La visita del Príncipe de Gales a la Argentina: la siesta en el Colón y la desaparición que alertó a Scotland Yard

En agosto de 1925, Eduardo de Windsor, el Príncipe de Gales, estuvo en nuestro país. Fue el mismo que cuando accedió al trono de Gran Bretaña abdicó para poder casarse con Wallis Simpson, una plebeya. Impuntualidades, impaciencia, cansancio fueron algunos de los condimentos de un intenso tour por nuestras tierras

Fotografía tomada por Franz van Riel y publicada en la revista Caras y Caretas. Luego de su gira por Sudáfrica, pensó que terminaba el periplo

La agenda fue demoledora y logró fastidiarlo a tal punto que evaluó con Godfrey Thomas, su secretario privado, hacer las valijas, decirle adiós a la gira y volver a Londres.

El tour diplomático que había cerrado por Sudáfrica había sido por demás exitoso pero también desgastante. Allí recibió el encargo de su padre el rey Jorge V de dirigirse a América del Sur a visitar Argentina y Chile. El Príncipe de Gales estaba agotado y tenía muchas ganas de regresar a Gran Bretaña.

Eduardo de Windsor había nacido el 23 de junio de 1894 y era hijo del rey Jorge V y de María. Le pusieron Edward por un tío muerto; también Albert Christian, a pedido de la reina Victoria, y los restantes cuatro nombres -George, Andrew, Patrick y David- obedecen a los santos patronos de las islas británicas. En la familia le decían por este último.

Ostentaba el título de Príncipe de Gales desde 1911, lo que lo habilitaba a sentarse a la derecha del monarca en ceremonias oficiales. Estuvo en la primera guerra mundial, pero no en el frente, para evitar la posibilidad de que los alemanes capturasen a un miembro de la familia real.

Entre 1919 y 1935 realizó una veintena de viajes alrededor del mundo representando a la corona.

Momento en que saluda a Regina Paccini, esposa del presidente que, de galera, mira la escena (Wikipedia)

El propósito oficial de la visita era la de devolver la gentileza del presidente Marcelo T. de Alvear, que a fin del año anterior había estado en Londres. Allí el argentino manifestó el deseo de invitarlo a nuestro país. Pero en realidad al miembro de la casa real le encargaron una misión mucho más delicada: darle un empujón al comercio entre Gran Bretaña y Argentina en momentos en que Estados Unidos se estaba haciendo un lugar en el mercado internacional.

Era la segunda visita a Argentina de un Príncipe de Gales. La anterior había sido en 1871, fue de carácter privado, y estuvo quien sería el rey Jorge V.

El príncipe, al que lo describían de un estilo despreocupado y cordial, enseguida le encontró la vuelta al idioma español cuando tomó algunas clases. Ya algo sabía de alemán, pero lo que realmente le costaba trabajo era aprender el francés.

Lo recibieron el 17 de agosto de 1925 en el puerto con mucho entusiasmo. Todos recordaron que justo un año antes había estado en el país el príncipe Humberto de Saboya, y en marzo de ese año vino para quedarse un mes Albert Einstein.

Pasando revista a las tropas junto al presidente Alvear (Revista Caras y Caretas)

El británico viajaba en el buque “Repulse”, comandado por el contraalmirante King. Un gentío lo vitoreaba mientras se soltaban, desde los edificios más altos, nubes de palomas. No importaba que intentase sonreír, se había hecho la fama en los países que visitó, de haber protagonizado distintos desplantes, desprecio por el protocolo y dar opiniones para nada diplomáticas.

La ciudad de Buenos Aires estaba muy pendiente de esta visita real. Cuando en febrero de ese año se confirmó que vendría, se vendían en Casa América a cuatro pesos con sesenta centavos discos con su voz opinando sobre los deportes y del otro lado el himno “God bless the Prince of Wales”, y otros con las voces de sus padres. En La Imperial, en Victoria y Piedras, se promocionaban casimires ingleses a precios increíbles, mientras que la importadora Turner lanzaba al mercado el Te Majestad.

No se imaginó la catarata de recorridos, comidas y fiestas que acá le tenían preparados. Visitó la línea de subterráneos junto a las autoridades del Anglo Argentino; estuvo en un club de veteranos de guerra ingleses y fue el invitado de honor al banquete de la Cámara de Comercio Británica. Además conoció la Asociación Cristiana de Jóvenes, el Colegio San Andrés, el Hospital Británico, la Sociedad Rural Argentina, la Escuela Militar y el Club del Progreso. En Plaza Constitución colocó una piedra fundacional entre los andenes 1 y 2 de obras de reconstrucción de la estación. Y la lista seguía.

