Pensar en la literatura rock argentina es arduo.
Históricamente el rock como cultura de masas fue acompañado por libros sapienciales. Los beatniks americanos les dieron mucha letra a Bob Dylan, Arlo Guthrie o Joan Baez. De la misma manera hay quienes linkean al movimiento punk inglés de mediados de la década del setenta al manifiesto situacionista de los estudiantes ingleses de fines de los cincuenta. Aunque cada vez que me meto en este brete, siento que estoy intelectualizando algo bastante más callejero que social.
Hasta ahí la literatura y la música se encontraban en el discurso o las posturas frente al establishment. Lejos de la crítica o la semblanza, los libros esquivaban a los discos. Cuando la cultura rock empezó a transitar sobre su propia joven historia, esto sería desde Vietnam en adelante, comenzaron a aparecer algunos autores ya avezados en esa nueva civilización que escribían su contemporaneidad.
Pequeños libros acerca de esas bandas de pelilargos electrificados, amén de los grandiosos eventos que eran capaces de engendrar. Woodstock, los antibélicos mensajes que se propagaban entre los más jóvenes con una velocidad mayor de la que podían captar las autoridades, o bien las incipientes muertes de verdaderos ídolos, eran material sublime para esas fértiles plumas nuevas.
Acá, como siempre pasó, se reflejaban también esas tendencias. Los libros empezaban a desenmascarar los ideales.
El gran aporte que tuvo el rock en la cultura de masas consistió en instalar la idea de que quien estaba arriba del escenario era igual al que estaba abajo.
Hoy es una ilusión eso, pero al principio de todo no.
Por eso no es raro que el primer libro que se escribió sobre los nuevos usos y costumbres juveniles, proviniera de uno de ellos mismos. Fue un periodista activista amigo de los músicos, Miguel Grinberg, el que iniciara con un libro acerca del movimiento, llamado “Cómo vino la mano”. Sumamente interesante, sobre todo porque fue el primero. Entrevistas a artistas como Gustavo Santaolalla y Litto Nebbia en 1976 hoy son alimento para cualquier espíritu inquieto. Poco alegórico ciertamente, ya que la historia de nuestro rock se empezaba a escribir con Jimmy Hendrix ya muerto y los Beatles separados. Hablo de la trascendencia del rock, no del inicio.
Quiero decir, aquí el rock empezó a popularizarse cuando en el hemisferio de arriba del Ecuador ya estaban en el primer recambio generacional.
Por eso la importancia quizás exagerada del libro de Grinberg, como obra literaria obviamente. No obstante Miguel Grinberg ya era en 1977 un periodista de estirpe que había convivido con los auténticos beatniks neoyorquinos mientras escribía notas para las más importantes revistas vanguardistas argentinas.
Quién no podía dejar de asomarse al mundo de los libros en esos años fue Luis Alberto Spinetta, quien en 1978 edita “Guitarra Negra”, poesía muy cerca de Artaud, ese sí imperdible literariamente.
Tratando de sumergirme en el asunto de los libros del rock vernáculo, le pedí a un librero amigo que me mande una lista de obras dedicadas al género. Mayúscula fue mi sorpresa cuando me llegó un listado de casi un centenar de escritos, de toda magnitud y acerca de músicos o estilos que jamás hubiese supuesto.
La empecé a mirar detenidamente, pero al llegar al número veinte o cerca de eso, se me agotó el interés.
De manera que recurriendo a mi escasa memoria, me atreví a rescatar, por su valor informativo, la “Historia del rock en Argentina” de Marcelo Fernández Bitar. Marcelo es un periodista informado, preciso comunicador y muy enfocado, hace lo suyo sin opinión, lo cual lo hace valioso.
También es para destacar el brillante “Crónicas e Iluminaciones” de Eduardo Berti sobre Spinetta.
El auge de la literatura rocker se da con ampulosidad en la última década del siglo pasado.
Las prematuras muertes de líderes como Miguel Abuelo, Luca Prodan y Federico Moura fueron disparadores para que muchos escritores, o mejor dicho muchos con la ilusión de ser escritores, empezaran su derrotero incierto en todo este asunto.
Al respecto, hay una hermosa biografía de Miguel Abuelo redactada por Juanjo Carmona, llena de datos comprobables y entrevistas adecuadas, que pintan bastante bien a Abuelo con todo el entorno que lo rodeaba, lo que no es poca cosa. También hay algunas biografías como “Memorias improbables” de Willy Crook que menciona muy bien algunos sitios y situaciones periféricas del rock sólo visitadas por él.
La verdad es que todo esto me surgió después de recibir “Superficies de placer”, el más reciente trabajo del poeta y artista todo terreno Roberto Jacoby. El libro contiene las cuestiones personales de sus letras para Virus, además de otros temas que nacieron de su cerebro interpretados por variedad de cantantes como Leo García, Pablo Dacal o el proyecto femenino Polen, quienes tocaron en 2003 en Cemento, con dirección musical de Sergio Pángaro y la participación de 11 chicas entre las que figuraba Juliana Gattas , posteriormente la musa activa fundadora de Miranda!.
