A los 15 años el sueño de Gisel Cañete era vivir en Buenos Aires. Dejar su pueblito yerbatero de Misiones, Caraguatay, en el departamento de Montecarlo. Lo logró sin dificultades unos años más tarde, después de trabajar un tiempo como mucama con cama adentro. Sin embargo, Buenos Aires no sería su destino, sino el trampolín para vivir tan lejos como nunca había imaginado: el norte de China, en la ciudad de Sanyuanpu, distrito de Liuhe, en la provincia de Jilin, que limita con Corea del Norte, Liaoning y Mongolia Interior. Es que en Buenos Aires, se enamoró de un hombre chino y de esto ya pasaron 16 años.
El padre de Gisel trabajaba en una cooperativa de yerba mate y su madre era ama de casa. Si bien Gisel nació en Misiones, sentía que parte de ella estaba en Buenos Aires, porque sus padres viajaban mucho por trabajo. Su crianza estuvo partida entre un lugar y el otro. Pero al regresar sus padres, ella les planteó: “Voy a dejar de estudiar y volver a Buenos Aires”. Su madre no le impidió que abandonara el colegio pero le advirtió: “Si vos no querés estudiar es tu decisión, pero el día de mañana no te arrepientas”. En principio podía trabajar, pero Buenos Aires debía esperar. Estaba lejos para su edad. Su primer trabajo la llevó a una casa de familia en Posadas. “Sábados y domingos descansaba para ver a mamá y a papá. Tomaba el colectivo Y me iba a otra vez. Tenía que limpiar, planchar y cocinar muy poco porque no sabía. Tenía 15 años”.
De Posadas se fue a Brasil, a la isla de Florianópolis, a trabajar en la casa de una prima que se había casado con un brasileño. Trabajó para ella, ocupándose de la casa y también, cuidar la hija de la pareja. Su plan era juntar dinero para “alquilar una pieza” en Buenos Aires. Logró reunir lo que necesitaba, pasó a visitar a sus padres y con 16 años cumplió su sueño acompañada por sus primos.
“Mi primer trabajo fue en un supermercado chino, como fiambrera, en el centro de San Martín. Al año de trabajar ahí conocí a mi marido”, cuenta sobre la relación que la llevó al otro lado del mapa. “Lo conocí de chiquita. Tenía 17, a punto de cumplir 18. Él me lleva 14. Era amigo de mi jefe, un socio. Fue amor a primera vista”, le cuenta a Infobae Gisel Cañete en una cafetería del barrio de Palermo, quien hoy ya tiene 34 años, su marido 48 y tienen una nena de 9.
Durante ese año, mientras cortaba queso y fiambre, nunca lo había visto. Su jefe, “Juampi”, le había propuesto presentarle un primo, pero ella descartó la idea de plano con una frase hiriente que todavía recuerda: “qué me van a gustar los chinos”. Dice que no tenía nada en contra en ese momento, solo que no le gustaban. Hasta que apareció Jin Mingzhu, en su vida. Martín para los argentinos.
“Lo vi llegar hermoso, con el pelo parado, con un pantalón bien apretado, una camisa blanca, y yo ahí parada… mi corazón empezó a latir ta ta ta ”, recuerda. Y le dijo a su compañera cajera, de nacionalidad peruana, “Dios mío, quién es este chino. Me enamoré”. Como ella no tenía celular, y pedía prestado para hacer llamadas, Martín llamaba al supermercado para poder hablar con ella. Y no perdió nada de tiempo para invitarla a cenar. La propuesta era ir al Abasto. Como Gisel pensaba ir en colectivo, él le ofreció pagarle un taxi. “A mí nunca en la vida un hombre me había pagado nada, ni una flor, para mí era demasiado pero lo acepté. Llegué y me abrió la puerta del taxi y me pareció súper caballero”, explicó la misionera que hasta ese entonces asegura que había tenido un solo novio porque los padres no se lo permitían. Después de bajar del taxi, Martín la besó en la comisura de su boca y ella en ese momento sintió un “ya está. Con este hombre me caso, voy a tener una hija y todo. Y así fue”.
