Agustina Idoyaga tiene 35 años, nació el Día Mundial de la Tierra, y luego de buscar su camino durante un buen tiempo, echó raíces en el lugar que menos se imaginaba. Corría el 2017 cuando su padre le mostró un terreno a 20 kilómetros de la ciudad de Arrecifes, Provincia de Buenos Aires, y le dijo que soñaba con comprarlo y recuperar el antiguo almacén de ramos generales de la zona, con más de un siglo de historia. Tras 15 años cerrado, era una meta difícil de alcanzar: los techos estaban podridos, los pisos de pinotea se habían resquebrajado por las inundaciones, y las paredes de barro eran lo único que sostenía la edificación que llamaba la atención en el medio de la nada. Asumieron juntos en el desafío, y lograron repuntarlo, hasta que en 2021 su papá partió de este mundo. “Lo que iba a ser por tres meses terminó siendo el sueño que motiva mis días, y lo único que lamento es que él no llegó a verlo brillar”, expresa conmovida, en diálogo con Infobae.
Sobre la Ruta 51, en el kilómetro 56, se encuentra el Paraje El Nacional, de fachada naranja y puertas verde inglés. El pasto bien corto, como una pradera infinita. Allí tienen lugar distintos eventos, desde ferias de emprendedores, juntadas de amigos, zapadas de artistas, talleres literarios, meditaciones, tardes de té, asados, y un sinfín de reuniones que Agustina hace posible. “Llegamos un 20 de octubre de 2017, él me trajo para mostrarme y hablarme de sus planes; todavía no había alambrado, era todo monte, la casa de atrás no tenía techo”, rememora sobre el primer impacto que tuvo, y reconoce que mientras más le hablaba de cómo lo reconstruiría, ella hacía más esfuerzo para tratar de recrearlo en su mente.
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Se define como “movediza y andariega”, y explica que en ese entonces estaba analizando su futuro personal y profesional. “Nací y me crié en Arrecifes, pero me había mudado a Pergamino para estudiar trabajo social, después me fui dos años a vivir en Buenos Aires, y conseguí un trabajo en Brasil durante un verano, y tenía chances de que me saliera otro viaje”, explica. Fue en ese contexto que su padre, Martín Idoyaga, la llamó para avisarle que se había destrabado la sucesión y ya estaba a la venta la propiedad. El entusiasmo que le transmitió y la convicción de que sería un motor comercial que también iba a ayudar al paraje, la motivaron a involucrarse de lleno.
La conquistó también el compromiso y la emoción de los vecinos que cuando se enteraron de que había movimiento se acercaron hasta la puerta para ofrecerles ayuda. “Venían señores grandes en camioneta, acompañados de sus hijos, y nos preguntaban: ‘¿En serio lo van a volver a abrir?’ Y lloraban porque fue un lugar importante para ellos, lleno de anécdotas, donde venían a comer algo de paso, a esperar que los busquen para ir al campo, a tomarse una copa, o a charlar con la familia Totoni, que mantuvo la esencia durante muchos años”, detalla. La pasión de Rosita y Amadeo, el matrimonio que llevó las riendas, los llevó a proponerse un lema: “No olvidar”, y una de las primeras ideas que tuvieron fue hacer un mural en su honor.
La limpieza fue la primera etapa, y les llevó casi todo el verano. “Como no había señal, quedábamos incomunicados durante varias horas. Pasábamos todo el día sacando cosas, desmalezando, avanzando lo más que pudiéramos para después empezar con la construcción”, comenta. Al recordarlo siente que fue como un “retiro espiritual”, porque estuvo completamente alejada de la tecnología durante un año. No veían la hora de abrir las puertas, y al estar ubicados en medio de una ruta cerealera, tenían fe en que llegarían clientes todos los días.
Creatividad a pleno
Los primeros cuatro meses trabajaron codo a codo, pero después su padre, camionero de profesión, tuvo que volver a trabajar y ella quedó como encargada. Aunque el salón más grande todavía no estaba terminado -actualmente está en la etapa final de remodelación-, la casa más pequeña ya estaba lista para funcionar como sede del almacén de manera provisoria, y ni bien lo dijeron en voz alta llegó la primera propuesta. “Un grupo a caballo de 35 personas quería venir a comer, y todavía no teníamos ni sillas para que se sienten, ni mesas”, confiesa.
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Habían levantado los pisos de madera porque no se los podía restaurar por completo, y se convirtieron en la materia prima ideal para fabricar una solución. “Con eso hicimos bancos, usamos postes que habíamos juntado para hacer las patas, y como teníamos un montón de bidones de 20 litros, pusimos listones, tarimas, y los convertimos en mesas que vestí con unos manteles divinos y la vajilla de mi abuela”, relata. El resto lo hizo la comunidad, que le acercó más mantelería, cubiertos, mesas, sillas, y se sorprendieron al ver el resultado final.
