiencia como parte de la performance, generando un sentimiento de pertenencia y comunidad, sin importar la nacionalidad”, describen.
Procuraron establecer diferencias de base con la propuesta nocturna que gobierna Londres. La música es el principal instrumento de discrepancia y valor agregado. No suena pop como en los pubs locales ni reggaeton pleno como en las fiestas importadas latinas. El horario tampoco es el mismo. Los bares cierran, como mucho, a la una de la mañana. La fiesta argentina se desarrolla de madrugada, empieza un día y termina el otro: las puertas se abren a las 23 horas y se cierran a las cuatro de la mañana. La capacidad también es relativa y el lleno total es un cartel antipático. “Explotamos los boliches como en Argentina. Hay lugar para todos. No queremos dejar a nadie afuera”, asegura Gonzalo.
La integración es premisa. Un boliche convencional en Londres cuesta desde nueve hasta 25 libras. La Malafamera vale desde seis hasta doce libras. Las de seis libras son las accesibles y tienen una razón: es un cupo destinado para quienes recién se están estableciendo en la ciudad: el propósito es contribuir al asentamiento de los nuevos visitantes bajo un marco de camaradería y adopción. “Muchos nos decían que eran nuevos en la ciudad y, para no dejarlos afuera, les hacíamos un precio más económico. La idea es generar un buen clima. Nosotros no tenemos sector VIP ni invitamos a famosos. Lo que hacemos nosotros es una fiesta más de barrio”, compara Cristian.
El objetivo -dicen los fundadores- no es monetario: es cultural. No les genera un rédito económico. Lo que reciben de las entradas les alcanza para costear los gastos y la sostenibilidad del proyecto. Una anécdota retrata el espíritu de la fiesta. Primera joda de La Malafamera en Dublín, Irlanda. Al dueño del boliche The Button Factory (capacidad para 670 personas), le pidieron encarecidamente que consiguiera fernet. El empresario irlandés no sabía qué bebida era y cuando averiguó salió espantado por el costo. “No quería saber nada -recuerda Gonzalo-. Nosotros le dijimos que le conseguíamos y se lo regalábamos, pero no hubo manera de convencerlo”. No había que desilusionar a los asistentes con tal descalabro. Llevaron treinta botellas de fernet por su cuenta. Insistieron con el dueño, quien desconfiado del rendimiento de la bebida volvió a negarse. “No hay Malafamera sin fernet”, sostuvieron: como en las barras no había, los organizadores regalaron vasos de fernet desde el escenario.
Los fundadores hubieran querido que existiera una fiesta así cuando recién se integraban a la vida londinense. “La fiesta nació y a medida que se fue transformando se mantuvo como un punto de encuentro para reunir a la comunidad y un espacio para que los recién llegados puedan vincularse y establecer lazos con gente que los hiciera sentir un poco más cerca de Argentina. Todos estuvimos en la situación de llegar a un lugar nuevo, no tener muchos recursos y no conocer a nadie, por eso es muy importante para nosotros mantener esa esencia”, subraya Aldo.
El fernet, el telón, el carnaval, el himno en el parlante, la hospitalidad. “Son las cosas que nos caracterizan. Queremos que la gente entre y piense que está en un boliche en Argentina. Esa es la onda de la fiesta. Si pudiésemos meter un caballo, lo meteríamos”, imagina Cristian, quien se encargó personalmente de discutir con los administradores de los boliches para que mantuvieran congelados los precios de las entradas, mientras -paradójicamente- la inflación crecía en el Reino Unido en un siete por ciento anual.
Los dueños que les alquilan los locales bailables no saben, al principio, de qué se trata todo eso. Imaginan que es una fiesta más de reggaeton latino. Los organizadores ya aprendieron que deben valerse de paciencia para advertirles a los propietarios de los boliches que compren, al menos, cuarenta botellas de fernet para la fiesta. Lo descubren la primera noche: el sesenta por ciento de las ventas en la barra son de fernet.
Hicieron seis ediciones en el Hackney Empire con capacidad para cien personas hasta que notaron que la demanda los superaba. Se mudaron a The Jago, en Dalston, donde podían duplicar la cantidad de asistentes. Celebraron otras seis fiestas hasta que los detuvo la pandemia. El regreso fue en agosto de 2021. Volvieron a cambiar de sede. Volvieron más ambiciosos. Se establecieron en Rolling Stock, con capacidad para 350 personas, en el barrio de Shoreditch. El traslado representó un boom de popularidad. Hicieron seis fiestas seguidas con todas las entradas vendidas de manera anticipada. “Había gente que viajaba desde otras ciudades de Reino Unido y de Europa solo para asistir a la fiesta, lo que para nosotros era muy loco y a la vez muy gratificante. Con el tiempo empezamos a recibir pedidos en redes sociales para que llevemos la fiesta a otros destinos”, narra Aldo.
