Juan Domingo Perón no había estado de acuerdo con el acto que se llamó el cabildo abierto, realizado el 22 de agosto de 1951, en la que se le ofrecería la candidatura de vicepresidente a su esposa. Sabía que estaba muy enferma y además sus camaradas militares no permitirían el avance de esa iniciativa. Pero como la maquinaria partidaria ya estaba en marcha, no tuvo más remedio que dejar hacer. Por eso, esa noche, a pesar de la presión de la multitud para que la mujer se pronunciase afirmativamente, fue él quien dio por terminado el acto en la avenida 9 de Julio, sin que se produjese ninguna definición sobre si Eva lo acompañaría en la fórmula presidencial.
Desde 1945 se le cuestionaba a Perón su relación con Eva, en tiempos en que no estaban casados y ya convivían. Fueron años de sordos cuestionamientos que también alcanzaba a la familia de la mujer. En charlas en confianza con el ya presidente, en el que intercedieron viejos compañeros de armas se intentó, vanamente, de que entrase en razones. Se pretendió convencerlo de quitar a su esposa del lugar que ocupaba. Pero no hubo caso.
El ambiente estaba caldeado en los cuarteles. Los militares se habían opuesto al artículo de la Constitución que permitía la reelección presidencial y no vieron con buenos ojos la defenestración del coronel Domingo Mercante, gobernador bonaerense -sucesor cantado de Perón en la Rosada- cortándole los fondos para obras e impidiéndole la reelección como gobernador. Los militares opositores se nuclearon en una logia, a la que llamaron Sol de Mayo.
El humor castrense se agravó cuando se barajó la posibilidad de que Eva Perón fuera candidata a vicepresidente. Resultaba inadmisible que, ante la muerte del presidente, una mujer lo sucediera y además se convertiría en comandante de las fuerzas armadas.
En febrero de 1951, en un acto del partido peronista femenino, se lanzó la candidatura de Evita. Fue el puntapié inicial de una serie de iniciativas que culminaron con el Cabildo Abierto del 22 de agosto.
La candidatura que no fue
Al día siguiente del acto en la 9 de Julio, José Espejo, secretario general de la CGT y promotor del cabildo abierto, fue a la residencia presidencial a sacarle una definición a Eva. Ella estaba en cama. Le confesó que no podía ser candidata porque no creía correcto componer una fórmula que fuera un matrimonio, y que se debía dar lugar al sector político que respondía a Juan Hortensio Quijano, el entonces vicepresidente, también enfermo, y que no quería saber nada con ser reelecto. Pero su decisión no trascendió.
La maquinaria militar no se quedó quieta. El 27 de agosto Eduardo Lonardi, uno de los generales opositores a Perón, pidió su relevo. Preparaba junto al general Benjamín Menéndez el terreno para lanzar al ejército a la calle. Cuatro días después una noticia lo descolocaría.
El viernes 31 de agosto, a las ocho de la noche, Evita leyó un mensaje por la cadena de radiodifusión anunciando que no sería candidata: “Quiero comunicar al pueblo mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron brindarme en el histórico cabildo abierto del 22 de agosto. En primer lugar declaro que esta decisión surge de lo más íntimo de mi conciencia, y por eso es totalmente libre y surge de mi voluntad definitiva”.
Dijo que aquel día “advertí que no debía cambiar mi puesto de lucha en el Movimiento Peronista por ningún otro puesto”.
Confesó que guardaba una sola ambición: “Que de mí se diga cuando se escriba este capítulo maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo, que Perón convertía en hermosas realidades y que a esta mujer el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Nada más que eso.”
“Estoy segura que el pueblo argentino y el Movimiento Peronista que me lleva en su corazón, que me quiere y que me comprende, acepta mi decisión porque es irrevocable y nace de mi corazón. Por eso ella es inquebrantable, indeclinable y por eso me siento inmensamente feliz y a todos les dejo mi corazón.”
