La encantadora confitería Las Violetas (Avda. Rivadavia y Medrano), del barrio de Almagro, hoy celebra su 139 aniversario, con un legado arquitectónico que revive tiempos de esplendor de Buenos Aires, la época de la Bélle Epoque. Lejos de tratarse de una pieza de museo para contemplar, este bar notable que es uno de los favoritos de los porteños- en 2017 fue elegido como el mejor café de la Ciudad-, está lleno de vida. Los mozos van y vienen con sus bandejas repletas, porque reciben una clientela fiel que disfruta cada día la belleza de una época dorada, de un religioso café con leche y medialunas y están los visitantes que tratan de encontrar un lugar para darse un festín con sus abundantes meriendas.
Desde su apertura, el 21 de septiembre de 1884, Las Violetas se caracterizó por su suntuosidad. Sus propietarios no se ahorraron un centavo en sus instalaciones con una clara vocación por emular los estilos europeos, ya Argentina comenzaba a ser llamada la París de Sudamérica. Destacan en su interior una delicada boiserie, sus magníficos vitrales, mármoles traídos de Italia y los muebles de París. Se cree que su nombre Las Violetas se debe a las plantas que adornaban los maceteros de su ochava.
Para llegar a la lujosa confitería, había dos opciones: tomar un tren desde la Estación del Parque (cabecera del Ferrocarril Oeste que estaba en el mismo lugar donde hoy se sitúa el Teatro Colón, que comenzó su construcción cuatro años después) y bajarse en la estación Almagro. O tomar el tranvía a caballo que recorría la calle Rivadavia.
El día de la inauguración, contó con la presencia de quien sería el futuro presidente, Carlos Pellegrini, que en ese entonces era el Ministro de Guerra y Marina, del primer gobierno Julio Argentino Roca. Por ese entonces se acababa de promulgar la histórica Ley 1420, que garantizaba la enseñanza primaria gratuita, obligatoria y laica para todos los habitantes del país. Pellegrini llegaba a la gran apertura en un tranvía fletado para los invitados especiales que lucían atuendos elegantes de la época: ellos usaban frac, sombrero de copa, jabot (en lugar de corbata) y chaleco y las mujeres, enormes vestidos que marcaban una cintura ceñida de forma exagerada por un corset. La moda llegaba también de París.
La confitería está solo a 4 kilómetros de la Plaza de Mayo, pero en ese entonces era un lugar distante de la ciudad. “Donde el diablo perdió el poncho”, en palabras de los propietarios de la confitería. La apuesta fue grande para Felman y Rodríguez Acal, dos inmigrantes que se la jugaron en invertir en un lugar que dividía la ciudad y las afueras. La calle Rivadavia conectaba con el partido de San José de Flores, lugar de quintas y campos. Las afueras eran el refugio de artistas, intelectuales y la alta sociedad. Ellos habían abandonado sus casas del sur de la ciudad, por el último golpe mortal que había dado la epidemia de la fiebre amarilla en 1871 que aniquiló aproximadamente el 9 por ciento de los porteños. Murieron unas 13614 personas, en una población de 187 mil habitantes, según la Asociación Médica Bonaerenses. La causa fue atribuida al hacinamiento en los conventillos, a la contaminación del Riachuelo y a los soldados que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza.
El actual local de Las Violetas luce hoy según la última remodelación que volvió a cambiar su fisonomía en 1920. Es el trabajo que hoy vemos en sus vidrieras y puertas de vidrios curvos, sus espectaculares vitreaux franceses creados para alegrar su atmósfera. ¿Quién no se reconforta al ver la luz reflejada de esas obras de arte mientras saborea una merienda?
Se calcula que Las Violetas tiene unos 80 metros cuadrados de vitrales. El creador de esas joyas fue un pintor catalán radicado en el país en 1910. Se trata de Antonio Estruch y Bros, quien también fue director de la Escuela de Bellas Artes.
En esta etapa de transformación en las que se construyó un sótano, arañas de bronce y se agregaron pisos al edificio de estilo Art Nouveau, los propietarios fueron arrastrados por la crisis de la Gran Depresión, con una deuda que no pudieron saldar, contraída para llevar adelante esa gran remodelación. La propiedad terminó siendo rematada y adquirida por Mateo Figallo.
Las Violetas siempre fue un punto de encuentro de artistas e intelectuales, e incluso miembros de la realeza. Así fue como sus puertas se abrieron para recibir a la Infanta Isabel de Borbón, que había llegado de visita por los Festejos del Centenario en mayo de 1910.
Entre sus fieles clientas figuran la poetisa Alfonsina Storni, que era vecina del barrio. Sus mesas eran frecuentadas por el escritor Roberto Arlt. Y también era común encontrarse con Carlos Gardel y su amigo uruguayo Irineo Leguisamo, el jinete más importante de la época, quienes ocupaban un espacio en el fondo del salón.
El recuerdo de la estrella de la hípica tiene un dulce sabor: el postre Leguizamo. Cuenta el maestro pastelero de la casa, Pablo Álvez, que en una de sus visitas, el jockey le pidió al pastelero de ese entonces un postre especial que incluyera los siguientes ingredientes: hojaldre, dulce de leche, castañas y almendras. Su deseo fue concedido y era lo que pedía cada vez que ponía un pie en la paqueta confitería. Tiempo después, fue ofrecido al público general y hoy conforma uno de sus clásicos. El Leguizamo con Z, se debe a que el pastelero había leído el apellido en una botella de licor fino de caña de azúcar Legui, que llevaba el apellido de esa manera. Y así quedó.
Su merienda es famosa por su variedad y abundancia. Son famosos son sándwiches de miga, su tradicional pan dulce y sus medialunas de manteca. Álvez cuenta que las medialunas de manteca son uno de las elaboraciones estrella, de las más pedidas por los clientes, para acompañar el café con leche u otras infusiones. Dice que la gente siempre le preguntan por qué son tan ricas. La respuesta en parte dice que es la calidad de los ingredientes, dentro de un proceso totalmente artesanal que culmina dentro un horno de piso que conservan hace muchísimos años. Allí se cocinan a 320 grados durante 8 minutos exactos. Al final, las pintan con un almíbar a base de miel, naranja, limón, agua y azúcar.
Durante cuatro años la confitería vivió una interrupción y cerró sus puertas. En 1997 su entonces dueño presentó la quiebra y huyó a España. Sus empleados intentaron resistir vendiendo medialunas en la puerta del local, pero Las Violetas cerró sus puertas. En 1998 fue declarada lugar histórico de la Ciudad por la Legislatura porteña y pasó a integrar el listado de Bares notables de la Ciudad.
Y en 2001 un grupo de gastronómicos salió en su rescate. Y Las Violetas volvió a deslumbrar con sus vitrales coloridos, a desprender sus aromas tentadores y ofrecer ese vaivén de bandejas que conectan un pasado y presente siempre glorioso para sus comensales.