En Las Marianas, partido bonaerense de Navarro, cada fin de semana Irma Angrigiani prepara sus ravioles caseros, nada más y nada menos que para 90 comensales. Hace ocho años reabrió el salón comedor que originalmente se había inaugurado en 1950, pero esta vez lleva su nombre, “Doña Irma”, y el menú tiene toda su impronta. La magia ocurre en su cocina a leña, donde amasa todo a mano y prepara desde la entrada hasta el postre, con recetas que pasaron de generación en generación. Hay quienes se emocionan hasta las lágrimas cuando prueban el primer bocado, porque representa un viaje directo a la infancia. “Los hago hace 60 años, ya casi que se hacen solos”, le cuenta a Infobae la carismática cocinera que es personalidad destacada de la localidad.
A 140 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, se accede a través de la Ruta Provincial 41, y luego de 18 kilómetros por camino de tierra se encuentra el restaurante. La fachada de dos tonos de naranja, los tradicionales faroles en la entrada, las grandes puertas con toldos y los ventanales con arcos, son pistas de lo que se avecina en el interior. Retratos familiares, objetos históricos que conforman un museo, y los brazos abiertos de cuatro generaciones: Irma, su hijo, Andrés Camacci, su nieto Nahuel y su bisnieto Fausti, que ya ayuda con los panqueques para otra de las especialidades de la casa, los canelones.
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En la localidad viven aproximadamente 600 habitantes. Irma suele decir que son “una gran familia”, porque se conocen todos, y le encanta dar una vuelta para saludar a sus amigas y también a sus proveedores. Charla con el panadero, con el carnicero, visita la quinta orgánica y va encargando todo lo necesario para hacer su magia los sábados y domingos. Cuando le traen los pedidos siempre los espera con algo rico que preparó para la ocasión.
“Me gusta recibir a la gente, y que prueben mi comida, entonces para cuando vienen enseguida hago unas empanaditas, un guiso, una polenta con chorizo, y los invito a almorzar, porque no puedo no darles de comer”, se sincera. Y lo dice enserio, porque incluso cuando supo que alguna persona no tenía cómo pagarle, le sirvió el plato en la mesa, porque todo lo que hace surge del deseo de compartir y ayudar.
Muchas veces caminó a pie las 13 cuadras de largo y las cuatro de ancho que conforman el plano de Las Marianas. Sus calles históricas se pueden recorrer a pie, hacer un tour por la estación del ferrocarril, la plaza central de gran arboleda, y la Iglesia Santa Teresita Del Niño Jesús, de vitrales en el interior y un altar que es único en la Provincia de Buenos Aires.
“Incluso nos visitó León Gieco”, acota Irma con entusiasmo, orgullosa de su pueblo, que fue el escenario de los videoclips y la tapa del disco Bandidos rurales en 2009. En ese entonces el cantante también brindó un concierto a beneficio para la comunidad y la recaudación fue destinada para construir una sala sanitaria en la localidad. “Ahora hay más movimiento, gente que viene a hacerse acá su casa, hay otros emprendedores, abrió una fábrica de quesos muy buena en la zona, otra de chacinados, lugares nuevos que te hacen darte cuenta de que no estás solo, que ese es el camino”, expresa su hijo Andrés, que confiesa que la reinauguración del local fue muy emotiva para todos porque ocurrió después de la partida de su padre, Hugo, el compañero de toda la vida de Irma.
Reconstruir el legado
En 1954 comenzó la historia del hotel restaurante, que funcionaba con tres habitaciones y salón comedor, cuando lo compró don Nazareno, el abuelo de Andrés. “Mi suegro le vio futuro, yo estaba noviando hacía cinco años con Hugo y cuando nos casamos me vine a cocinar con ellos, en 1958″, explica Irma, que hasta ese momento era costurera, pero dejó la máquina de coser en un segundo plano y se apasionó por la gastronomía.
“No sé qué tiene la cocina, si es una terapia como dicen o qué pasa, pero me encanta, y soy de hacer muchos experimentos”, dice con picardía y una sonrisa que emociona. Gracias a todas las pruebas que fue haciendo descubrió secretos para hacer los ravioles de verdura, que fueron el plato insignia del negocio familiar que en ese entonces era conocido como “El Morocho”, porque así le decían a su marido.
