El 17 de septiembre de 1224, hace 798 años, un ermitaño de cuarenta y dos años, oriundo de la ciudad de Asís, se hallaba perdido en la soledad de su celda en el remoto Monte Averna. Habían pasado 72 horas de la solemne celebración de la Santa Cruz. Desde el día de la Asunción de la Virgen, ese lugar había sido su refugio en busca de paz y serenidad. Allí, en la región del Casentino, enclavado en el Apenino toscano, al norte de la provincia de Arezzo, entre las fuentes del Tíber y el Arno, el monte se alza como una isla de rocas apenas visibles entre la espesura de un bosque. Se asegura que el nombre se origina en la palabra “herna”, que significa piedra o lugar rocoso.
El ermitaño, cuyo nombre originalmente era Giovanni di Pietro Bernardone, pero que con el tiempo adoptaría el sobrenombre de Francisco, meditaba sobre la pasión de Cristo. En ese preciso instante, el escenario se transformó. Un Serafín resplandeciente, dotado de seis alas majestuosas, apareció ante él. En el centro de este ser, como un fulgor, surgía la figura inconfundible de un hombre crucificado.
Desde la aparición emanaron rayos de luz que, con precisión quirúrgica, traspasaron las manos, los pies y el costado del ermitaño, infligiéndole los estigmas sagrados.
En el capítulo 15 de su obra “Leyenda Mayor de San Francisco”, el venerable San Buenaventura habla de un pasaje crucial en la vida de Francisco de Asís. En el momento posterior a su muerte, su cuerpo se convirtió en un testimonio tangible de su profundo vínculo con el sufrimiento de Cristo. Se manifestaron en sus miembros unos clavos, cincelados de carne. Eran tan íntimamente parte de él que, al presionar una parte de su cuerpo, emergían con asombrosa naturalidad en la opuesta, como si fueran nervios de una sola pieza.
No menos impresionante era la llaga que surcaba su costado, una imagen que recordaba con fidelidad la herida que a Cristo le produjo la lanza de un romano. La visión de los clavos era negra, mientras que la herida del costado resplandecía en rojo, formando un círculo que se asemejaba a una rosa. Y, para asombro de todos, el tono de piel de Francisco, antes moreno por la naturaleza, brillaba con un fulgor blanco. Sus miembros recuperaron la ternura de la infancia, y al tacto, se volvieron suaves y flexibles, como si el tiempo se hubiera invertido en un segundo.
La noticia de la transición del bienaventurado Francisco y la aparición de estas estigmatizaciones prodigiosas se extendieron, convocando a multitudes ansiosas de presenciar las heridas divinas. Entre aquellos que se acercaron al lugar se encontraba Jerónimo, un caballero erudito y prudente, conocido por su fama y renombre. Como un nuevo Tomás incrédulo, Jerónimo, con fervor y audacia, no dudó en poner a prueba la autenticidad de estas marcas. Movió los clavos y tocó las manos, los pies y el costado del santo en presencia de los hermanos y los ciudadanos congregados. Lo que aconteció fue asombroso, pues a medida que sus dedos palpaban las señales de las llagas de Cristo, las dudas se desvanecían. Desde ese instante, Jerónimo se convirtió en un testigo de los estigmas, y juró sobre los libros sagrados su fe en esta manifestación sobrenatural.
Fray León, otro testigo privilegiado, presenció los misteriosos momentos previos a la estigmatización de San Francisco. En el ocaso de su vida, el santo encomendó el cuidado de su persona a cuatro individuos especialmente cercanos y queridos, entre los cuales se encontraba el fraile. Aunque Francisco intentó ocultar las marcas, no pudo. Su caso se convirtió en el primero documentado con gran detalle en la historia de la Iglesia, y su singularidad se cristalizó en la concesión de una festividad litúrgica propia, un honor otorgado por el Papa Benedicto XI (Nicola Boccasini, Sumo Pontífice de 1303 a 1304).
Por otro lado, la noble señora Jacopa dei Settesoli, una íntima amiga de Francisco de Asís, desempeñó un papel esencial en la vida del santo. Confeccionó alpargatas y mitones de algodón destinados a proteger las llagas de Francisco y aliviarle el dolor. La generosidad de Jacopa no se detuvo ahí; gracias a su influencia como cuñada del consejero papal, Francisco tuvo la oportunidad de reunirse con el Papa Inocencio III en un momento crucial de su vida.
Francisco, en un gesto que refleja la fraternidad y cercanía espiritual que compartía con Jacopa, la honró con el título de “Fra”, es decir, “hermano”, en lugar del término “Sor” utilizado para las damas de su época. A pocos días de su partida de este mundo, el santo envió una carta conmovedora a Jacopa, escribiendo: “A doña Jacopa, sierva del Altísimo, el hermano Francisco, pobre hombre de Cristo, desea la salud en el Señor y la comunión en el Espíritu Santo. Sepa, querida, que el bendito Señor me ha dado la gracia de revelarme que es el final de mi vida. Por lo tanto, si quieres encontrarme todavía con vida, tan pronto como hayas recibido esta carta, date prisa y ven a Santa María degli Angeli. Porque si vienes más tarde el sábado, no podrás verme con vida. Y trae contigo un paño de color ceniza para envolver mi cuerpo”.
