Que era para un Premio Nobel pero que durante la Primera Guerra Mundial no se entregó, que fueron muchos los celos de científicos extranjeros que se adjudicaron la paternidad del colosal descubrimiento. Fueron varios los argumentos a la hora de establecer por qué el genial método de Luis Agote de conservación de la sangre no mereció un reconocimiento mundial acorde.
Este médico argentino se caracterizó por trabajar en silencio. En 1911 fundó el Instituto Modelo de Clínica en el Hospital Rawson, con fondos que él consiguió, y que inauguró en 1914. El grave problema sobre cómo recuperar la sangre que perdían los pacientes desvelaba a los investigadores al mismo nivel que lo hacía el combate de las infecciones, que cobraban miles de vidas.
Aseguran que Agote estaba íntimamente comprometido en la búsqueda de una solución a la cuestión de la sangre porque en su familia había un integrante que sufría de hemofilia.
Los Agote era una familia numerosa y de buen pasar económico. Su papá, el catamarqueño Pedro Francisco, había sido diputado nacional y ministro de Hacienda y su mamá, Quiteria García Sedano era una chilena que dedicó su vida a criar a ocho hijos.
Luis había nacido el 22 de septiembre de 1868 en la ciudad de Buenos Aires, hizo la escuela primaria en un colegio inglés y los secundarios en lo que hoy es el Colegio Nacional de Buenos Aires, graduándose de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1893 con la tesis “Las hepatitis supuradas”.
Al año siguiente fue nombrado Secretario del Departamento Nacional de Higiene y luego director del Lazareto que funcionaba, desde la época de la epidemia de fiebre amarilla, en la isla Martín García. Llegó a ser jefe de sala en el Hospital Rawson y desde 1915 hasta 1929 se desempeñó como profesor titular de Clínica Médica.
En 1895 se casó con María Robertson Lavalle, la hija de un expedicionario al Desierto. Tuvieron cinco hijos.
En esos tiempos las transfusiones se realizaban directamente de dador a paciente porque no existía un método que pudiese conservar la sangre. Fue su preocupación desde que comenzó a estudiar cómo parar las hemorragias en pacientes hemofílicos.
Primero experimentó junto a su colaborador, el laboratorista Lucio Imaz Apphatie, en el diseño de recipientes especiales. Sometieron a la sangre a distintas temperaturas pero el líquido, ante la sola exposición del aire, se coagulaba. Hasta que Agote probó con agregarle citrato de sodio, que es una sal derivada del ácido cítrico presente, por ejemplo, en el limón.
Guardó la mezcla y pasadas dos semanas comprobó que la sangre no se había coagulado. Y en el mismo sentido, vio que el citrato de sodio era perfectamente eliminado por el organismo. Comenzaron experimentando transfusiones con perros entre razas diferentes y no observaron rechazos.
De la misma manera, él mismo se inyectó sangre mezclada con citrato de sodio y comprobó que su organismo no acusaba ninguna reacción adversa.
Era el momento de hacer una transfusión entre humanos.
La primera prueba la hicieron el 9 de noviembre de 1914 con un enfermo de tuberculosis, y el portero del Instituto Modelo de Clínica Médica, que funcionaba en el Hospital Rawson, Ramón Mosquera, quien fue el donante, internado en la cama 14. El doctor Ernesto Merlo supervisó la técnica que fue exitosa.
El 15 de noviembre de 1914 se realizó una demostración a las autoridades. Enrique Palacios, Intendente Municipal; Epifanio Uballes, rector de la UBA; Luis Güemes, decano de la Facultad de Medicina y Baldomero Sommer, Director General de Asistencia Pública fueron los testigos de la transfusión.
La paciente era una pálida parturienta que “esperaba con gran temor, lo que ella supusiera cruenta operación”, según la crónica de la época, que recibió 300 centímetros cúbicos de sangre que le habían extraído de su brazo derecho al carpintero del Instituto, señor Machia. La sangre donada estaba en un recipiente –posteriormente bautizado como “Aparato modelo Profesor Agote”- donde se mezcló con el citrato de sodio al 25% y luego se la inyectaría a la mujer. A los tres días, la paciente recibió el alta.
Días después sería el turno de Casimiro Bobigas, que estaba internado en el Rawson. Los donantes fueron Francisco Méndez y Ramón Más, según lo consignó la revista Caras y Caretas.
El mismo día de la transfusión mandó la noticia al diario La Prensa y la buena nueva fue replicada por el New York Herald. Fue un descubrimiento mundial.
Agote no quiso patentarlo. Eran los tiempos donde miles morían diariamente por las heridas en las trincheras de Europa en la Primera Guerra Mundial, y el médico lo cedió a todos los países que en ese momento estaban en guerra, porque sabía que ayudaría a salvar millones de vidas. Lo comunicó a los medios de prensa, a los embajadores de los países involucrados y a las revistas médicas internacionales.
Publicaría, ese mismo año, el trabajo “Nuevo método sencillo para realizar transfusiones de sangre”.
Hubo intentos de profesionales de otros países en adjudicarse la primicia del hallazgo. Albert Hustin, de la Academia de Ciencias Biológicas y Naturales de Bruselas y Richard Lewisohn, del Mount Sinai Hospital, de Estados Unidos, mantuvieron una larga polémica con Agote, ya que ellos también estaban trabajando en el mismo sentido.
Recibió entonces innumerables reconocimientos. La Universidad de Buenos Aires lo distinguió como profesor honorario y la Academia Nacional de Medicina lo nombró miembro honorario. Chile lo condecoró, en 1916, con la Orden al Mérito.
Fuera de su actividad como médico y profesor, en 1912 fue Comisionado Municipal del Partido de General San Martín y dos veces diputado nacional. Sus proyectos más recordados son la creación de la Universidad Nacional del Litoral, la anexión del Colegio Nacional de Buenos Aires a la UBA y un Patronato para menores. Porque la ley 10903, de su autoría, fue un antes y un después del drama de los menores delincuentes. Gracias a esta legislación, promulgada en 1919, se sacó de las cárceles de adultos a menores que cumplían allí sentencias por delitos comunes y se asignó al Estado la tarea de educar y proteger a los niños considerados en peligro.
Escribió varios libros, como “Nerón, los suyos y su época”; “Augusto y Cleopatra”; “Ilusión y realidad” y uno de relatos autobiográficos “Recuerdos del pasado”.
El 13 de noviembre de 1954 llegó a la ciudad de Buenos Aires la urna con las cenizas del suizo Aimé Félix Tschiffely, quien entre 1925 y 1929 con los caballos Gato y Mancha en una antológica travesía había unido Buenos Aires y Nueva York. Ese día la ciudad fue pura fiesta.
El día anterior Agote falleció en su casa de Rodríguez Peña, exactamente 40 años después de su descubrimiento. La noticia de la muerte del padre del método de conservación de la sangre, posibilitando que millones salvasen sus vidas, compitió en espacio en los diarios, que dedicaron varias páginas a la celebración gaucha de recepción de los restos del suizo.
Había muerto quien, en forma totalmente desinteresada, había cedido a la humanidad su descubrimiento que hizo una diferencia crucial entre la vida y la muerte.