Estoy sentada en la sala de espera desde hace por lo menos dos horas. He adquirido la habilidad de concentrarme en el texto (estoy escribiendo mi primer libro y tengo la computadora en mi falda) y escuchar al mismo tiempo los apellidos que van llamando desde los consultorios médicos de este centro de fertilidad. La rutina de los estudios diagnósticos, las consultas para mostrárselos a los médicos y los monitoreos ecográficos -junto con las horas de espera para cada uno de ellos- son letras repetitivas en mi agenda semanal. Por fin llega mi turno. Es la segunda vez que veo a esta médica, especialmente recomendada. Entro al consultorio con los resultados de los estudios en la mano. Los mira como en una hojeada rápida y empieza a recomendarme un tratamiento que nada tiene que ver con mi diagnóstico inicial -que ya he corroborado con otros médicos- de falla ovárica primaria, también llamada menopausia precoz. La interrumpo y le hago la observación. ¿Acaso no sabe quién soy? ¿Acaso soy un número? Me mira displicente y se pone a leer mi historia clínica.
Unos días después de haberse hecho un tratamiento, Ángeles, de Mendoza, empieza con un sangrado vaginal. Le escribe a su doctor un whatsapp. Él le contesta que es normal, que se quede quieta y tranquila. A la hora va al baño y la hemorragia es mucha. Se asusta. Lo llama y él doctor no le contesta. Le deja un mensaje de audio desesperada donde le dice que siente como contracciones. No hay respuesta. Una hora después vuelve un mensaje de texto: “Ya vimos que esta mañana estaba todo bien. No te enrosques”. Ángeles vuelve a escribirle diciéndole que la sangre es muchísima. Nada. Cuando llega su marido, en medio de un charco, vuelven a llamarlo; el médico no contesta el teléfono. Ni su ayudante. La alza en brazos y la lleva en el auto a una clínica, donde un médico residente le hace un tacto innecesario y toma su caso. Después consiguen que un primo le haga una ecografía sin orden del médico, para comprobar que ya no hay embrión.
Eugenia, de Salta, está sentada frente a su médico. Ha intentado ya varias inseminaciones que no han resultado. Él le indica que debe hacerse un estudio de endometrio. Cuando ella le reprocha por qué recién ahora, le consulta si es realmente importante y por qué considera que debe hacérselo -además el estudio no está cubierto por su prepaga y tiene un costo importante- el doctor se ofende y la despide de su consultorio diciéndole que se busque a otro médico.
A Yamila, de Paraguay, su médico le pasa un presupuesto para un tratamiento de fertilidad, en el estacionamiento del centro. A Natalia, de Buenos Aires, le dice que le pague los honorarios del tratamiento (algunos médicos los cobran aparte) con un microondas. A Lucia su médica le advierte antes de hacerse una histerosalpingografía: “Es una leve molestia menstrual”. Ni tomate un ibuprofeno, ni andá acompañada, ni preparate porque es doloroso; nada más. En el estudio ella se descompensa, sale llorando y tiene que pedir dos días de licencia en su trabajo. Julieta y su compañero hicieron seis tratamientos y no saben si volver a intentarlo; tardaron muchos meses en decidir si volver a tener una consulta. La doctora, muy reconocida, una de las dueñas de un centro, los atiende rapidito, por videollamada de whatsapp, casi no los escucha y les manda una batería de estudios. Deciden que hasta ahí llegaron por el lado de la ciencia.
Todos las anteriores no son historias aisladas. Las he escuchado una y otra, y otra vez, con sus variantes, en estos diez años de hablar con pacientes de fertilidad e investigar el tema. Algunas de ellas las cuento en mi libro El deseo más grande del mundo (que puede adquirirse en Bajalibros/Leamos). Las escritoras Isabel Zapata (México) y Ana Wajszczuk, también han reflejado recientemente y en primera persona, el tema (escribí una nota más extensa sobre ambos libros, que podés leer aquí).
