En la tarde del 31 de agosto, el presidente Juan Domingo Perón lanzó una violenta diatriba, indignado por el incomprensible bombardeo a la Plaza de Mayo, ocurrido el 16 de junio, y que causó centenares de víctimas: “Hemos de restablecer la tranquilidad entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo, por la acción del gobierno, las instituciones y el pueblo mismo. La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, ¡es contestar a una acción violenta con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”.
Los conspiradores tuvieron a su favor la desorientación del peronismo, que no encontraba señales claras y concretas de su líder. El conflicto con la Iglesia, la marcha del Corpus Christi de junio, la quema de la bandera, la ola de violencia parecía ser el caldo de cultivo en el que mejor se movían los antiperonistas, alarmados cuando se enteraron que la CGT le había solicitado al ministro de Guerra armas para que pueblo pudiese defender al gobierno. Tanto los generales Franklin Lucero, ministro de Ejército como Humberto Sosa Molina, titular de Defensa, se opusieron en forma tajante, luego de agradecer diplomáticamente “el esfuerzo patriótico”.
Desde fines de junio de 1955, el general Pedro Eugenio Aramburu junto a un grupo de oficiales de ejército y de la marina, donde habían apalabrado al almirante Isaac Rojas, se dedicaban a conspirar contra Perón.
Según testimonios, Aramburu estuvo indeciso, ante la ausencia en el complot de grandes unidades militares, y era proclive a una postergación. Entonces el general retirado Eduardo Lonardi, 59 años, decidió ponerse al frente. Habló con jefes del ejército, coordinó con hombres de la marina, sosteniendo que el golpe debía darse el 16 de septiembre.
Lonardi, que ya estaba muy enfermo, había tratado a Perón cuando este le pasó la posta de la agregaduría militar en Chile en 1938. Su trabajo en el país vecino terminaría con expulsión por una operación de espionaje armada burdamente por Perón y de la que terminó pagando los costos.
Lonardi llegaría a general durante el gobierno peronista y en 1951 pasó a retiro. Fue uno de los primeros en advertirle al presidente que el Ejército no toleraría una candidatura de su esposa a la vicepresidencia, cuando se venían las elecciones en las que Perón se presentaba a su reelección.
A la tarde del 13 de septiembre, Lonardi se fue en micro a Córdoba, donde debía estallar la revolución. A fines de agosto, se había desbaratado una conjura en Río Cuarto cuando el general Dalmiro Videla Balaguer, comprometido en el movimiento, creyó haber sido descubierto. Dejó su puesto en esa ciudad y fue a ocultarse a la ciudad de Córdoba, lo que alertó a los servicios de inteligencia de que algo grave estaba por ocurrir.
Lonardi determinó que el santo y seña a usar por los conspiradores sería “Dios es justo”.
El 16 de septiembre, un viernes lluvioso, estalló el golpe de estado, cuyos conspiradores llamaron “Revolución Libertadora”. El plan era una insurrección que llevaría adelante el ejército, a la que luego se sumaría la marina.
El 16 Lonardi, acompañado por el coronel Arturo Ossorio Arana y otros oficiales, y bajo el lema “Cristo Vence” -que le daba al movimiento insurreccional el tinte de una cruzada religiosa- desató un movimiento revolucionario que, primero, tomó la Escuela de Artillería, luego, la de Infantería y la de Tropas Aerotransportadas. Y sus pares de la Marina hicieron oír su grito de guerra bombardeando la destilería Eva Perón de Mar del Plata.
Los insurrectos habían impresionado con la iniciativa tomada, pero su situación era por demás endeble, debido a la gran cantidad de efectivos que se mantenían leales al gobierno, a tal punto que hasta tres días después, nadie arriesgaba qué bando saldría ganador.
Inexplicablemente desde la Casa Rosada no se emitían señales sobre qué hacer ni los medios de comunicación, monopolizados por el gobierno, daban una pista al respecto, algo de lo que Perón se arrepentiría años después. Hasta que al mediodía del 19, luego de conferenciar con el general Franklin Lucero, ministro de Ejército y leal al presidente, el primer mandatario envió una nota con su renuncia: “Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi amor al pueblo me inducen a todo renunciamiento personal”.
Sin embargo, a las 21 horas de ese mismo día, citó a Olivos a los principales generales. Les explicó que la suya no era una renuncia porque no estaba dirigida al Congreso, sino al ejército y al pueblo, y que si este no la aceptaba, continuaría en la presidencia. Los amenazó con abrir los arsenales para armar a la gente. Fue el general Angel Manni el que le comunicó que su renuncia ya había sido aceptada y que no había más que pudiera hacer. “Ponga distancia cuando antes”, le aconsejó.
Cuando el 20 a la madrugada abandonó para siempre la residencia Unzué -que sería demolida por el gobierno militar en 1958- había armado un operativo distracción. En el aeroparque metropolitano estaba preparado un avión adornado con banderas argentinas y paraguayas y lo hizo despegar para que se creyese que él iba en el vuelo. Minutos después, cuando el avión aterrizó en El Palomar, descubrieron el ardid.