“En el 2011 nos faltó mi papá y yo me vine a acompañarla. Por más que no venía de la rama gastronómica, y me había dedicado a la electricidad, cuando la vi a mamá con tantas ganas de volver a abrir, nos propusimos recuperar el espacio, que le hacía falta mantenimiento, y cómo no iba a hacerlo si la veo así de feliz”, cuenta Andrés. Cuando se jubiló se radicó en la localidad y comenzó con el proyecto que define como “una forma de vida”.
Para él también fue una oportunidad de revivir recuerdos de la niñez, porque vivió ahí solo hasta los 12 años, cuando se fue a estudiar a un colegio salesiano y a los 18 empezó a trabajar. “Me casé, tuve mi familia, y si bien venía a tomar mate, a compartir, nada se parece a la sensación de estar en casa. Y ahora, a mis 62 años, comparto el día a día con mi madre, con mi hijo y hasta con mi nieto”, relata con alegría.
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Hubo tiempos dorados en que eran más de 1.500 habitantes. Había varios tambos en el pueblo y los trabajadores llegaban de a cientos en el tren. En la década del 60 los platos que cocinaba Irma ya eran todo un emblema y tradición. Luego, llegaron los 90 y el ferrocarril dejó de pasar por Las Marianas. “Había que poner el cuerpo para darle vida de nuevo, porque sino fuera por el turismo somos muchos los pueblos que estábamos destinados al olvido. Nos parecía que esta vez el restaurante tenía que llamarse Doña Irma, porque es ella el alma de todo esto. Ganó premios y se la considera personalidad destacada del partido de Navarro, por ser promotora de turismo rural y dar conocer la localidad de Las Marianas con su emprendimiento”, indica Andrés orgulloso.
Pastas sublimes
A la hora de definir un menú, no había dudas de que los ravioles tenían que estar. “Tengo 84 años, pero me siento con mucha fuerza todavía, ya desde el jueves a empiezo a preparar cuatro matambres, voy limpiando todas las verduras para el fin de semana y hago el picadillo. Así hasta el sábado a las cinco y media de la mañana que arranco con la masa de mis pastas, porque no me gusta frizar nada. Hago todo en el momento y los saco fresquitos”, narra Irma sobre su rutina.
Se hace un matecocido, desayuna y empieza su ritual de cada fin de semana. “Tranquila, sin que nadie me moleste, voy a mi ritmo, y en dos horas y media, tres como máximo, ya dejo todo listo para continuar cuando llegue la gente”, asegura. Ante la pregunta de para cuántos cocina ese día, con total soltura contesta: “Para 90 personas”. Como se manejan con un sistema de reservas a través de WhatsApp y de sus redes sociales –en Instagram @saloncomedor_irma y en Facebook “Doña Irma salón comedor hotel”-, siempre tienen un estimativo de cuántos vendrán, y ella calcula la cantidad para que nadie se quede sin probar un poco de cada manjar.
Con el sello de hacer todo casero y con amor, mantienen una carta fija, pero Irma siempre se propone innovar. “Para incluir los canelones en el menú hizo como 30 pruebas, quería darle una vuelta de rosca y probó con cebolla caramelizada y parmesano, y ahí cuando le gustó el resultado recién me autorizó”, indica, y asegura que tiene una intuición y experiencia imbatible.
“La quise convencer de traer una amasadora y no quiso saber nada, de comprarle una cocina a gas, tampoco, ella dice que no es lo mismo, que lo hace a leña y todo a mano porque sino cambia el sabor; y tiene razón”, admite su hijo. El sábado al mediodía sirven de entrada matambre con empanadas fritas, y la especialidad son los canelones, servidos con salsa blanca y boloñesa. También prepara una exquisita carne al horno con papas, y de postre ofrecen flan o budín de pan.