En In vitro, Zapata cuenta sobre cómo un médico la ha hecho pasar durante años por distintos estudios, medicamentos e intervenciones, dando por supuesto que el problema es suyo, sin haber hecho estudiar a su pareja, varón (finalmente infértil). Sobre cómo la responsabiliza, la infantiliza y minimiza lo que le pasa: “El doctor V. asegura que mi problema es que estoy nerviosa, necesito ‘poner a descansar mi cabeza loca’ (…) En el fondo lo único que tengo que hacer es relajarme (…), de un sablazo descalifica mi experiencia y me borra al mismo tiempo del consultorio y de mi propio cuerpo agotado”. Zapata le contesta citando al maravilloso poema de la venezolana María Auxiliadora Álvarez: “Usted nunca ha parido/ no conoce/ el filo de los machetes/ no ha sentido/ las culebras de río/ nunca ha bailado/ en un charco de sangre querida/ doctor/ no meta la mano tan adentro/ que ahí tengo los machetes (…)”.
Ana Wajszczuk en Fantasticland, cuenta lo que sintió cuando una médica insistió para que tomara el camino de la ovodonación: “Siento rojas y calientes las mejillas, la rabia me hace salir una espuma imaginaria por la boca. No me conocés, no sabés quién soy ni lo que me pasa ni por qué me pasa, soy un número más de esa sala de espera repleta de parejas con la cabeza gacha a quien despachar con el tratamiento que mejor le queda a las estadísticas de tu puta clínica donde ¡encima nos acabamos de cruzar con un conocido y su mujer!”. Estas situaciones tienen nombre, y se llaman “violencia reproductiva”.
En la serie de Netflix Maternidad activada, Nana, una médica de fertilidad, es la que consigue mejores resultados en términos de embarazos, entre todos los profesionales de su clínica. Su secreto: la aparente empatía. Nana -soltera y sin hijos-, encarnada por la actriz danesa Josephine Park, les dice a todos sus pacientes que ha vivido y que entiende por lo que están pasando: es lesbiana o heterosexual, ha perdido embarazos, tiene una pareja infértil, ha sido madre por ovodonación o se ha terminado separando de su marido y quiere llevar el embarazo a término, según a quién tenga enfrente. Más allá de la falta de ética de este recurso (la serie aborda estos bordes y tiene personajes complejos; es muy interesante y se las recomiendo) el argumento en relación a su éxito médico es verosímil.
La fuerza y el impacto de nuestras emociones, identificarnos con otros, sentir que no estamos solos, que no estamos locos, mueve fibras muy profundas. Los médicos hablan de la psicoinmunoendocrinología: los efectos biológicos de la manera en la que vivimos, percibimos, sentimos lo que nos sucede (algo que no depende de nuestra voluntad).
Y a pesar de que es algo muy sabido y aceptado en la comunidad médica, junto con el enorme peso que tiene su palabra, la forma en la que se trata a las y los pacientes, la falta de empatía y de cuidado, sigue siendo la regla.
A fines de 2022 asistí a un Congreso de Médicos de Fertilidad para dar una charla, encarnando la voz de las pacientes, en Asunción, Paraguay. La apretada agenda del evento hizo que, sobre la marcha, tuvieran que mover mi disertación a un horario residual. Mientras me paraba sobre el escenario, los médicos eran trasladados en micro a un cóctel en las afueras de la ciudad. Algunos pocos locales se quedaron a escucharme, a mí y al medio centenar de pacientes que se había acercado, algunos con mucho esfuerzo por el horario y superando la vergüenza, para compartir su historia. Para quedarnos con la mitad llena del vaso: por primera vez en un Congreso Latinoamericano de Fertilidad se le dio lugar en su programa oficial a la voz de los pacientes. Unos años antes había sido convocada para formar parte de un panel, junto a ONGs del tema, en un Congreso de Obstetricia. No estábamos en la franja horaria más popular: era un domingo a la mañana, de invierno y encima llovía. Además del obstetra que gentilmente nos había hecho un lugar en el programa, nos escuchamos entre nosotros mismos.
