Mariela Esther López se tuvo que buscar un hotel cerca del centro de fertilidad (ubicado en una zona paqueta de la Ciudad de Buenos Aires) que le costara la menor cantidad de dinero posible. Se sumaba a lo que ya tenía que pagar por el tratamiento que, aunque cubierto por su prepaga de salud por mandato de la Ley Nacional 26.862 -que también debería cubrir traslado y alojamiento-, dejaba gastos afuera. Florencia Martínez y su marido postergaban el tratamiento una y otra vez porque, ya con una hija, viajar a la Ciudad de Buenos Aires implicaba toda una logística de cuidado, además de tomarse parte de las vacaciones en su trabajo.
El tiempo, les decían, era como una amenaza constante a su fertilidad. Vanesa viajó en micro toda la noche para llegar a la mañana, hacerse una serie de estudios, instalarse en un bar a hacer tiempo y volver a tomarse el micro en el que viajó toda la noche para, a la mañana siguiente, llegar puntual a dar clases. Esto no era una novedad para ella: se había pasado el año anterior viajando cada mes persiguiendo el sueño de ser madre con ayuda de la ciencia, algo que la hizo pedir licencia en su trabajo muchas veces y que atrasó la preparación de sus alumnos para el examen de inglés que tenían que rendir ese año.
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Un tratamiento de fertilidad no es “soplar y hacer botella”. Implica primero una etapa diagnóstica de estudios médicos detallados y precisos (cuanto mejor estén hechos, más chances hay de detectar la causa de la infertilidad), en mayor cantidad a la mujer, pero también al varón, que ocupan un enorme tiempo de la agenda. Después vienen las correcciones de la anomalía (si es que la hay y si se puede) que quizás suponga alguna operación más o menos invasiva y, finalmente, el tratamiento de fertilidad propiamente dicho que, de acuerdo al tipo, implicará mayor o menor seguimiento y preparación. El monitoreo ecográfico ovulatorio que va mostrando si —con la estimulación hormonal con inyecciones diarias— los folículos crecen y se tornan maduros para ser fertilizados, es común a todos los tratamientos. Esto es sólo el comienzo.
En estos diez años de conversaciones con personas de distintos lugares del país y de otras latitudes sobre lo que significa atravesar la búsqueda de un hijo con dificultad, vengo escuchando una y otra vez las diferencias que surgen en relación con el lugar geográfico donde se vive. No por trillada la frase es menos cierta: “Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires”. O para un lector de otros países: “todo” (la mejor calidad de la medicina, los últimos avances) sucede en las ciudades importantes o en la capital, mientras que para quienes viven en lugares rurales o alejados a las grandes urbes, el esfuerzo del traslado lo hace mucho más difícil.
En el caso de la búsqueda de un hijo con dificultad, el tema del acceso a la salud de calidad y a las últimas tecnologías es un dato clave. La mayoría de los centros acreditados por la Sociedad Argentina de Medicina Reproductiva (un parámetro fundamental a la hora de elegir un centro acá; cada país tiene su propia forma de marcar el estándar mínimo de calidad) se encuentra en las ciudades más grandes.
Por la Ley Nacional 26.862 las prepagas, las obras sociales o el Estado deberían cubrir los gastos de traslado y alojamiento, si para hacer un tratamiento de fertilidad hay que trasladarse más de 60 kilómetros, explica al abogada Paula Castro.
“El tiempo es el peor enemigo de la fertilidad”, repite una y otra vez la ciencia. Con los viajes todo se torna más lento, más difícil, más caro. Y más solitario.
Desde hace unos años ―algo que se incrementó exponencialmente con la pandemia del Covid 19― muchos centros de fertilidad están aceptando consultas online y los profesionales médicos se han vuelto cada vez más permeables a recibir estudios específicos hechos en lugares lejanos sin su referencia, o a buscar profesionales de confianza en zonas aledañas. En casi todas las ciudades más o menos grandes, cuenta el médico Adan Nabel, hay ecografistas idóneos. En otros países, dice el especialista Fernando Neuspiller, funciona de la misma manera.