Incluso el ilustre Dante Alighieri, en su obra cumbre, la “Divina Comedia”, inmortalizó el suceso del Monte Averna en el undécimo canto del Paraíso: “En el áspero monte entre el Tíber y el Arno, de Cristo recibió el último sello, que sus miembros llevaron durante dos años.”
En el presente, el lugar donde sucedieron los hechos se transformó en un importante santuario franciscano. En el año 1263 se erigió una capilla conmemorativa en el mismo sitio donde San Francisco recibió las sagradas estigmatizaciones. La basílica de Santa María de los Ángeles se ubica junto a la entrada original del santuario. Es la primera iglesia construida en este terreno en el siglo XIII, y deslumbra con su decoración de mayólicas, una obra maestra de los hermanos Della Robbia de Florencia. La capilla de los Estigmas aguarda al final de un pasillo, y en el suelo, frente al altar, reposa una losa como testimonio del lugar exacto donde San Francisco recibió los estigmas.
El caso de San Francisco de Asís siempre ha sido considerado el primero documentado de un estigmatizado en la historia de la Iglesia, pero doce años antes existió otro, el de María de Oignies, una beguina y mística nacida en Nivelles en 1177, que murió el 23 de junio de 1213 en Oignies (ambas localidades de Bélgica). Formaba parte de un movimiento de mujeres laicas que, aunque consagradas y viviendo en comunidad, no estaban recluidas en la clausura monástica. En el año 1212, experimentó las estigmatizaciones, marcando así un hito en la historia de la espiritualidad, aunque su reconocimiento ha permanecido en un segundo plano frente a San Francisco de Asís.
Los estigmas, signos visibles o invisibles de este fenómeno místico, se manifiestan en diversas formas: pueden ser sangrientos o no, permanentes o efímeros. La Iglesia Católica sostiene que los estigmas invisibles pueden infligir tanto dolor como sus homólogos visibles. Cada herida, en su insondable simbolismo, refleja la correspondencia con la Pasión de Jesús a través de señales que evocan las escenas de su crucifixión: las heridas en manos o muñecas, como las causadas por los clavos; las heridas en los pies, que emulan las de los clavos; las heridas en la cabeza, como las provocadas por la corona de espinas; las heridas en la espalda, que recuerdan los azotes del látigo en la flagelación; y finalmente, la herida en el costado, evocando la lanza que perforó su costado izquierdo.
A lo largo de la historia, los estigmatizados han sido objeto de ferviente devoción, reverencia y, al mismo tiempo, de acusaciones por engañar a los fieles. Por supuesto, Jesús de Nazaret emerge como una excepción. Nadie puede poner en tela de juicio el tormento que soportó y su martirio en la cruz, que se ha grabado en forma indeleble en la conciencia colectiva.
En este intrincado mosaico de fenómenos estigmatizados, también existen excepciones notables, como el estigma de Santa Rita de Cascia, cuya frente recibió una espinosa visita que emanó de la propia corona de espinas de un crucifijo.
En el seno de la Iglesia Católica, un selecto grupo de 70 santos y beatos, de ambos sexos, se consideran estigmatizados. En el contexto del siglo XX, uno de los nombres más conocidos fue el del capuchino italiano San Pío de Pietrelcina (1887-1968).
Aunque estos fenómenos sean reconocidos como auténticos, la Iglesia no los considera como un dogma de fe. La canonización de un individuo no se lleva a cabo por ser estigmatizado, sino más bien por haber vivido una vida caracterizada por la práctica heroica de las virtudes teologales y cardinales, y por haber obtenido, a través de su intercesión, un milagro reconocido por Dios. Por eso, a pesar de haberse registrado más de 350 casos de estigmatizaciones, solo 70 han alcanzado la santificación.
Desde una perspectiva científica, algunos expertos plantean la hipótesis de que estos fenómenos solo se manifiestan en personas que llevan una vida profundamente espiritual y mística. Argumentan que su intensa religiosidad y obsesión por las heridas de Jesús pueden inducir un estado de éxtasis profundo, generando una sugestión psíquica que tiene la capacidad de somatizar la experiencia espiritual. Los estigmatizados a menudo relatan visiones en las que Cristo o los ángeles se les presentan, mantienen conversaciones con Dios o figuras religiosas prominentes y, en ocasiones, perciben olores inexplicables. En este sentido, algunos académicos sugieren que la mente puede ejercer una influencia profunda en sus cuerpos, llegando al punto de provocar heridas sangrantes que corresponden a su fe en Cristo. Esta perspectiva lleva a una conclusión: los estigmas en estas personas a menudo aparecen en lugares predeterminados por la iconografía religiosa y las representaciones visuales, en lugar de ubicarse en los puntos anatómicos precisos donde, según la investigación moderna, Jesús fue crucificado.
Un ejemplo ilustrativo de esta discrepancia se observa en las palmas de las manos, donde los estigmas suelen manifestarse, a pesar de que las investigaciones sugieren que Jesús probablemente fue clavado en la cruz a través de los espacios entre los huesos cúbito y radio, por debajo de las muñecas. Del mismo modo, en el caso de los pies, es posible que haya sido crucificado a través de los talones, en lugar del empeine como se retrata convencionalmente.
En última instancia, todo lo que rodea a los estigmas y a los estigmatizados encuentra su creencia y aceptación en aquellos que poseen una fe profunda. Para estas almas, su fe es suficiente.