Sé que la dificultad no es exclusiva de la rama de fertilidad, que la falta de formación en materia de empatía médica y las perversidades del sistema que colaboran -que paga poquísimo por cada paciente, entre muchas otras cuestiones – se dan también en un muchas otras. Pero quiero centrarme en este “rubro” que es el que realmente conozco y he investigado.
Hay que decir que, por supuesto, siempre hay excepciones y médicos profesionales, amables y empáticos a quienes los pacientes agradecen, hayan conseguido ser padres, o no. Pero no puedo dejar de preguntarme: ¿Qué sucede con la relación médico-paciente en fertilidad qué es tan difícil de afrontar de manera sana y constructiva? ¿Por qué no termina de considerarse como parte intrínseca en la capacidad profesional (el famoso: es buen médico o médica, pero es un cubito de hielo)? Hasta ahora nadie lo ha estudiado a fondo. Bien falta que haría.
En uno de mis talleres de escritura que doy para personas en búsqueda de un hijo, una de las participantes, joven médica, puso en contexto su situación: “Es difícil ser empática después de 36 horas sin dormir y sin comer”. Es cierto. Pero este no es el caso de todos los médicos.
¿Qué nos queda a los pacientes? No resignarnos a aceptar mansamente a quién tenemos enfrente. Buscar un profesional que nos mire a los ojos, que nos comprenda, que nos de explicaciones sin ofenderse, que esté actualizado, que nos anticipe o intente anticiparnos lo que vamos a vivir, que sintamos que no aplica una fórmula fácil y en serie para cada uno, si no que se concentra en nuestra individualidad, en entender y comprender nuestro diagnóstico. Y que, aún si no sabe, puede decirlo. Y, por parte de los pacientes, entender que ellos no son Dios (o una fuerza superior), que no lo saben todo y que el cuerpo humano en muchos aspectos sigue siendo un misterio.
Pero, sobre todo, buscar un médico que nos escuche.
Es cierto que, en especial, en zonas alejadas de las grandes ciudades, hay menos opciones y no se puede elegir. Entonces toca resistir, empoderarse, buscar recursos, mirar en Internet: la resiliencia. Una de las participantes de mi taller empezó a armar una lista de preguntas antes de ir al médico y se las lee una a una, las va tildando, para que la emoción no la nuble. El doctor, a fuerza de insistencia, se ha acostumbrado. Otra busca una segunda consulta por zoom con una médica, para terminar de sacarse las dudas de lo que le dice la primera. Otra más, le envió un mensaje -que leímos en el taller- al médico que la dejó en banda el peor día de su vida, con altura, sin agresiones (y este en lugar de disculparse y abrazarla, la echó como paciente).
“Debemos recordar que los médicos tenemos una situación de privilegio en la sociedad de poder mejorar la calidad y de vida y la salud de otras personas, de transformar su vida positivamente y ver el efecto en un tiempo relativamente corto”, reflexionó el especialista Adan Nabel.
Le pregunté a él y dos de sus colegas, César Sánchez Sarmiento y Juan Aguilera, cuál consideraban que era el decálogo (no son diez, pero la Real Academia Española dice que aún así se puede usar este término) de buena conducta de un médico en cuanto a la relación con su paciente. Y, sintetizando sus comentarios, esto me respondieron:
1) Escucha al paciente. La infertilidad aparece de repente, sin causar dolor previo, y genera un dolor inmenso, comparable con la pérdida de un familiar muy querido o con el diagnóstico de una enfermedad grave. Por eso, sobre todo en la primera consulta (que a lo mejor debe dividirse en dos), la posición debe ser de escucha. Escuchar más allá de cuánto hace que buscan un bebé, cuántos años tienen, si tuvieron cirugías e infecciones previas, etc. Escuchar para saber quiénes son, cómo es el dolor que sienten, cómo llevan el peso de la búsqueda y de las preguntas de sus familiares, etc. Escuchar para conocer a mis pacientes más allá de lo biológico, porque es en lo emocional donde encontramos las fortalezas para luchar, para hacer el tratamiento y volver a intentarlo una y otra vez, si los primeros intentos no funcionan.
