Tuvieron un accidente y decidieron reinventarse en un campo de Esquina que hoy se dedica al turismo rural

Ángeles y Diego llevan 32 años de casados y tienen tres hijos. Tuvieron negocios de indumentaria, decoración y talabarterías, pero todo cambió el día que salieron vivos de un incidente en la ruta. Volvieron a empezar en un lugar bendecido por la naturaleza en Corrientes, donde construyeron su casa y de la forma más inesperada incursionaron en el turismo. Desde hace 17 años reciben viajeros de todo el mundo

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Diego y Angie en la
Diego y Angie en la Estancia Don Joaquín, el proyecto en el que también participan sus hijos (Foto: Gentileza Ángeles Solanet)

La historia de la familia Solanet comienza con el flechazo de amor a primera vista de Ángeles y Diego. Hoy llevan 32 años de casados y son padres de tres hijos que comparten el mismo amor por el proyecto que construyeron desde los cimientos. En 2001 la pareja tuvo un accidente de auto mientras iba a una fiesta para celebrar su aniversario, y el susto que vivieron los hizo reflexionar sobre la rutina que habían construido. Sintieron que era de un cambio y se mudaron a un campo en Esquina, provincia de Corrientes. Construyeron su casa desde cero, sin imaginar que se convertirían en anfitriones de turistas de distintos países. “Desde hace 17 años compartimos todos los días con personas que vienen a visitarnos”, cuentan en diálogo con Infobae.

“Fulminante”, esa es la palabra que eligen para describir lo que sintieron cuando se conocieron. Tenían 21 y 23 años, respectivamente, cuando dieron el “sí, quiero”, pero por momentos les parece que fue ayer. Ambos son espontáneos, tienen sentido del humor y una tenacidad que parece renovarse en cada mirada. “Siempre nos gustó trabajar juntos, primero fabricamos ropa para chicos, después abrimos una talabartería; Diego cocía los cueros y yo los pintaba, les sacaba los hilos y hacíamos cinturones”, enumera Angie. También aprendieron a reciclar muebles, crear sus propios diseños, y tuvieron una casa de decoración, un conjunto de habilidades que parecían no estar relacionadas entre sí, hasta que mucho más adelante cobraron un sentido inesperado.

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Estábamos siempre a full, vivíamos en Open Door -localidad bonaerense del partido de Luján-, pero los chicos iban a la escuela en San Antonio de Areco, que nos encanta, y nos las pasábamos yendo y viniendo”, explica. Cuando sus hijos tenían 6, 8 y 10 años, empezaron a plantearse dónde querían echar raíces de forma definitiva, y empezaron a buscar su lugar en el mundo. “Queríamos algo diferente, y cuando tuvimos el accidente en la ruta -aquel día viajaban ellos dos solos- fue el detonante para confirmar que algo no estaba como correspondía, y que no nos estaba haciendo bien vivir a las apuradas”, expresa. Aclara que sufrieron heridas leves, pero fue una muestra más que suficiente para replantearse cómo seguir.

La pareja combinó trabajo y
La pareja combinó trabajo y amor desde el inicio de su noviazgo: "Me enamoré desde el primer día", confiesa Ángeles

En plena época de recesión vendimos todo al costo, el negocio incluido, y nos vinimos a Esquina, al principio a la casa de mis abuelos”, cuenta. La idea inicial eran unas vacaciones, no había un plan fijado previamente, más que ir barajando opciones y tomar una decisión antes de que los chicos volvieran a la escuela. Angie se reconectó con las raíces correntinas de su madre, encontró tranquilidad entre las llanuras, los esteros, montes, el río y las lagunas, y así el deseo de quedarse crecía cada vez más. A su entusiasmo se sumaban las caras de alegría de sus hijos, que irradiaban libertad en medio de la naturaleza, las tradiciones y las cabalgatas en familia.

“Un día antes de volvernos a Buenos Aires le dije a Diego: ‘¿Y si nos venimos a vivir al campo?’; él no durmió en toda la noche y la mañana siguiente me dijo: ‘Dale, nos venimos’”, relata risueña. Esa misma tarde tuvieron una charla a corazón abierto con sus hijos, Ramón, Diego y Josefina, donde les preguntaron qué les parecía la idea, y la respuesta fue unánime. “Nos dijeron: ‘Si ustedes son felices acá, nosotros también’”, rememora. Todavía recuerda fielmente el momento en que agarraron un rama y dibujaron en la arena cómo imaginaban su casa. Así, sin planos más que ese primer boceto, empezaron la obra.