La CGT propuso que el 31 de agosto fuera designado como “el día del renunciamiento”. Se habló del “generoso desprendimiento de la señora de Perón”.
Lonardi decidió no actuar. Sin embargo, Menéndez, junto otros militares retirados, lanzaron un golpe militar el 28 de septiembre. Pero el gobierno estaba sobre aviso, Menéndez se entregó arrestado y muchos de los complotados lograron escapar.
Ese mismo día Evita estaba recibiendo una sesión de rayos y no se enteró de nada. Le extrañó que su marido no la fuera a visitar al mediodía. Para que no se alarme, dejaron fuera de su alcance las radios. Cuando Perón fue al atardecer, ella le preguntó qué era ese griterío que venía de la calle, no tuvo más remedio que contarle lo que había ocurrido. Quiso hablar por radio esa misma noche.
“El general Perón acaba de enterarme de los acontecimientos producidos en el día de hoy, por eso no he podido estar esta tarde con mis descamisados en Plaza de Mayo de nuestras glorias (…) Les pido con todas las fuerzas de mi alma que sigan siendo felices con Perón, como hoy, hasta la muerte, porque Perón se lo merece, se lo ha ganado, y porque tenemos que pagarle con nuestro cariño las infamias de sus enemigos que son los enemigos de la patria y del pueblo mismo”.
Armas y libro
Al día siguiente convocó en su lecho de enferma a José Espejo, Florencio Soto e Isaías Santín, todos dirigentes de la CGT. “Si el ejército no lo quiere a Perón, lo defenderá el pueblo”, les dijo. Ordenó la compra de 5.000 pistolas automáticas y 2.500 ametralladoras para formar milicias obreras. La compra se hizo a Holanda, y suboficiales del ejército participaron en el adiestramiento.
Tras la muerte de Evita, Perón le preguntó al ministro de Economía Ramón Cereijo si era cierto que la fundación Eva Perón había comprado las armas. Cereijo respondió que si, que Eva había dado la orden y que eran para proteger hospitales y proveedurías. Perón dijo que no hacían falta, y ese armamento terminaría en Gendarmería.
Eva quería dejar su testimonio. Por 1947 contrató a Manuel Penella de Silva, un español que había viajado al país para conocerla. De ese encuentro surgió la idea de un libro, que enseguida empezó a tomar forma. Hasta que Perón pidió los originales y los cajoneó.
El proyecto se retomó en ese año 1951 y Evita, sintiéndose enferma, le insistió a su marido que quería tener el libro terminado. Pero Perón, en lugar de dárselo a Penella, le encargó a sus ministros Raúl Mendé -quien le escribía sus artículos- y Armando Méndez San Martín.
“La razón de mi vida” apareció en septiembre de 1951 y por una ley votada en el Congreso, se transformó en lectura obligatoria en los colegios en todos los niveles, e incluso en la universidad. Los de tapa dura se vendían a 16 pesos, y 9 los de tapa blanda. Se llegaron a imprimir 1.300.000 ejemplares.
Perón decidió dedicarle, a su esposa el 17 de octubre, una efeméride partidaria que era feriado nacional y que celebraba como si fuera una fecha patria. Allí Espejo dijo que “su renunciamiento tiene la grandeza de las actitudes de los mártires y los santos, y por ello le otorgamos la distinción del reconocimiento, de primera categoría, con exaltación de laureles”. Se le dio, además, la gran medalla peronista en grado extraordinario.
Ella quiso permanecer de pie, apoyándose en los brazos de su marido y de Espejo.
En el acto del 1 de mayo se refirió a los opositores: “Yo le pido a Dios que no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque, ¡guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar parado ningún ladrillo que no sea peronista”.
El 7 de mayo, día de su cumpleaños, el congreso -que llamó al período legislativo de 1952 “Eva Perón”- votó la ley que la ungió como Jefa Espiritual de la Nación. Cuando falleció se le agregó el título de “mártir del trabajo”.
Seguir leyendo: