La democracia recuperada en la Argentina tenía menos de un año de vida cuando, el 20 de septiembre de 1984, un adusto Ernesto Sabato puso en manos del presidente Raúl Alfonsín el informe elaborado por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep), un organismo creado por el propio mandatario para investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura.
El contenido del informe reflejaba la naturaleza espeluznante de la barbarie de la dictadura: documentaba, a través de miles de testimonios recogidos durante meses, la existencia de 340 centros clandestinos de detención y 8961 casos de desapariciones. Y era apenas la punta del iceberg de las consecuencias del plan sistemático de desaparición de personas que habían organizado y perpetrado las Fuerzas Armadas.
Alfonsín había llegado a la presidencia el 10 de diciembre del año anterior, tras ganar unas elecciones en cuya campaña la propuesta de investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas en la represión ilegal perpetrada por los militares había dividido las aguas entre los dos partidos históricos del país: mientras el candidato radical prometía investigarlos a fondo y juzgar a los responsables, el postulante del peronismo, el ex presidente provisional Ítalo Argentino Luder, sostenía que la “ley de autoamnistía” promulgada por la dictadura poco antes de retirarse tenía validez legal y que era imposible volver atrás en el asunto.
La Comisión Nacional de Desaparición de Personas que Alfonsín había formado por decreto apenas cinco días después de asumida la presidencia, había reflejado también esa partición con un dato clave: entre sus integrantes no había un solo representante del peronismo, porque el partido se había negado a participar de ella.
La Conadep estaba integrada, entre otros, por la madre de un desaparecido, Graciela Fernández Meijide; por el obispo Jaime de Nevares, que se había enfrentado a una jerarquía eclesiástica colaboradora de la dictadura; por un rabino, Marshall Meyer, y por un pastor evangélico, Carlos Gattinoni, ambos luchadores por los derechos humanos; por dos académicos muy prestigiosos como Gregorio Klimovsky e Hilario Fernández Long; por la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, que desde Radio Continental se había atrevido a denunciar los crímenes de los militares.
Se destacaba también la presencia del escritor Ernesto Sabato, quien poco después de asumir Jorge Videla aceptó participar de un almuerzo con el dictador pero que luego se convirtió en un fuerte opositor.
Por un tiempo había participado el cardiocirujano René Favaloro, quien renunció porque se opuso a que esa comisión no recibiera las denuncias de los crímenes de la Triple A cometidos durante el gobierno de Juan Perón y, sobre todo, de María Estela Martínez de Perón.
Había además cuatro militantes radicales: el filósofo Eduardo Rabossi y los diputados Horacio Huarte, Hugo Piucill y Santiago López.
En cambio, el Partido Justicialista –diría Rubén Darío– había brillado por su ausencia en la comisión.
Una verdadera paradoja
La ausencia del peronismo en la Conadep encerraba también una paradoja, porque un número muy importante de militantes del movimiento creado por Juan Domingo Perón había sufrido la salvaje persecución de la dictadura, muchos habían sido encarcelados, otros debieron partir al exilio y miles estaban desaparecidos.
Las razones que distintos sectores del peronismo para negarse a participar también eran diversas. No había respuestas simples para explicar la posición, compartida –aunque por motivos diferentes– por el amplio abanico de posiciones que tenía el movimiento.
El martes 13 de diciembre, dos días antes de la creación de la Conadep, Alfonsín había firmado otro decreto, el 157, que promovía la acción penal no solo contra las juntas militares que gobernaron el país desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, sino contra “las cúpulas de las organizaciones guerrilleras” que actuaron “desde el 25 de mayo de 1973″.
Eso significaba que Mario Firmenich y otros dirigentes montoneros, así como Enrique Gorriarán Merlo, dirigente del PRT-ERP, tendrían pedido de captura en forma inmediata.
Ese decreto materializaba la llamada “teoría de los dos demonios” con la cual el líder radical pretendía posicionarse lejos de la violencia política de los años precedentes.
La izquierda peronista -representada en Intransigencia y Movilización Peronista desde fines de 1982- denunció la política de Derechos Humanos como una maniobra del nuevo gobierno.
Pero si la Conadep creaba una cuña hacia la izquierda peronista, más difícil fue para la derecha justicialista digerir este asunto.
Ítalo Luder, que había sido presidente interino entre septiembre y octubre de 1975 por “el pedido de licencia” de la viuda de Perón, era el firmante de los “decretos de aniquilamiento” de las organizaciones armadas, convertidos en el prólogo del golpe de Estado de 1976.
