Yamila Dittler le teme a lo que no puede manipular. A todo lo que no puede predecir o dominar. A lo que está fuera de su radio de control. A lo inesperado, a lo súbito. No es un miedo absurdo o irracional. Le teme a “las cosas que como humano no podemos hacer nada”. Enumera ejemplos: “El ataque de un animal salvaje, una enfermedad terminal o un desastre natural”. Tiene 35 años, nació en la localidad de La Tablada, provincia de Buenos Aires, vive en el barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires, es agente inmobiliario y estaba en Marrakech, capital turística de Marruecos, cuando un terremoto de magnitud 6,8 en escala Richter la enfrentó a uno de esos miedos existenciales.
El lunes 4 de septiembre había llegado junto a una amiga para cumplir uno de sus sueños: “hacer” el desierto. El plan de vacaciones pretendía extenderse hasta el domingo 17. Incluía la celebración de su cumpleaños, el martes 12. Terminó antes y abruptamente. El 10 de septiembre se subió al primer avión que consiguió: un vuelo con destino a Egipto. Vivió en dos Marruecos distintas: la exótica, vertiginosa y amable que conoció, y la otra, la que brotó con el terremoto y parió un país en shock, en pausa, en luto.
El viernes 8 de septiembre había dedicado su tarde al paseo por el desierto de Agafay, un oasis de paz a solo hora y media en auto de distancia del bullicio de Marrakech. Vestía un enterito blanco, botas negras, gafas de sol, una bandana en el pelo. Tenía lo puesto. El celular y la documentación guardados en los bolsillos. No volvió al hotel. Cenó en el restaurante Cappuccino Maroc, ubicado en la esquina de las avenidas Ibn Al Khattib y Echouhada. Pidió una ensalada griega. Se la trajeron. No alcanzó a comerla. Eran las 23:11 de la noche.
“Lo primero que sentí fueron pedacitos del techo cayendo en el plato. Pensé que se desmoronaba el edificio. Estaba sentada en la parte de mesas del interior. Al segundo que caen los pedazos, empieza a temblar todo”, relata Yamila. El temblor corroboraba su análisis inmediato: el edificio se estaba derrumbando. “Como si fuera una película de esas que uno imagina que no pasan en la vida real”, describe. Estaba siendo la protagonista de esa escena realista, estaba experimentando su miedo a las catástrofes. Necesitaba hacer algo.
Reaccionó cuando notó que no era la única protagonista del desastre. El restaurante estaba lleno de comensales impávidos. “Todos empezaron a correr hacia la salida. Hice lo mismo. Corrí hacia donde veía una salida. Es complicado describirlo, pero correr mientras el suelo tiembla a tus pies hace que te desbalancees”. Yamila no cayó. Su amiga tampoco. Pronto estaban afuera. Las caras de los demás representaban la angustia y el pánico. Ella ni nadie entendía lo que estaba pasando. Pensó en un atentado. Pensó en un desperfecto en la ingeniería del edificio. Advirtió, con la violencia de una epifanía, que se trataba de un terremoto cuando su diagnóstico adoptó una mirada en perspectiva: no eran solo el restaurante, ella y los comensales los afectados, sino toda la ciudad y todos los habitantes.
“Cuando logré salir a la calle, me di cuenta de que estaba pasando lo mismo en todos lados. Todo temblaba y todo se desmoronaba”, relata. Su instinto le dictó un plan de huida básico, compuesto por sólo dos órdenes: agarrar la mano de su amiga y correr hacia un sitio abierto. La adrenalina le hizo perder el sentido del tiempo. Habían sido solo diez segundos de temblor, suficientes para haber parido una sensación inédita. “Cuando empecé a ver que lo que temblaba no era el edificio donde estaba sino toda la ciudad sentí mucho terror, que no había un lugar donde estar a salvo. Lo único que pensaba era que me podía morir en cualquier momento”.
A dos cuadras del restaurante, se encuentra la “Place de la liberté” -nombre oportuno-. Es una rotonda que articula cinco arterias amplias con una coqueta fuente en el centro. Allí encontró algo de resguardo y una dosis de sosiego. Una réplica leve del sismo le recordó el espanto del primer temblor. “No podés hacer literalmente nada. Estás 100% desprotegido. Te sentís vulnerable y chiquito como una hormiga”, resume. El miedo la dominó durante cuarenta minutos, hasta que decidió volver al hotel porque la abrumaba el caos y la paranoia que la rodeaba.
