El domingo 12 de septiembre de 1976, Rosario Central le ganó 2 a 1 a Unión de Santa Fe como local, en el Gigante de Arroyito, con Alfio Basile como DT y goles de Osvaldo Potente, figura de Boca entre 1970 y 1975. En Unión debutaba un arquero de 19 años, Nery Pumpido, que iba a ser figura de River y campeón mundial con la Selección Argentina en México 86. Aquella tarde gris del 76, al final del partido, los periodistas empezaron a tipear los comentarios en sus paquidérmicas máquinas de escribir, hasta que una noticia sacudió a las redacciones: un colectivo con 32 policías de la Guardia de Infantería -que volvían con sus cascos y escudos de haber participado del operativo de seguridad en la cancha de Central- había sido volado en un atentado en el barrio Refinería, poco después de las seis de la tarde.
Al principio todo fue confusión. Luego se supo que el ómnibus Mercedes Benz, manejado por el suboficial Eduardo Ferraro, circulaba por la calle Junín cuando sufrió el reventón de una cubierta, perdió la estabilidad y, en la esquina de Rawson, se encontró con una trampa mortal programada: un Citroën 3 CV rojo, estacionado, sin ocupantes, estalló por el aire con una potencia salvaje y le destrozó el lateral izquierdo. Un Renault 12 que venía atrás, con tres civiles, un matrimonio y su hija adolescente, fue alcanzado por la onda expansiva de las bombas vietnamitas del tipo Claymore, inventadas por los estadounidenses no sólo para matar enemigos sino para mutilar y cercenar sus cuerpos, capaz de destrozar vehículos y edificaciones, y causar terror, desde luego.
Nueve policías murieron, igual que la pareja que ocupaba los asientos delanteros del auto: Walter Ledesma, fotógrafo, y su esposa, Irene Dib. La hija de ambos, Adriana Fabiana Ledesma, de 14 años, que viajaba en el asiento trasero, fue trasladada a un hospital con heridas graves: salvaría su vida pero sufriría por siempre el trauma. La onda expansiva, con su lluvia letal de proyectiles, había dejado agujeros en un paredón del ferrocarril Mitre, enfrente. Había, además, policías y civiles heridos; entre ellos, Carlos Galeazzo, vecino que reparaba su moto en la entrada de su casa en el instante de la explosión. Días después, los diarios informaron que Montoneros se había atribuido el atentado, a esa altura llamado Masacre de Rosario, a través de panfletos.
Las tripas afuera
“Aquel día llevé un servicio a Villa Constitución. Al volver, me dijeron que tenía que quedarme porque el otro chofer había pasado parte de enfermo. Entonces manejé el micro hasta la cancha. Después del partido, estábamos por volver cuando el comisario a cargo me dijo que había salido otro servicio adicional, una pelea de boxeo en Sportivo América, así que me pidió que volviera lo más rápido posible para el centro. Tomé por Gorriti, doblé en una calle cuyo nombre no recuerdo para conectar con Junín”, rememoró Ferraro en una nota con el diario “La Capital” de Rosario en 2018, cuando se cumplían 42 años del atentado.
En ese entonces, Ferraro tenía 78 años y usaba bastón por las secuelas de aquella explosión que le había destrozado la cabeza del fémur y le había dañado la arteria femoral. En la cara tenía cicatrices de esquirlas. Momentos antes del atentado, vio un taxi con una mujer y chicos, que iba adelante del colectivo. Después, la explosión, los gritos, quejidos y cuerpos mutilados de sus compañeros. “Lo último que recuerdo es que me subieron al baúl de un auto y me llevaron a la Asistencia Pública, en Moreno y San Luis”, contó. Después lo trasladaron al Hospital Italiano, donde estuvo cuatro meses internado; la rehabilitación siguió en el Hospital Policial Churruca, en Buenos Aires.
Omar Olivera, uno de los policías que viajaba en el colectivo atacado, ocupaba, aquella tarde trágica, el tercer asiento del lado derecho: “Todos los que venían sentados del lado izquierdo murieron. A mí me pegó un ruleman en la cara, porque la bomba estaba hecha con todo tipo de municiones, y otra esquirla me partió el casco y me rompió el cráneo, provocándome problemas auditivos para siempre -explicó en la misma nota-. Unos trataban de ayudar a otros. Fue tremendo. Me bajé y traté de reaccionar. Me acuerdo de Luna, un muchacho que estaba prácticamente destrozado, y me preguntaba si se iba a morir. Le dije que no, que estaba bien, pero tenía todas las tripas afuera”.
Finalmente, Luna no figuró entre las víctimas mortales del atentado. Los nueve policías fallecidos tenían entre 20 y 28 años. Algunos de ellos habían pedido hacer el servicio adicional por ser hinchas de Central, otros para conseguir una entrada extra de dinero. “Andrés le quería comprar una heladera a mi mamá y por eso estaba haciendo adicionales”, contó Ángela Acosta, hermana del agente Andrés Alberto Acosta, uno de los asesinados en la explosión, a los 25, cuando tenía un hijo de cuatro años y otro de dos. Cada 12 septiembre se recuerda en Rosario el aniversario del Agente santafesino caído en cumplimiento del deber.