“El flan es una receta que pasó de mi abuela a mi mamá y después a nosotros, algo sencillo que lleva maicena, huevos de campo, leche y azúcar, pero tiene un sabor único, y todo lo que está incluido se puede repetir las veces que quieran”, cuenta Andrés. El precio ronda los 4800 pesos por persona, y la bebida se cobra a parte. Los domingos es el día de los ravioles, con una capacidad limitada por ser hechos de forma artesanal. “Hago todos los que puedo hasta donde me dan las manos”, comenta Irma, y confiesa que se emociona cuando lee las reseñas que dejan escritas en el libro de visitas.
“Me dicen que les hago acordar a sus abuelas, a los almuerzos en familia, y algunos se ponen a llorar y me vienen a abrazar, me piden una foto y me encanta todo eso”, revela Irma. Para su hijo no hay dudas de que “le dio años de vida” la experiencia de ser anfitriona, de sentir el cariño de todas las personas que van al lugar con la ilusión de conocerla, de acompañarla en la cocina de puertas abiertas, y recorrer el edificio que resguarda mucha historia, tanto en su interior como en el exterior, con un sector para disfrutar al aire libre.
Desde hace un tiempo el nieto de Irma, Nahuel, de 32 años, se sumó al legado y también se radicó en la localidad. “Trabajar con mi abuela es hermoso, me enseña todo, es un libro abierto”, asegura. Y con humor confiesa: “Me reta un poco a veces, no hay dos opciones, y siempre está atenta mirando lo que hago”. Antes de abocarse de lleno al restaurante era empleado de mantenimiento en un hogar de ancianos, y cuenta que siempre le gustó cocinar, como a toda la familia, por lo que considera esta experiencia como una oportunidad única.
Al ver su entusiasmo, su hijo Fausti también se interesó por la gastronomía y ya sabe dar vuelta el panqueque en el aire como buen minichef. “Como abuelo a mí me emociona que vea esos ejemplos, porque queremos rescatar eso, simplemente siendo buenas personas, pensando cómo ayudar al otro, y no nos cuesta nada ser mejores personas”, recalca Andrés, convencido de que el mejor regalo que se le puede hacer a las nuevas generaciones.
“Un restaurante lo podría hacer cualquiera que se asesore, pero esto va más allá. Lo importante no es el comercio, sino qué querés hacer con eso, qué mensaje querés transmitir. Nosotros tratamos de compartir lo que realmente amamos, que es el sentirse en paz, los buenos amigos, el valor de la palabra, que tenga el mismo peso que una firma, y que se sientan como en casa”, expresa.
Doña Irma lo mira atenta, admirada y feliz porque vislumbra la supervivencia de una idea que nació allá por 1950, cuando todavía no había conocido al amor de su vida y no sabía que su destino sería alegrar corazones con la magia de su cocina. Hay sueños por delante, como tener esos 18 kilómetros de tierra asfaltados, para que resulte más fácil el acceso desde la ruta, pero la familia sigue pensando en sumar y potenciar. “Estamos acondicionando unas cabañas para recibir a la gente que se quiera quedar, porque muchos nos dicen que les gustaría pasar aunque sea el fin de semana, para no tener que venir y volverse el mismo día, y en eso estamos”, proyectan.
Las tres generaciones presentes al momento de la entrevista inspiran con su bondad y su gratitud. Se hacen chistes todo el tiempo, y se toman la vida y el paso del tiempo con humor. “Irma cada año cumple para atrás y yo para adelante, entonces en un momento por más que seamos madre e hijo vamos a tener la misma edad”, bromea Andrés. Su nieto le pide que alguna vez vuelva a hacer las tortas fritas que le salen riquísimas, y ella entre risas le responde que mientras no llueva no puede hacerlas, porque esa es la tradición.
Son muy familieros, les gusta pasar a saludar con cada mesa y charlar con cada persona que llega el fin de semana. “Puede parecer poco lo que tenemos para ofrecer, pero depende cómo se lo mire y el valor que se le dé; para nosotros es importante actuar desde la solidaridad, compartir lo bueno, acompañar, ayudarnos, los buenos momentos, lo simple que se vuelve inolvidable, porque siendo buenas personas a este país lo vamos a sacar adelante”, sentencia el hijo de doña Irma.
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