La explosión los obligó a mudarse de nuevo. El crecimiento era exponencial. Se instalaron definitivamente en The Garage, una plaza con capacidad para 650 personas ubicada en Highbury, al norte de Londres. Dejaron de ser solo una fiesta para virar a un movimiento cultural argentino en el extranjero. El primer día de junio de 2022, Argentina jugó contra Italia en el estadio de Wembley la Finalissima, un duelo oficial que enfrentaba a los ganadores de la Copa América y la Eurocopa. “Sabíamos que todos los y las argentinas que viven en Europa y pudieran viajar, iban a venir a ver el partido. Era una oportunidad inmejorable para acompañar a la selección y a través del carnaval futbolero, que es algo que nos caracteriza, darnos a conocer de manera masiva”, retratan.
Fue una manifestación oportuna. Organizaron un banderazo el día anterior al partido en Trafalgar Square y coordinaron una previa en el parque Kings Edward, que siguió con una caravana hacia el estadio. Los medios locales cubrieron la locura de los hinchas argentinos. Las redes sociales oficiales de la Eurocopa y la Copa América postearon en la previa del partido un video bajo el título “Increíble ambiente en Wembley”. La escena parece una propaganda: el trapo y los bombos de La Malafamera de fondo, los paraguas de La Malafamera en primer plano. “Después del partido, la gran mayoría de los argentinos que vinieron a Wembley se volvieron con el nombre de La Malafamera resonándoles en la cabeza”, cuenta orgulloso Aldo.
La respuesta de los argentinos que quedan envueltos en esa atmósfera de argentinidad es de agradecimiento. La respuesta de los extranjeros es de estupor y admiración. “El público extranjero suele estar mucho más motivado por la curiosidad de cómo se vive una fiesta argentina y disfrutan mucho de la intensidad que le imprimen todos los estímulos a la noche”, retrata Aldo antes de ser interrumpido por Gonzalo: “No puede creer cómo la gente la agita con los temas, y más cuando sacamos paraguas o los cubrimos con una bandera gigante y alentamos tipo cancha”.
Ya transportaron la fiesta argentina a Copenhague. Convocaron al trapero Trueno para que cantara en el Omeara de Londres y en Pumpehuset de la capital danesa, donde ya acumulan cinco fechas con entradas agotadas y donde estrenaron su sociedad con Damas Gratis en julio de 2023. En Londres integraron como músico invitado a Kaleb Di Masi, en su gira Turreo Místico World Tour. Hace dos meses pisaron Dublín por primera vez, donde ya repitieron. Volverán a Copenhague el 20 de octubre y un día después celebrarán el volumen 32 de su fiesta en su sede de Londres.
“Che, ¿cuándo la hacen en Ámsterdam?”, es uno de los mensajes más usuales que reciben en su cuenta de Instagram (@lamalafamera), que se nutre de casi ocho mil seguidores. También los pedidos provienen desde Berlín, desde Estocolmo, desde Glasgow, desde Catania. A veces, cuando la fiesta no va a otras ciudades europeas, los residentes de esas ciudades sí van a la fiesta. Ahí el pedido de exportación es un reclamo más visceral y directo. El proyecto de los siete cofundadores es complacer esas exigencias y también tienen, como propósito principal, llevar esa porción de argentinidad explícita de vuelta al país.
En los cinco años de vida del proyecto que nació en un vestuario, Malafama FC pasó de cancha de ocho a cancha de cinco y en 2019 salió campeón en un torneo llamado Soccer Sixes 6-a-side. En los comienzos, también se preguntaron qué pensará Hernán Coronel, cantante de Mala Fama, sobre un grupo de argentinos en Londres que usufructuaba el nombre de su banda y las fisonomías de su rostro. Se sacaron las dudas cuando Manuel, el único cofundador que regresó al país, lo encontró en Bruto, un boliche de Mar del Plata, y le relató el cuento completo de La Malafamera. “Con la humildad que lo caracteriza siempre nos tiró la mejor de las ondas”, resume Cristian. Incluso una de las sobrinas del cantante vive en Londres y acude a la fiesta desde sus inicios. Les queda la asignatura pendiente de juntar a Mala Fama con La Malafamera.