Una historia violenta
Si bien se abrió una investigación y el gobierno de facto ordenó la apertura de un Consejo de Guerra -procedimiento judicial militar de carácter sumario-, nunca se supo, ni siquiera en los más de siete años de dictadura que quedaban por delante, la identidad de los que habían activado los explosivos a distancia. A casi seis meses del golpe de Estado del 24 de marzo, la junta militar presidida por Jorge Rafael Videla ejecutaba un plan sistemático que incluía asesinatos, secuestros, torturas, desapariciones, violaciones a mujeres, robos de bebés y saqueos de los bienes de detenidos o asesinados en la clandestinidad. Agustín Feced era jefe del Servicio de Informaciones del II Cuerpo de la Policía de Santa Fe -que funcionaba como centro clandestino de detención- y coordinaba los operativos represivos en Rosario y áreas vecinas. Ya en democracia, iba a ser imputado por 270 delitos de lesa humanidad.
Montoneros, agrupación juvenil armada, de raíz católica y peronista, que se había dado a conocer en 1970 con el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu -ex presidente de facto que encabezó el golpe de Estado de 1955 y ordenó los fusilamientos de 1956 en José León Suárez- estaba embarcada en un mesianismo militarista, desconectada de las bases sociales desde hacía tiempo, y focalizada sobre todo en atentados con explosivos. El 2 de julio, setenta días antes de la Masacre de Rosario, había volado el comedor de la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal, institución que -por entonces- obraba además como centro clandestino de detención. José María Salgado, policía y militante montonero, se infiltró en el lugar con una bomba vietnamita y produjo una explosión que mató a 23 personas e hirió a 66, lo que generó sangrientas represalias.
Y el 2 de octubre del 76 -veinte días después del ataque al colectivo en Rosario-, Montoneros estuvo a punto de matar a Videla, cabeza visible de un gobierno que, dentro del caballo de troya del declamado “combate a la subversión”, portaba las políticas ultraliberales de la Escuela de Chicago. El explosivo, colocado por un comando montonero en un palco de Campo de Mayo durante un desfile militar, estalló cinco minutos después de que el genocida abandonara el lugar. La embajada de los Estados Unidos calificó al hecho como “extremadamente grave” y añadió que significaba un “aumento en la capacidad de los terroristas de penetrar la seguridad militar”. La prensa, por orden del gobierno, no informó sobre el intento de magnicidio. En octubre, las oficinas argentinas de Mercedes Benz y Chevrolet fueron atacadas con bombas y, el 16, una bomba hirió a 60 personas, en su mayoría militares retirados y sus familiares, en el club de cine del Círculo Militar. La revista “Time” publicó que, durante los primeros meses de la dictadura militar, setenta policías habían muerto en acciones de la guerrilla, a la vez diezmada por la represión estatal.
Disputa judicial
En 2009, los familiares de las víctimas del atentado del 12 de septiembre de 1976 hicieron una presentación judicial ante el Juzgado Federal N° 1 de Rosario. En 2011, el juez Marcelo Martín Bailaque ordenó reabrir la investigación en respuesta a una demanda de Gabriel Amado Alfonso, hijo de Domingo Hipólito Alfonso, uno de los policías asesinados. Carlos Racamato, abogado por parte de la querella, declaró: “Durante muchos años se trató de abrir la investigación, pero se la rechazaba porque en teoría había prescripto”. Gabriel Alfonso, el demandante, sostuvo que buscaba “una reparación histórica, ya que tenía dos años cuando pasó todo; las víctimas del atentado terrorista era policías, no eran represores, venían de cubrir servicios adicionales en la cancha de Central, eran agentes con sólo dos años de antigüedad”.
En 2020 el fiscal federal Javier Arzubi Calvo dictaminó la prescripción de la causa. La resolución, difundida el 27 de mayo, advertía que las presentaciones que habían originado la investigación, y las posteriores, realizadas por la querella, sustentaban la hipótesis de la intervención de Montoneros en publicaciones periodísticas, tanto en diarios como en libros. Además, sostuvo la imposibilidad de aplicar las figuras de delito lesa humanidad y crímen de guerra solicitados por la querella, por lo que la causa prescribía. El fiscal citó las premisas del ex procurador general de la Nación, Esteban Righi, fallecido el año anterior, en la resolución 158/07.
“La naturaleza aberrante del suceso y el inconmensurable daño ocasionado no bastan por sí para superar diques estrictos que contienen y perfilan esa materia, único presupuesto válido para habilitar la persecución penal en un hecho en el cual, según el ordenamiento interno (que en la dirección apuntada no se opone a las pautas del Derecho Internacional), la acción penal no se encuentra vigente. No puede hablarse de conflicto armado interno y, por lo tanto, de crimen de guerra. Para que ello ocurra, es necesario que ese enfrentamiento se registre entre las Fuerzas Armadas y un grupo disidente armado, organizado, con control sobre parte del territorio y con capacidad de realizar operaciones militares sostenidas”, sostuvo. Y agregó: “Ninguna de esas condiciones concurren en la organización Montoneros”.