Pintaron sifones de soda y los convirtieron en centros decorativos, armaron una barra con algunos pallets y barriles, usaron los objetos en desuso como maceta para una gran cantidad de flores, fardos de paja como sillones, y hasta las cañas secas que encontraron sirvieron para hacer un perchero. “Hacíamos todo nosotros solos, desde organizar la reserva, hacer la comida, la decoración, preparar el espacio desde la limpieza hasta la presentación”, indica, y aunque tuvieron una buena cantidad de visitantes, también detectaron que algunas costumbres fueron cambiando.
“Tenemos vecinos en el paraje, pero la población es bastante dispersa, y la mayoría va una vez al mes o cada 15 días a hacer una compra general, y después no vuelve a salir, entonces esa organización que ahora es diferente hace que no vengan tan seguido”, revela. El ingreso semanal se daba más que nada por personas que estuvieran de viaje en la ruta, y para no tener más pérdidas que ganancias, Agustina empezó a sumar propuestas culturales. Invitó a talleristas locales para que brindaran sus conocimientos en el espacio. Cuando el clima acompañaba, los talleres eran más multitudinarios, pero en pleno invierno sólo podía albergar a 20 personas en el interior, por lo que la creatividad y el pronóstico resultaban claves para que todo saliera bien.
La obra siguió su curso, y su padre pudo vislumbrar las primeras alegrías que se vivieron en el almacén, los encuentros llenos de risas y anécdotas en los que su hija era la anfitriona, pero no pudo ser testigo del verdadero resurgir. “Papá murió el 28 de junio de 2021, y todavía estoy en duelo, porque lo vi poner mucha fuerza; estaba muy desgastado, estas fueron sus últimas jugadas y no llegó a verlo terminado”, se lamenta entre lágrimas.
Intuición y resiliencia
En las charlas siempre surgía la promesa de mantener vivo el legado, tanto el de la familia Tortoni como el que ellos recuperaron desde los cimientos, y ella decidió mantener viva esa tradición. “Lo podría haber vendido el mismo día en que mi papá se fue, irme a cualquier otro lugar, pero acá están mis sueños, y elijo seguir”, sentencia. Entre el dolor y el miedo, se refugió en las palabras que su padre solía decirle: “Resistir, persistir y nunca desistir”.
Aunque hacía bastante tiempo se había mudado de manera definitiva al paraje, de pronto la soledad pesaba más por el duro golpe anímico, y fue uno de los mayores desafíos. “Este tipo de emprendimientos suele involucrar a una familia entera, que entre todos tratan de ayudarse, pero acá todo recae en mí y al principio fue durísimo. Tuve que aprender mucho a regular la energía, qué abarcar y cómo llevar a cabo cada actividad”, reconoce. De manera autodidacta, haciendo uso de todos los conocimientos que acumuló, recurrió también a su propia guía interna: “Me muevo con el corazón, no puedo hacer cosas que no siento y eso es lo que me impulsa”.
Entre atrapasueños, muebles de madera natural, estanterías con productos regionales, y una red de apoyo de amigos y emprendedores que colaboraron en cada paso, volvió con todo al ruedo. “Empecé a publicar en Instagram -@parajeelnacional- para registrar nuestra historia, y de la nada empezaron a llegar los primeros mensajes de gente que quería saber cuándo podía venir a comer algo, y seguí subiendo fotos del proceso de remodelación, mientras definía cómo seguir”, cuenta. Al ver la belleza del lugar, y la sensación de estar justo en el medio de la naturaleza, hubo quienes le consultaron si ofrecía alquilar el espacio para celebrar una boda íntima, renovación de votos, cumpleaños, y hasta meditaciones.
“Es un abanico muy amplio de posibilidades que me brinda este paraje, y yo estoy enamorada de este lugar, no está en mí dejar algo por la mitad, y mucho menos desertar, habiendo tenido un padre que ha sido un luchador increíble, que sé que me ve desde algún lugar, me acompaña y me protege”, asegura. Este invierno cerró el almacén durante algunos meses para avanzar con la obra del salón más grande, que espera inaugurar este mismo año, y le va a permitir recibir más personas. “Me ilusiona recuperar ese edificio original y que vuelva a ser el salón principal de ventas, para devolverle un poquito de historia a los que todavía están, y a los que no, tenerlos presentes con el compromiso de ser fiel a un antiguo lugar que quiere volver a vivir”, proyecta.
Por el momento se maneja con reservas con anticipación a través de las redes sociales, y a partir de mediados de septiembre, cuando la temperatura acompañe para disfrutar del aire libre, comienza la temporada ideal para abrir las puertas de su casa al público. “Con las comidas tengo un equipo que me ayuda, y es todo hecho como en casa, pero con mucho amor”, describe, y no hay dudas de que tiene alma creativa, que cuida cada detalle, desde los floreros hasta la fragancia con la que perfuma cada rincón, y la calidez que transmite su hogar porque desea con todo su ser que quien pase por allí se vaya con un bello recuerdo y anécdotas que compartir. “Mi papá me demostró que hay que salir a jugar y al miedo atravesarlo bien por el medio, y es lo que estoy haciendo, con todas mis inseguridades a cuestas; mi mejor homenaje es continuar con lo que algún día empezamos juntos porque él obró con el ejemplo y dejó mucho en este mundo”, concluye.
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