Martín le contó todo sobre su vida, mientras tomaba un jugo de naranja. Su vida en China y su viaje a la Argentina. Había llegado hacía cuatro años para ahorrar dinero y ponerse un supermercado en sociedad con un amigo. Ese mismo día le propuso ponerse de novios y ella le dijo que sí. Esa misma noche se comunicó con su madre para contarle la noticia.
“A los 15 días viajamos a Misiones para que él pidiera mi mano y ellos aceptaron”, repasa. Gisel confiesa que se sintió avergonzada en Misiones por la sencillez de su casa paterna, donde el baño no estaba siquiera dentro de la casa. “Cuando llegamos él se sacó los zapatos y empezó a caminar por la tierra colorada. Y me dijo: esto es lo que amo, la tierra, el barro, las gallinas, los caballos. Y mis papás lo adoraron”, aseguró.
De regreso volvieron a Buenos Aires para alquilar un departamento y vivir juntos. Él la empezó a llamar “mami”, y no amor porque así se llaman todos, le dijo.
Cuando alquilaron un departamento, no tenían muebles y tiraron un colchón en el piso. Literalmente empezaron a conocerse dentro de su casa. Era poco lo que sabían uno del otro. A los cinco meses de estar juntos, una vez él “se puso chinchudo” porque habían salido a comer con amigos y él, al levantarse para ir al baño, ella permaneció sentada en su lugar con el grupo. “Cuando yo me levanto, tenés que levantarte y venir conmigo. No podés quedarte acá sentada con todos mis amigos”, le hizo saber, conducta que Gisel supo interpretar como una actitud machista. “Yo ahí de a poco fui aprendiendo la cultura de él, como el respeto al marido y él fue conociendo mi carácter dentro de casa. Pero siempre fue una relación de mucho amor, amor y más amor. Ahí dejé de trabajar en el supermercado chino y durante dos años fui ama de casa”, recuerda.
Dentro de lo poco que cocinaba, a él no le gustaba la comida de Misiones, por lo que ella se dedicó a aprender a cocinar comida china. Mientras Gisel aprendía a preparar sus arroces y le encontraba gustito a comer langostinos, Martín se adaptaba al arroz con pollo que ella le proponía. Y él aprendía a hacerlos de forma “espectacular”.
Cuenta la mujer que en estos 16 años en los que está con él, vio muchas argentinas, peruanas y paraguayas casadas con chinos, que no superaron los cuatro años de convivencia por una razón: no se adaptaron a las costumbres de ellos. Dice también que tuvo suerte de que sus suegros la aceptaran. “Mi suegra es coreana y mi suegro es chino, pero habla coreano, como mi marido. Tengo la suerte de que son súper abiertos, porque hay casos en que cuando sos extranjera no te aceptan nunca o superficialmente, nada más. Cuándo él le contó que había conocido una chica argentina muy linda, la madre le dijo que no importaba la belleza, sino que él fuera feliz y que yo lo hiciera feliz. Eso es lo importante, porque hay mujeres muy lindas y muy malas”, expresó su suegra, que siempre aparece en los videos de TikTok (@arrgetninaenchina) que sube Gisel, mostrando su vida cotidiana en el norte de China.
Hace 9 años nació su hija Jin Ailin. La nena participa de la entrevista hablando algunas palabras en español porque está acostumbrada a hablar en chino. Dibuja a su mamá y su papá y ella en el medio, todos tomados de la mano y sonriendo. Ailin tenia 3 años y medio cuando se mudaron al país asiático y se olvidó por completo el castellano.