El ala derecha del peronismo también cargaba con la responsabilidad del accionar de la Triple A y de otros grupos parapoliciales que habían actuado protegidos por el gobierno para eliminar adversarios, promover el exilio de opositores y aterrorizar a la población.
La propia Conadep, en su informe final, consignó que cientos de personas habían sido asesinadas por la Triple A y otros grupos parapoliciales, como la Concentración Nacional Universitaria (CNU).
Unidos por el espanto
Por otra parte, los diferentes sectores del peronismo que se habían enfrentado de manera sangrienta en primera mitad de la década de los ‘70 habían encontrado un punto en común cuando la dictadura se embarcó en la guerra de Malvinas.
La recuperación de las islas era una reivindicación histórica de todo el país y una bandera fuerte para el peronismo.
Por eso, en los febriles y vertiginosos meses de abril a junio de 1982, las diferencias internas que hasta entonces lo habían dividido se apaciguaron.
Desde vertientes irreconciliables se compartía sin embargo la idea de la “unidad de los combatientes por la Patria”, una denominación que acercaba posiciones entre la derecha de Guardia de Hierro, no pocos dirigentes montoneros y también muchos militares de rangos intermedios que luego fueron líderes carapintadas.
Según esa idea, la responsabilidad de lo ocurrido en los años de dictadura era que los grupos económicos utilizaron a los militares para que estuvieran al frente del gobierno y los sectores privilegiados se beneficiaran con la destrucción del aparato productivo y la timba financiera.
Dos demonios
En el contexto de radicales y peronistas divididos frente a la investigación de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas hubo otro elemento que significó una suerte de límite para su accionar.
La teoría de los dos demonios, que equiparaba el accionar de las organizaciones político-militares del peronismo y la izquierda con el terrorismo de Estado perpetrado por la dictadura, hizo que muchos posibles denunciantes prefirieran no presentarse, mientras que otros lo hicieron tomando muchos recaudos y no sin desconfianza.
Los organismos de derechos humanos, la mayoría de ellos integrados por familiares directos de los desaparecidos, aportaron todos los datos que habían registrado en años de resistencia. En eso hicieron punta las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, que para entonces habían hecho conocer al mundo los crímenes de la dictadura.
Sin embargo, cuando los sobrevivientes y los familiares de los desaparecidos iban a la sede del teatro San Martín a concretar las denuncias, omitían la pertenencia política de las víctimas, la mayoría enrolados o simpatizantes de organizaciones revolucionarias.
Lo hacían no solo por la persistencia del terror reinante –no se descartaba por entonces que las Fuerzas Armadas intentaran volver a atentar contra la democracia- sino por el decreto del 13 de diciembre que ordenaba enjuiciar a militantes montoneros o del PRT-ERP.
Existía el temor que una denuncia de violación de derechos humanos terminara siendo un búmeran que permitiera iniciar causas penales a las víctimas.
Vuelta de campana
Con el correr del tiempo, la política de derechos humanos de Alfonsín, sin aliados, cedió ante las presiones militares, que llegaron a su punto más alto con los dos primeros levantamientos de los “carapintadas”
Como resultado, el gobierno radical presentó y logró hacer aprobar las llamadas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que garantizaron la impunidad de la enorme mayoría de los participantes del plan sistemático de represión ilegal y significaron un claro y penoso retroceso después del histórico juicio a las juntas militares.
En otra paradoja de la historia argentina, sería el peronismo –el mismo partido que se había negado a integrar la Conadep –, ahora desde el gobierno, el encargado de retomar el camino institucional de la Memoria, la Verdad y la Justicia en la Argentina. Por iniciativa de Néstor Kirchner, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final fueron derogadas en agosto de 2003 por el Congreso Nacional y dos años más tarde, el 14 de junio de 2005, la Corte Suprema las declaró inconstitucionales.
En marzo de 2013, a pocos meses de cumplirse tres décadas de la creación de la Conadep, en un acto en el centro clandestino Mansión Seré, Cristina Fernández de Kirchner hizo un reconocimiento público de lo actuado por aquel organismo que duró apenas 180 días y dejó un informe tan extenso como escalofriante, publicado por Eudeba con el título de “Nunca más”.
Publicada en 1984, la primera edición del “Nunca más” fue de 40 mil ejemplares y se agotó esa misma noche. Eudeba hizo cinco nuevas ediciones en un mes y las ventas superaron los cien mil.
Hoy es uno de los libros más vendidos de la historia argentina.