Una de las fotos de
Una de las fotos de la época en que se mudaron al campo con sus hijos, Josefina, Ramón y Diego

Cabalgatas sanadoras

Para todos los integrantes de la familia fue un nuevo comienzo, y cuando lo analizan en retrospectiva sienten que ayudó mucho el haber tomado la decisión todos juntos. “Mis dos hijos fueron a un colegio en el pueblo y mi hija más chica a una escuela rural a un kilómetro de casa, hicieron nuevos amigos y los primeros años fueron una fiesta porque volvían de estudiar y construían con los albañiles, querían participar y aprendieron un montón; hoy los tres saben construir”, comenta. Al mediodía hacían un asado para todos, y después jugaban al fútbol.

Cada cosa que habían aprendido en sus negocios anteriores les sirvió para ir resolviendo sobre la marcha y aprovechar al máximo todo lo que encontraran como posible recurso. “Sacamos unas chapas que había de un galpón y las pusimos para dividir cuartos”, revela. Diego nunca paró de construir, ampliar y rediseñar, haciendo uso de materiales de la zona: cañas de bambú, eucaliptos, paja brava, palmeras y maderas recicladas. Algunas cuestiones fueron prueba y error, como la vez que colocaron columnas de eucalipto, hubo un temporal y se volaron. Las cambiaron por quebracho para que sean más resistentes, y así fueron haciendo modificaciones año tras año.

Una de las imágenes que
Una de las imágenes que guardan de los tiempos en que los niños llegaban de la escuela y participaban de la construcción de su casa

Esa perseverancia es la misma que vuelcan en su relación y en la familia, conscientes de que los pequeños gestos son los que hacen la diferencia cada día. Al principio cuando iba a la ferretería se asombraban de que les ofrecieran un mate y les dieran charla, por la costumbre de estar de paso y a las apuradas en todas partes. “Después necesitas ese mate, conversar cada vez que vas, esa cadencia, esos tiempos, y hoy ya no podría vivir en Buenos Aires; me gusta esta tierra y me encanta estar acá”, expresa.

Cada uno fue descubriendo pasiones que antes ni siquiera imaginaban como una posibilidad. Dos de sus hijos aprendieron a pescar desde que eran muy chicos y hoy son expertos en pesca con mosca y tradicional del dorado. Las cabalgatas en familia se convirtieron en un clásico, y su hija Josefina, que la acompañó desde los 6 años en los recorridos, actualmente es la guía de una travesía de 110 kilómetros que dura tres días, en la que van parando en distintas estancias.

Angie con su hija Josefina
Angie con su hija Josefina cuando empezó con las cabalgatas, una pasión que pervive generación tras generación (Foto: Instagram @estanciadonjoaquin)
Una foto actual de madre
Una foto actual de madre e hija, liderando las cabalgatas juntas: hoy Josefina tiene 26 años y es una guía experta

“Siempre salíamos juntas, y ver que ella hoy se está ocupando sola me llena de orgullo. Creo que en estos 16 años me habré dado casi dos vueltas al mundo a caballo, y le he enseñado a andar a nenes con chupete que hoy me traen las novias”, revela. “El contacto con la naturaleza nos fue enseñando mucho; a mí me encanta la flora y la fauna, fui leyendo libros de avistaje de aves, aprendí los nombres tanto en español como en inglés y las fui reconociendo”, cuenta Angie, que define el sentimiento de cabalgar como una “meditación en movimiento”.

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“El contacto con la gente, la sencillez, la amistad, la generosidad, sentir que te dan hasta lo que no tienen, y recuperar la conexión con la tierra de mi madre, fue como volver a mí. Y poder compartirlo con mis hijos, que también lo llevan en la sangre, me llena el alma”, confiesa conmovida. Muchas tradiciones que antes no incluía en su rutina, las pudo rescatar, y volver a transmitirlas como un legado familiar. “Siento que estoy acá no solo porque yo quise estar, sino porque detrás mío hubo otras personas que me regalaron esta posibilidad, y lo que no entendía, lo entendí, aprendí a entender todo lo que me inculcaron”, sentencia.

El salto al turismo

En 2007, cuando todavía no tenía ni página web, recibieron a su primer huésped. Fue más bien por iniciativa de una tía que les habló de una turista alemana que estaba buscando dónde quedarse unos días en Esquina. La familia completa le brindó su vocación de servicio, la invitaron a sumarse a las actividades al aire libre, le hicieron un tour gastronómico con platos caseros, y la experiencia fue tan inolvidable para aquella visitante que los recomendó a muchos de sus conocidos. El boca a boca se tradujo en otros 20 viajeros interesados en pasar algunas noches allí, y fue el comienzo de una rueda que sigue girando.

