La emoción desborda a Alejandro Montero, flamante arquitecto que fue a celebrar con su gente, en General Güemes, Salta su mayor logro. El pasado miércoles, el sueño que inició en 2011 se hizo realidad: con la exitosa defensa de su proyecto de carrera, posterior a la aprobación del último final, logró cumplir con el objetivo por el que dejó su pueblo para instalarse en Buenos Aires. Solo con su alma, se había enfrentado al gigante que crecía frente a sus ojos, pero de cada uno de sus miedos se hizo amigo, ingresó a estudiar y no paró hasta llegar a la meta.
Es el último de ocho hermanos, hijo de Emiliana, la mujer que hace unos días se le animó al cemento de la fría ciudad para verlo recibirse. Es el primero en su familia en acceder a la educación universitaria y uno de los pocos de su ciudad natal, que lo recibió como al hijo pródigo, en terminar una carrera de grado.
“Todo esto me desborda porque acá me esperaron todos con mucha emoción y felicidad”, le dice a Infobae desde Salta y emocionado, resume: “A veces, mi familia, amigos o algún vecino se me acerca, no me dicen nada, pero me miran y se emocionan y se le caen las lágrimas”. Esa es la importancia que tiene para su pueblo saber que uno de ellos hoy es profesional porque cuando un chico de 18 años deja su lugar, su familia... el mundo que conoce para ir detrás de un sueño, todos los que quedan lo vivencian a la par y toman ese logro como propio.
Se recibió aprobando (aún no sabe con cuánto, pero la devolución fue muy buena) el proyecto “Hábitat y hábito”. “Ahí, básicamente indago cómo el hábitat en el que vivimos genera hábitos, comportamientos y costumbres en las personas, pero mirado desde el punto de vista de la arquitectura me permite generar no solamente un análisis en Villa Lynch, el lugar donde hice la tesis, sino también incorporarlo desde el punto de vista de la arquitectura, por un lado y por otro, desde el punto de vista urbanístico. O sea, la mirada de poder construir espacios que incluyan el máximo posible a la cantidad y la multiplicidad de personas que habitan el espacio público, con una perspectiva de género”, detalla.
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<b>Adiós a Salta</b>
A principios de 2011, Alejandro compró un pasaje con destino a Once (Balvanera), Buenos Aires, y llegó con $ 700 en el bolsillo. No le alcanzó para viajar en un micro de larga distancia sino que lo hizo en uno de los que destinan los comerciantes que llegan hasta la Plaza Miserere para vender o comprar ropas u otros productos que luego comercializarán en alguna localidad salteña.
Fueron casi 24 horas de viaje. Más de la mitad de ese tiempo, sintió dolor en la espalda por haber estado tantas horas sentado, pero al llegar y ver a Javier (su hermano, un año mayor) esperándolo lo llenó de emoción y nuevas esperanzas. La sensación del desarraigo era enorme y se acrecentó cuando el chico, de entonces 19 años, le contó que “Buenos Aires se lo había llevado puesto” y que quería regresar a General Güemes, con la familia.
“Me quedé solo. Había alquilado por $500 una pieza húmeda y chica en una pensión”, recuerda hoy con 30 años. “Yo vengo de una familia muy humilde, pobre. Mi mamá nos crió sola haciendo siempre lo mejor que pudo por nosotros, que somos ocho. Cuando le dije que quería viajar a Buenos Aires para estudiar se puso algo melancólica, pero lo entendió: ‘¡Sos todo un hombrecito y tenés que hacer tu vida! ¡Llegó la hora de volar!’, me dijo. Y me fui”.
A las dos semanas de estadía, consiguió empleo en blanco en un comercio. Antes, había tenido cinco entrevistas laborales y “todas para trabajo en blanco”. “Eso en Salta no pasa”, admite aún su sorpresa.