El mundo de las nuevas tecnologías va hacia la descentralización de algunas técnicas que, con la guía precisa y el control remoto del profesional, se podrían hacer en casa. El Do It Yourself (DIY) o “hágalo usted mismo”, está creciendo exponencialmente en medicina. Desde hace algunos años se viene hablando e investigando en congresos internacionales de fertilidad sobre la posibilidad de que, con la compra o el alquiler de un ecógrafo con trasductor, con conectividad y un software apropiado, sea la misma paciente la que se haga las ecografías para el monitoreo ovulatorio. El objetivo es, además, reducir al mínimo lo invasivo que resultan estos estudios.
”Hay tres startups internacionales que están poniendo a punto el trasductor para que la mujer pueda hacerse la autoecografía transvaginal en su casa, el ecógrafo realice un escaneo 360, envíe las imágenes por Internet y luego el médico las interprete e indique cómo seguir. Lo cierto es que este procedimiento aún está en etapa de ensayo clínico”, dice Neuspiller.
Por acción u omisión de los centros de fertilidad, YouTube se ha transformado en el lugar donde muchos chequean a la hora de aplicarse las inyecciones hormonales para estimular su ovulación: inyecciones en la panza durante una determinada cantidad de días, a la misma hora, que implica trasladar una o dos drogas y cambiar una aguja. También, donde se despejan dudas puntuales que quedaron de las consultas médicas, muchas veces express. Esto, está claro, es un riesgo. En el extremo, y no solamente por cuestiones de distancia sino más bien de autonomía y de acceso a la salud ginecológica de poblaciones desatendidas, el movimiento de biohackers, bajo el nombre GynePunks, avanza en Europa con la producción de herramientas “hazlo tu mismo” para diagnósticos y primeros auxilios. “Centrífugas hechas con viejos motores de disco duro; microscopios a partir de cámaras web; incubadoras hechas en casa y espéculos impresos en 3D”, cuenta una nota del medio Vice.
Pero hoy el acceso a los estudios genéticos de los embriones y de los propios pacientes que se les ofrece antes de un tratamiento, así como las últimas tecnologías de los laboratorios (inteligencia artificial para el monitoreo y selección de embriones, estudios complejos de endometrio para saber si hay algún problema que impide la implantación del embrión, entre otras) se da en las ciudades más populosas.
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Romina relató cómo lloraba un día sola en su cuarto de hotel, mientras guardaba estricto reposo. Después de dos tratamientos de fertilidad el tercero había resultado en un embarazo, pero ella había empezado inmediatamente con pérdidas. Su esposo estaba en su pueblo atendiendo el negocio y a su primera hija. No conocía a nadie que pudiera ayudarla. Rocío hacía videollamadas con una amiga que la acompañaba desde República Dominicana, pues había perseguido la ilusión de ser madre sola, con donación de espermatozoides, y había elegido el país por su calidad profesional y por los costos. Se angustiaba cada noche en la que comía en soledad, a veces en el hotel, a veces en algún bar cercano. Eugenia V. había dejado a su marido trabajando en la Puna para irse a hacer la histerosalpingografía sola a Córdoba, un estudio que a muchas mujeres nos parece brutal y nos deja en cama durante varios días. Juana batallaba sola con su obra social para que finalmente le autorizara el tratamiento, se plantaba en la oficina todas las mañanas porque a la tarde tenía los turnos médicos programados, del otro lado de la ciudad. Para llegar hasta allí había tenido que poner su vida durante un mes en suspenso.
Buscar un hijo que no llega es un esfuerzo enorme y penoso. Si hay que viajar, tiene aún más obstáculos. Para atravesar mejor este camino es necesario tener extrema fortaleza, intentar buscarle la vuelta, ver esos viajes como una oportunidad de descubrimiento hacia afuera (de la nueva ciudad y sus bellezas) y hacia adentro (hacia el interior, hacia uno mismo y los recursos inesperados de los que se dispone, hacia la soledad como una condición ideal para descubrirse y mirarse, si es que no se consigue compañía). Aunque no lo elijamos, es lo que nos queda. Y, a lo mejor, puede ser una oportunidad.
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