2) Empatía: ponerse en los zapatos del paciente es esencial para poder ayudarlo. Cuando el médico empieza a perder esta capacidad, el vínculo sufre y el que pierde es el paciente.
3) Disponibilidad para recibir todas las preguntas y repreguntas que sean necesarias. Claridad y simplicidad en las respuestas. Como toda situación nueva, la imposibilidad de lograr embarazo genera muchas preguntas. Es común que los pacientes sientan miedo de preguntar todo lo que necesiten, o de pedir aclaraciones, porque “parece algo tonto”, “el doctor va a pensar que no entiendo las cosas”. Pero la realidad es que mientras más clara tengan la situación y las posibles soluciones, mejor será nuestra relación y más posibilidades habrá de que juntos tomemos las mejores decisiones. Además, al momento de responder, los médicos tenemos la obligación de ser claros. Y para ser claros no hace faltar hablar en “difícil”.
4) Información paso a paso. Cada paso requiere manejar determinada información (y no adelantarse) para tomar las decisiones que cada instancia requiere. Intentar llegar a la meta antes de tiempo no tiene sentido y genera mucha ansiedad. El camino puede ser más o menos recto, o totalmente sinuoso, dependiendo de cada persona, de cada pareja, de cada historia de vida.
5) Estar disponible fuera del consultorio. El proceso de un tratamiento de fertilidad asistida implica procedimientos en casa, y además genera muchos miedos, inseguridades, dudas. Por eso, es importante que los pacientes cuenten con nosotros más allá de la consulta, siempre estableciendo normas para esa comunicación, normas consensuadas que respeten los tiempos de ambos.
6) Acompañarlos para que tomen sus decisiones. Las decisiones que se toman en fertilidad son muy profundas, tienen que ver con el ser íntimo, con un proyecto fundamental de la vida. Una de las tareas más importantes que tenemos como médicos es ayudar al paciente a que pueda elegir el tratamiento más adecuado a su estado emocional, su resto anímico, psicológico, físico y económico. Para esto es importante tener una visión de la vida con muchas experiencias, para poder entender mejor. Y acompañarlo tratando de ser lo más imparciales posible, entendiendo que puede tener principios morales diferentes a los nuestros.
7) Brindar toda la información disponible. El paciente tiene que saber claramente los porcentajes de éxito de los tratamientos. Esto les permite gestionar y moderar sus expectativas y transitar mejor un camino que a veces puede ser largo o muy largo. Necesita saber todo: lo que no está tan bueno y lo que sí. Y todo lo que la ciencia ha desarrollado para colaborar en el camino hacia la búsqueda de los hijos. No importa si la solución es costosa o difícil. Cada persona optará por lo que pueda hacer, según sus posibilidades. Para para elegir con libertad debe conocer toda la información disponible. Esto ayuda, además, a generar confianza.
8) Tratar cada caso como si fuera único. Esto requiere por parte del médico una individualización, no sólo en el trato si no en manejo de los pronósticos y de las indicaciones de los tratamientos.
9) Interactuar y ayudarlos a interactuar con los distintos profesionales que deberían estar alineados y en sintonía con todo lo anterior. Fundamentalmente con los embriólogos, en la explicación de cómo es cada caso. Pero también con la recepcionista, los ecografistas, los psicólogos de la clínica o de afuera.
Así que ya saben: no se lo están inventando. Pueden exigir que del otro lado del “mostrador” haya un ser humano que vela por su bienestar. Y si esto no se cumple, y creen que el médico o la médica valen la pena y podría estar dispuestos a aceptar sugerencias, impriman esta nota y llévensela, con un chocolate, buena onda y un chiste bajo la manga, en la próxima consulta.
A lo mejor las cosas empiezan a fluir de otra manera.
Nota: Este artículo sintetiza algunos de los conceptos que trato en mi newsletter “El deseo más grande”. Para recibirlo vía mail, suscribirse sin cargo aquí https://www.infobae.com/newsletters/el-deseo-mas-grande/