A las 2 de la mañana del martes 20 de septiembre, Perón supo que ya nada más había para hacer y tomó la decisión de dejar el país. Le indicó a su mayordomo Atilio Renzi que le alistase un bolso con ropa y un maletín con dinero en efectivo. Renzi era un suboficial del Ejército que había sido secretario privado de Eva Perón, quien luego lo nombró mayordomo de la residencia presidencial. El fiel secretario le preparó dos millones de pesos y 70 mil dólares. A las 8 de la mañana, en medio de una lluvia torrencial, en un auto acompañado por los mayores Alfredo Renner e Ignacio Cialceta y el comisario Zambrino, se dirigió a la embajada paraguaya, ubicada en Viamonte al 1800.
¿Fue realmente cierto que desde una ventana del edificio de Viamonte y Callao había una persona apostada en los pisos superiores esperando la orden de dispararle antes de que ingresase a la legación extranjera? Nada ocurrió y Perón pudo formalizar su pedido de asilo. El embajador paraguayo Juan Chávez, que en ese momento estaba en su domicilio en el barrio de Belgrano, resolvió alojarlo en la cañonera Paraguay, para su mejor seguridad. Estaba anclada a una distancia prudencial de la costa, cercana a la dársena D de Puerto Nuevo. Hacía días que esa embarcación esperaba ingresar a dique seco, para su reparación.
El jueves 22 Lonardi, el día anterior a que jurase como presidente de facto, emitió una proclama y explicó por qué se habían levantado contra el gobierno: “Lo hacemos impulsados por el imperativo del amor a la libertad y al honor de un pueblo sojuzgado que quiere vivir de acuerdo con sus tradiciones y que no se resigna a seguir indefinidamente los caprichos de un dictador que abusa de la fuerza del gobierno para humillar a sus conciudadanos”.
El viernes 23 juró como presidente provisional, declaró a Córdoba sede del gobierno nacional hasta que pudiera trasladarse a la ciudad de Buenos Aires y nombró a su gabinete.
Los días siguientes fueron de incontables reuniones de Lonardi y otros jefes para lograr un salvoconducto del ex presidente. Algunos no deseaban tenerlo exiliado en América Latina y habrían tratado de persuadir al Paraguay en ese sentido. Hasta se había barajado mandarlo a Suiza. Pero, finalmente, el gobierno paraguayo le abrió las puertas.
Perón se alojaba en el camarote del capitán César Cortese y comía habitualmente con la tripulación. La embarcación era custodiada, a una distancia prudencial, por buques de guerra argentinos.
A bordo de la cañonera, pasaba parte de su tiempo en la redacción de un borrador de sus memorias acerca de los hechos que habían llevado al fin de su gobierno. Remontar el río Paraná para llegar a Asunción era peligroso, no para él sino para las nuevas autoridades que temían posibles insurrecciones de fuertes enclaves peronistas, como era el caso de la ciudad de Rosario. Para su desgracia -no le gustaba volar- quedaba el avión como la posibilidad más segura. Sin embargo, el presidente derrocado asentía a todo lo que le indicaban.
Stroessner había enviado a un DC 3, aunque la idea de trasladarlo hasta un aeropuerto no entusiasmaba a nadie. Hasta que la solución llegó: el dictador paraguayo envió un hidroavión, al mando de Leo Novak, su piloto personal. La máquina acuatizaría cerca de la cañonera.
El 3 de octubre, un Perón entre cansado y taciturno fue trasladado en una lancha a motor hacia el hidroavión, que se bamboleaba a raíz del fuerte oleaje. Estuvo a punto de caer al agua cuando subía por la escalerilla del avión, pero fue sujetado a tiempo por Mario Amadeo, el nuevo canciller argentino.
No sin dificultad el hidroavión pudo despegar, luego de luchar con fuertes vientos en contra. Hasta estuvo por rozar la punta de un mástil de una embarcación. Mientras voló sobre territorio argentino, lo hizo escoltado por dos aviones de la Fuerza Aérea Argentina y, después, por dos naves paraguayas. En una de ellas viajaba como piloto el propio Stroessner. A las 16.45 horas Perón aterrizaba en Asunción.
Comenzaba un exilio de 17 años.
En 1972, regresó al país. Como presidente visitaría el Paraguay el 6 de junio de 1974 y en el puerto de Asunción, lo esperaba la vieja cañonera, rindiéndole homenaje.
Habían pasado algo más de diez años de su derrocamiento, cuando manifestó que había cometido un grave error en no haber movilizado a las fuerzas leales y ejecutar a los jefes y oficiales conspiradores. Aunque también aseguró que se había ido para evitar una guerra civil y que ocurriera algo similar a lo que se había vivido en España.
Cuando el jefe de la revolución declaró que “venimos a restaurar el imperio del derecho, sin vencedores ni vencidos”. Pero Lonardi no imaginaba que sus compañeros de armas Pedro Aramburu e Isaac Rojas tenían otros planes y el 13 de noviembre de ese año debió dejar el poder. Moriría el 22 de marzo del año siguiente.
Con Aramburu y Rojas los vientos cambiarían y habría vencedores y vencidos.