El príncipe junto al presidente en uno de los tantos actos en los que participó (Archivo General de la Nación)

En la función de gala del Teatro Colón donde dieron la ópera Loreley lo vieron cabecear y otros aseguran que directamente se durmió. También lo llevaron a los teatros Cervantes y Opera, donde dieron “Fruta Picada”, en la que Florencio Parravicini hizo de inglés.

En el único lugar donde lo vieron entusiasmado fue cuando presenció un partido de polo en el Hurlingham Club.

“De ninguna manera puedo competir con todo, o ser natural o alegre, cuando no me tratan como a un ser humano”, le escribió a su madre. No era puntual en los eventos que le organizaban.

También realizó una gira por el interior. Visitó la ciudad de La Plata, Chapadmalal, Mar del Plata, la estancia correntina de Itá Caabó en Mercedes, y luego el establecimiento bonaerense Huetel. Allí llegó en la mañana del 25 de agosto, fue derecho a dormir y se despertó al mediodía. Lo que lo entusiasmaron fueron las canciones camperas que cantó el dúo Gardel-Razzano y el príncipe tocó el ukelele. Comió asado con cuero regado con whisky.

Aprendió a bailar el tango y se hizo fanático de Julio de Caro, quien al año siguiente le mandaría a Gran Bretaña una colección de discos. El príncipe siempre le pedía que interpretase “Buen amigo”, que había compuesto en mayo de ese año. Se habían conocido en la recepción que le brindaron en Ciro’s Club, donde la alta sociedad porteña iba a escuchar y bailar y donde De Caro integraba una orquesta, todos vestidos de elegante smoking.

Vistió su uniforme de gala de coronel de la Guardia de Gales para presenciar el desfile militar de quince mil hombres, organizado en su honor, en el que estuvo acompañado por el general José F. Uriburu.

Un día sorprendió a todos, especialmente a la delegación británica y a los hombres de Scotland Yard: había desaparecido. Durante una hora había logrado burlar la vigilancia para estar completamente solo. Sostenía que tenía el derecho a tener su vida privada.

En los largos actos oficiales se lo vio cansado y aburrido. A todo el mundo les llamó la atención que no sonriese. “No sé de qué puedo reírme”, le escribió a su madre.

El dúo Gardel-Razzano cantó en la estancia Huetel, mientras Eduardo de Windsor tocaba el ukelele

Cuando visitó la Sociedad Rural, mucha gente concurrió a verlo. Entre ellos, una chica llamada Ernestina Gómez Cadret, quien había ido acompañada por su madre. Le llamó la atención el pañuelo de seda roja con dibujos sobre fondo blanco que sobresalía del bolsillo del gabán del príncipe. Desafió a sus amigas a que se lo pediría.

Como no sabía inglés, un británico que estaba a su lado le enseñó la frase para pedírselo y ella la memorizó. Cuando lo tuvo a tiro se la dijo y él, luego de sorprenderse, le respondió, en francés, que estaba usado. Ella, en español, le contestó que no importaba, que lo quería igual. El se lo obsequió. Tenía sus iniciales bordadas en uno de sus extremos.

A todos lados donde iba, era rodeado por una multitud. Fue un verdadero caos cuando realizaron una visita a un campo en las afueras de la ciudad. Fueron 66 automóviles que llevaron a funcionarios, periodistas y policías.

Solía mantener la cabeza baja mientras conversaba, y como un gesto nervioso se tiraba de los puños o jugaba con su corbata. Fumaba un cigarrillo detrás de otro, dando pitadas cortas. Estaba inquieto e impaciente.

Eduardo de Windsor junto a Wallis Simpson, una relación que lo obligó a elegir entre la monarquía y su matrimonio

Su secretario privado lo vio tan abrumado, que estuvo por cancelar el resto de la gira. Por las dudas le mandaron un telegrama al embajador británico en Chile, la última escala de la gira, para que acotase lo máximo posible sus apariciones públicas.

El 16 de octubre regresó a su país. Volvería a la Argentina en marzo de 1931 junto a su hermano, donde la pasaría realmente mal. Por ese tiempo el calor era insoportable en la ciudad y el hombre se había tomado la costumbre de aparecer en los actos con dos horas de retraso y con vestimenta inadecuada.

Cuando murió su papá, ascendió al trono el 20 de enero de 1936 y antes de la coronación, abdicó el 11 de diciembre del mismo año, para así poder casarse con Wallis Simpson, una plebeya norteamericana. En su momento fue un tremendo culebrón que abrió la puerta a innumerables artículos periodísticos, libros y hasta una miniserie.

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