Después de estar 14 años alejado de toda su familia, sus padres, sus sobrinos, el marido de Gisel tuvo necesidad de volver a China. Los negocios tampoco estaban funcionando bien. Les había ido mal en el restaurante que habían abierto con mucha ilusión, tenían dos lavanderías de ropa, con las que sobrevivían y el supermercado chino de San Martín. Decidieron vender todo y se fueron. “Mi marido estaba cansado. Necesitaba un cambio. Me dijo, mami, vendamos todo”. Él ya sabía la respuesta, porque las veces que fueron de vacaciones a visitar a su familia, ella expresó el deseo de vivir allá. De lo contrario, no hubiesen ido porque asegura que su marido siempre está atento a su felicidad. No le da lo mismo si es feliz o le agarra una depresión en China. Y dice que en su matrimonio las riendas las llevan entre los dos.
Lo que más le había gustado a ella de esas exóticas tierras era la gente. En el pueblo que ella vive predominan las personas mayores, porque los jóvenes se van a trabajar a otros países y quedan los abuelos con sus nietos, por quienes se desviven.
Se maravilla por la longevidad de las personas, que viven hasta los 90, con una excelente calidad de vida. “Son flacos, no tienen enfermedades, no toman pastillas. Se alimentan de sus huertos. Como tenemos cuatro meses de mucha nieve, no se puede trabajar y tenemos que empezar a cultivar toda nuestra comida y guardarla en un sótano, todo en jarrones, tipo pickles. Cuando lo abrís tiene un aroma espectacular y eso se come todo el día, con mucha sopa de algas, arroz, pescadito, huevos salteados”. Le gusta también la seguridad que siente al caminar por las calles sin miedo de que le roben. Le llama la atención el respeto, la ausencia de malas palabras en la escuela. El orden. La temprana disciplina de los chicos para levantarse sin ayuda, cambiarse de ropa, etcétera.
En China lo primero que hicieron fue construir su casa, frente a la casa de sus suegros. Después intentaron instalarse en Seúl, Corea, solo para trabajar y más tarde volver a China. El plan era irse la pareja, dejar a la nena con los abuelos, según la tradición del país, pero solo por un año. Pero como Gisel tenía que entrar y salir de Corea con frecuencia porque era considerada turista, en uno de esos viajes, quedó retenida en la cuarentena junto a su hija y suegros en su casa en China. A lo largo de un año no pudo encontrarse con Martín. Después cuando él regresó, por las ganas de reencontrarse rompieron el aislamiento. Necesitaban abrazarse. Quedaron encerrados un mes, pero los tres juntos.
Dice Gisel que los abuelos allá dejan la vida para criar a sus nietos. “Son todos muy familieros. Es espectacular”. Hasta que aprendió a hablar chino con sus suegros se comuinicaba por señas. Y por escuchar, preguntar y repetir, aprendió esos pequeños diálogos cotidianos sobre temas básicos, de supervivencia. Pero supo que tenía que estudiar si es que quería comunicarse bien y tener vida social. Hoy tiene amigas y habla fluidamente con su hija en ese idioma.
Este año Gisel y Ailin estuvieron en la Argentina después de una tragedia familiar. La madre de Gisel perdió la vida en un incendio. “Se durmió. Dejó una vela prendida en la casa que se cayó y prendió fuego una cortina. Nunca se despertó tampoco porque mi papá me dijo que intentó romper la puerta, también los vecinos, pero veían que mi mamá estaba acostadita nomás en la cama y nunca se despertó”, relató con dolor. “Mi mamá era mi amiga, mi cómplice, la que me retaba como una nena”, recuerda Gisel que vino a la Argentina acompañada de su hija por un largo tiempo a despedirse, a tratar de procesar esa pérdida en su país de origen. Sentía que tenía que sanar en la Argentina. Y sintió que esta pérdida le dejaba un aprendizaje “no aferrarse a nadie”.
En pocos días madre e hija estarán volviendo a su casa, con su familia oriental.
Su plan es volcarse de lleno a las redes sociales. Siente que tiene mucho para contar, mostrar y ya su nueva cuenta de TikTok, que pudo abrir para Argentina, se abrió como una ventana a su vida fuera de serie.