La vasta trayectoria del sociólogo Jacoby, que incluye sus puestas en el instituto Di Tella, su celebrada performance de 1967 junto a Oscar Masotta “Mao y Perón, un solo corazón” en el Central Park de New York o su “Proyecto Venus y Bola de Nieve” con el que ganó la beca Guggenheim en 2002 lo eximen de cualquier opinión ajena.
Aunque quizás el cenit de su reconocimiento lo encuentra cuando después de presentarse con Federico Moura, juntos se ocupan de gran parte de la poesía de Virus. Autor de letras imborrables como las de “Sin Disfraz” o “Imágenes Paganas”, me cuenta mientras hablábamos de su nuevo libro, que ahora él mismo se largó a cantar sus creaciones, algo para celebrar sin duda. También me comenta que le acercaron un trabajo, que rescató para “Superficies de Placer”, realizado por dos jóvenes sociólogas, acerca de los lugares donde se celebraba la juventud en plena decadencia dictatorial, esa esperada decrepitud militar comenzada en 1980.
Me nombra a Daniela Lucena y a Gisela Laboureau, sociólogas creadoras de Modo Mata Moda, otro excelente libro donde partiendo de la “Estrategia de la Alegría”, el manifiesto de Roberto Jacoby, comienzan con una investigación acerca de esos lugares donde la generación del 80 hizo estallar, en la cara de la sociedad establecida, su cultura propia.
Es un desmenuzado recorrido cronológico de boliches, bares, pubs y colateralidades donde los chicos esquivábamos los golpes de los malos y disfrutábamos tribalmente de la música y el desenfreno controlado.
Las autoras comienzan su derrotero en 1980 donde ya existían Jazz&Pop, el legendario antro jazzero de Nestor Astarita y Jorge “El Negro” González donde tocaban El Chivo Borraro o Chick Corea sin previos avisos. Convivía con La Trastienda original de Thames y Gorriti en Palermo Oscuro, Folk, Music Up de Rodolfo Mederos en un primer piso en Corrientes y Callao, New York City y la Esquina del Sol de Gustavo De Rosa donde tocaba Charly Garcia ensayando Clics Modernos.
En 1981 hacen su aparición Le Chevalet y Los Altos de San Telmo donde se escuchaba desde Glam Rock hasta salsa nuyorican.
En 1982 hacen su aparición el Café Einstein de Omar Chaban cerca del jardín botánico, y Stud Free Pub creado en unos viejos studs del hipódromo de Palermo, sobre la avenida del Libertador. En ambos tocaban Soda Stereo, Sumo y Los Twist.
1983 fue de Zero Bar, continuador del Einstein y Boogie Boogie .
1984 vio nacer al boliche del cineasta Toti Glusman, El Depósito, en la calle Cochabamba, donde merced a mi barrial amistad con Toti pinchaba discos mientras veía show de los Redonditos de Ricota o Los Violadores en un ambiente de arremolinada paz. También aparecía la disco gay Contramano en la Av Córdoba y Experiment discoteque.
En el 85 Chabán abre Cemento, quizás el punto más alto si de shows de rock hablamos, y en 1986 en Venezuela al 300 abre sus puertas el Parakultural y Freedom.
1987 es el momento de Container disco y Bunker, palacio que rompió reglas. El 88 fue del Club Eros en Palermo viejo.
En el 89 la década de la alegría termina con la apertura del Bar Bolivia y el Mediomundo Varieté.
Sumo a la lista de Lucena y Laboureau, ya que ellas debían ser chicas y no estaban por las calles, al Arca de Noé de 1980 cerca del parque Centenario, donde tocaba Gustavo Cerati con su primer banda, Triciclo. También ya estaban Paladium y el cabaret Marabú, que del tango mutó al rock de Riff y Virus. También puedo recordar con algunas polaroids en la cabeza a la sala Unione e Benevolenza, Bajo Harlem en Marcelo T. Y Libertad, donde debutan los Cadillacs 57, después Los Fabulosos Cadillacs, entre bailarines de Ska y Dancehall. Prix D´Ami en Belgrano, Shams en Federico Lacroze donde programaban shows de Sandra Mihanovich, Rodolfo Mederos y Spinetta entre muchos otros, Latex, Exit donde mientras pinchaba vinilos cuando tocaba Comida China de Rafael Bini y hacían su humor groso Los Peinado Yoli con las divas nocturnas Doris Night y Divina Gloria.
Quizás el libro que falta para generar genuino interés por la literatura del rock sea este. Con noches comprobables y testimonios dudosos. Una alegría que creímos eterna y duró lo que un cubito de hielo en un whisky.
Fue bueno mientras duró, y quizás lo bueno también sea que no hay vestigios, solo ejercicios de memorias personales al respecto.
Lo que le da más onda a la cosa.
Realmente.