Comenzó a trabajar, luego buscó la manera de anotarse para estudiar arquitectura, la carrera con la que soñaba. “Siempre me gustó dibujar y tuve facilidad para ello. Y como vivíamos en una casita muy humilde, pobre, que se levantó en un asentamiento, que luego se formó como un barrio, yo siempre le decía a mi mamá que había que reformar o hacer arreglos; y ella me decía que eso lo tenía que hacer un arquitecto y que salía mucha plata. Y le prometí que algún día le haría una casita“, revela sobre el porqué eligió esa carrera.
Como en la UBA el CBC era largo y sabía que le llevaría tiempo realizarlo, comenzó a buscar una universidad privada. “Supe por un amigo que la carrera estaba en la Universidad de San Martín (UNSAM), que es pública, así que comencé a estudiar radiología para tener un nuevo conocimiento, trabajar pronto y con ese ingreso pagar la carrera. Una amiga jujeña que estaba en Buenos Aires me contó de un trabajo de radiólogo de 4 horas y para eso necesitaba empezar a estudiar esa carrera”. Lo hizo en menos de dos años y comenzó a trabajar como investigador médico haciendo resonancias magnéticas.
Casi en paralelo, comenzó arquitectura. “Fue todo un desafío, un camino de ida al crecimiento personal y a mi desarrollo profesional. La Universidad fue un lugar de contención por el conocimiento que se comparte, pero, sobre todo, por el sentido de comunidad que pude encontrar”, admite.
No demoró mucho en hacer nuevas amistades. “Hoy son parte de la familia de la vida, son quienes me contuvieron y acompañaron todo este tiempo”, agradece. Cada fin de año, Alejandro volvió a su barrio natal para celebrar las Fiestas con su mamá.
“Ya el año pasado le avisé que empezaba el ultimo cuatrimestre de la carrera y que quería que estuviera conmigo cuando me recibiera. Me decía que se iba a sentir incómoda, qué que iba a hacer en Buenos Aires, que la mirarían raro, que no se iba a sentir bien en la universidad... Pero la pude convencer y vino. Y se dio cuenta de la calidad de personas que son mi familia de la ciudad. Se quedó muy contenta porque se dio cuenta de que me quieren y valoran”.
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<b>Hábitat y hábito</b>
Ese fue el nombre de su proyecto final. “La idea sale desde lo personal. Cuando llegué a la universidad, las materias teóricas, las que requerían lectura como Historia o Filosofía me costaban muchísimo porque, al principio, no entendía y después comprendí que, claro, yo vengo de la pobreza, de un lugar muy humilde. Yo conocí una biblioteca a los 18 años, no tenía el hábito de agarrar un libro. Recién en la universidad supe cómo era una biblioteca, y veía que la mayoría de lo que me costaba era porque el hábitat en el que me crié no estaba el hábito de la lectura. De ahí sale la idea de hábitat y hábito que después polaricé a la arquitectura y a analizarlo desde ese lugar para así construir espacios que puedan contribuir a esto eso, por un lado”, explica su propuesta.
Por otro lado, se refiere a la cuestión de perspectiva de género. “Surge porque soy hijo de una mamá soltera, y entiendo que fue difícil para ella siendo una mujer de provincia, marrón, y todo lo que eso implica siendo pobre, y que los espacios no están preparados muchas veces no sólo para una mujer como ella sino para muchos otros tipos de gente. Eso, en realidad, tiene que ver un poco con lo personal, pero también un poco con las coyunturas actuales y los debates actuales que se están teniendo hoy la sociedad argentina. Aún en 2023, la educación es un privilegio y cuando no tenés recursos perdés la capacidad de soñar”, subraya.
Actualmente, Alejandro trabaja en la universidad en la que acaba de graduarse. Es profesor adscripto y ayudante de cátedra en la materia Diseño y trabaja en el Laboratorio de Urbanismo. “También estoy trabajando en Desarrollo Social, donde hacemos la parte de arquitectura”.
Además, tiene “otros objetivos personales para los que espero tener tiempo y poder abocarme a eso que es lo mío”, finaliza.
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