"La conexión con la naturaleza
"La conexión con la naturaleza nos enseñó muchísimo y nos encanta compartirlo con todos los que vienen", expresa el matrimonio

Belgas, australianos, y británicos, empezaron a llegar, y más de una vez tuvieron que mudarse de cuarto para ofrecer su habitación porque ya no había más capacidad disponible. Actualmente pueden recibir hasta 30 personas, y sus momentos preferidos ocurren en la larguísima mesa donde se sientan todos juntos a disfrutar del menú. “Hace 16 años que compartimos todas las comidas con toda la gente que viene, tuvimos la oportunidad de conocer, de viajar por tantos países en nuestras charlas, que encontramos una vida más feliz, mostrándoles nuestra cultura argentina, las tradiciones del campo, y la naturaleza”, asegura.

Algunas veces bromean con que la estancia se convirtió en una suerte de embajada, y los últimos diez años se dedicaron a ampliar y pensar proyectos que enriquecieran la vivencia para todo el que pase por allí. “Todos necesitamos de los otros, nos maravilló conectar con otras personas, el intercambio cultural, porque también nos iban inspirando y ayudando con el aporte de ideas”, explica. Crearon una huerta, plantaron más de 2000 árboles nativos -como lapachos, timbo, palmeras yatay, mbocayá, jacarandás y talas-, y además de las dos cabalgatas diarias incluyeron safaris en 4x4 para avistar carpinchos, ñandúes, tortugas y aves, clases de cocina, degustaciones de vinos y como actividades optativas brindan paseos en lancha y sesiones de masajes, y una pileta de 19 metros.

Josefina Solanet junto a un
Josefina Solanet junto a un compañero de cabalgata, en una de las travesías que incluye aventura al sumergirse en los esteros

“Hacemos mucho hincapié en la cultura, porque el peón rural en Corrientes tiene una importancia muy grande, la cultura de los menchos, la destreza que tienen para cada tarea que hacen, el respeto con la gente, su educación y la calidez con la que ofrecen sus conocimientos de corazón”, manifiesta. Y agrega: “Lo maravilloso de las mesas largas es que se juntan personas que por ahí nunca hubiesen compartido una comida de otra manera, porque son de países diferentes, y se van creando amistades impensadas; tengo un montón de mails donde me cuentan que después de conocerse acá planearon otro viaje, que salieron a comer, y me mandan fotos agradeciéndonos que hayamos sido el nexo”.

Como anfitriones, hay un instante de complicidad en que se dicen todo sin hablar. “Con mi marido en esas comidas nos miramos y pensamos: ‘Funcionó’, porque eso es lo que realmente nos importa, que la gente se sienta en su casa, cómoda, a gusto, y realmente vienen como huéspedes y se van como amigos”, sostiene. “Fuimos creando de a poco nuestro pequeño paraíso, y realmente ni yo ni Diego sentimos que estamos trabajando”, expresa.

En una de las mesas
En una de las mesas largas en las que comparten las comidas con los huéspedes (Foto: Facebook “Estancia Don Joaquín”)

Sus hijos hoy tienen 30, 28 y 26 años, y los tres eligen Esquina como su lugar en el mundo. “Cada uno hizo su carrera, los dos varones se fueron a Buenos Aires y Delfina, acá en Corrientes; estudiaron Economía, Administración de empresas y Veterinaria, pero los tres volvieron porque les gusta estar acá”, revela, y cuenta que ya tiene un nieto de cuatro años que sigue los pasos de la familia. “Convive con los huéspedes, come con ellos, se hace amigos chiquitos, y todas la vacaciones de invierno estuvo con otros nenes, que me preguntaban por él, le hicieron regalos, le dejaron cartitas; anda a caballo con ellos, y comparte su saltarín y sus juguetes con los visitantes”, detalla.

A través de la Ruta Nacional 12, en el kilómetro 696 se accede a la estancia “Don Joaquín”. Lleva ese nombre porque así se llamaba el abuelo paterno de Angie. “Él me trajo al mundo, era obstetra, estuvo en el parto en Buenos Aires, y me sacó de la panza de mi madre”, revela. El significado y la conexión emocional que desarrollaron desde que se mudaron a Esquina son las bases del compromiso que asumieron como familia: colaborar con la conservación del patrimonio social, cultural y natural, para resguardarlo y transmitirlo a las futuras generaciones.

Angie, de 52 años y
Angie, de 52 años y Diego, de 54, cuentan que hoy no se imaginan en otro lugar en el mundo

Construimos este sueño desde el deseo de progresar y compartir nuestra pasión, tratando de no descuidar los afectos personales ni los espacios individuales, tarea que se afronta día tras día; nos animamos, nos reinventamos y de nuevo volvimos a elaborar proyectos, reinventándonos una y mil veces”, sintetizan sobre el proceso que comenzó hace más de 20 años cuando se mudaron al campo para crear un hogar donde pudieran echar raíces fuertes y duraderas, una misión que cumplieron con creces.

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