Caminó las cuatro cuadras con el pavor en la piel. En el hotel descubrió los mismos rostros de pánico, la misma incertidumbre colectiva. Se había propuesto una misión expeditiva: agarrar el pasaporte, la billetera y huir a la intemperie, lejos de cualquier infraestructura. Su amiga decidió quedarse en el área de piletas, el sector más despejado del complejo. En el lobby, distinguió las mismas huellas del estrago del terremoto en el restaurante: la arquitectura marroquí de los techos dispersa y rota por los pisos, los pliegues de techos y paredes de las escaleras desprendidos y esparcidos por los escalones. Dice que no entró a la habitación, pero que agarró las billeteras y los pasaportes y bajó rauda.
Se dirigió a la pileta del hotel, donde estaba el grueso de los hospedados, donde se distribuían aleatoriamente pedazos de tejados. “Sentadas en una reposera lejos de cualquier edificación o cosa que se pudiera caer, avisamos a nuestras familias y empezamos a buscar pasajes para irnos de Marruecos”, relata Yamila. Estuvieron cuatro horas ahí, conviviendo con otros sobrevivientes desconocidos, hablando con su familia en Argentina. “Cuando pasan cosas así y estás lejos de tu país, en lo único que pensás es en cómo volver a casa”, dice.
La ansiedad y la angustia recién mermaron de madrugada, con la aparición del sol. Decidieron subir a la habitación. Eran las cinco de la mañana del sábado 9 de septiembre y Marruecos no podía dormir luego de que ocurriera el sismo más fuerte en el país en los últimos 120 años. “Creo que habremos descansado una hora como mucho. No pudimos dormir. Teníamos miedo. Durante toda la noche, escuchamos el sonido de las sirenas de ambulancias, bomberos y policías, y el llanto de la gente”, narra. Tampoco volvió a dormir la noche siguiente. Desde el temblor hasta su vuelo de escape -partió a las seis de la tarde del domingo hacia Egipto-, estima haber dormido cinco horas.
El sábado salió a caminar por las mismas calles de otra Marruecos. “Muchos edificios con amontonamientos de ladrillos por sectores en las partes que se desmoronaron -refleja-. El encanto de la misma ciudad a la que había llegado unas tres noches antes dejaba en evidencia que se había convertido en una trampa peligrosa. En Marrakech las veredas angostas y las calles que se enredan entre ellas y con edificios de antaño, de cuando era una ciudad imperial”. Caminó hacia la mezquita Koutoubia. Encontró destrozos en algunos sectores y al pueblo durmiendo y llorando en las calles. “Las banderas están a media asta y se declararon tres días de luto. No suena música. No ves rostros alegres. Me encontré a los bomberos sacando un cuerpo que parecía del tamaño de un niño de doce años entre los escombros”, grafica.
Parecía estar inmersa en un mundo distópico: “Era otro lugar totalmente opuesto al que conocimos el día que llegamos. Era una ciudad caótica y maravillosa en todo sentido. Cruzar la calle era una misión imposible por la cantidad de vehículos que pasan. El sábado estaba vacía”, rescata. La escena que narra tiene silencios y ruidos de ambulancias, tiene veredas vacías y turistas moviéndose con su equipaje. “La mayoría del pueblo estaba en la mezquita -dice-. Se ve que pasaron la noche ahí porque todo el mundo estaba reunido alrededor de ella”.
Estuvo en la plaza Jemaa el-Fna, el corazón cultural de Marruecos, antes y después del terremoto. Ahí descubrió cómo una catástrofe puede alterar la atmósfera de una sociedad. De la locura hermosa que encontró en ese recinto donde conviven feriantes gastronómicos, vendedores y artistas callejeros con la masa turística al centro de consuelo, de emergencias y de encuentro que se transformó la plaza tras el desastre. “En una parte, el paso está cortado pero se ven luces de las autoridades sacando escombros y cadáveres”, relata.
“Duele ver a Marruecos hoy. La sensación que se respira es de impotencia y desamparo. Se reúnen alrededor de la mezquita a llorar y rezar por los que se fueron. Hace dos días que el único sonido es de bomberos y de prefectura. Va subiendo la cantidad de muertos a medida que revuelven escombros”, define la argentina de 35 años. En el último balance oficial, los muertos habían crecido a 2.122 personas y los heridos -cientos de ellos de gravedad- a 2.421. El terremoto, que tuvo su epicentro en la localidad de Ighil, situada 63 kilómetros al suroeste de la ciudad de Marrakech, a una profundidad de ocho kilómetros, derribó tanto edificios en las provincias y municipios de al Hauz, Tarudant, Chichaoua, Uarzazate y Marrakech, como ciudades enteras de montaña.