En la provincia de Neuquén, a 40 kilómetros de la localidad de Aluminé, se encuentra el paraje rural Quilca. Desde hace más de 100 años, allí funciona la Escuela Albergue N°57, que desde lejos se destaca por ser el único edificio que se vislumbra en medio del valle, rodeado de álamos que fueron plantados por los primeros alumnos. La directora de la institución, Romina Serrano, vive en el predio, y comparte su día a día con los ocho niños de nivel inicial y primaria, que pasan toda la semana en el lugar y regresan a sus casas el fin de semana. Con el equipo de docentes, auxiliares y celadoras, lleva adelante cada uno de los proyectos que se proponen. “Todas las comodidades de la ciudad las cambio mil veces por estar acá, haciendo lo que amo”, expresa en diálogo con Infobae.
Los paisajes patagónicos forman parte del camino para llegar, a través de la Ruta Provincial 15 en el kilómetro 20, con acceso por la Ruta 23 -desde Aluminé hacia Villa Pehuenia- y en verano también se puede ingresar por la Ruta Provincial 13, desde Primeros Pinos hacia Villa Pehuenia. De pronto, asoma una edificación blanca con techos negros, que contrasta con la vegetación verde vibrante cuando el clima acompaña, se viste de amarillo en otoño y queda cubierta de nieve en invierno.
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En ese terreno, en 1922 se asentaron las bases de la primera escuela de Aluminé, al principio construida de forma rudimentaria con varillas de madera y barro, en un rancho de la estancia “La Gotera”. Siete años después asumió la dirección Ida Fiumani de Arellano, quien ocupó un rol fundamental en la reconstrucción y la mejora de las condiciones edilicias. Gracias a la reestructuración, en 1929 se registraron 52 alumnos, y ese mismo año egresaron 43.
“Venían muchos chicos de distintas ciudades, y por eso se fue ampliando la escuela, siempre en el mismo predio. A partir de 1991 se inauguró el albergue, porque por las condiciones climáticas que afectan los caminos y las distancias, surgió la necesidad de que los alumnos se pudieran quedar de lunes a viernes, y funciona con esa modalidad hasta la actualidad”, cuenta Romina, que desde el primer minuto de la conversación emana pasión por su labor.
Un cambio de vida
Tiempo atrás se había anotado en el listado provincial para vacantes de docencia en áreas rurales, un sueño pendiente que no dudó en cumplir desde que llegó la propuesta. “Vivía en Neuquén capital, antes estuve 10 años en San Martín de los Andes, y quería tener la experiencia de trabajar en el campo, así que me vine, me quedé y me encantaría jubilarme acá”, anhela. El mes próximo cumplirá 50 años, y siente que sus energías se renovaron desde que se mudó a la escuela. La motivan las metas que tiene por delante y los ocho niños que estudian ahí –seis de primaria y dos de jardín de infantes-, que la sorprenden todos los días con sus ocurrencias, y se emociona cuando los ve crecer y pasar de grado.
Desde hace casi dos años dejó la vida urbana para enfocarse en esta nueva etapa, y cuenta que al principio su marido iba y venía a la ciudad, pero cuando se jubiló también se trasladó definitivamente al paraje. “Tengo la suerte de que él me acompaña, y mis dos hijos ya son grandes, cada uno tiene su vida ya armada, organizada, y eso me permitió tomar la decisión”, explica.
Mientras charla con este medio, su esposo pinta las paredes de la institución junto a algunos auxiliares, y es uno de los tantos ejemplos que demuestran la colaboración y el compañerismo que se generó entre todos. Entre mate y tortas fritas caseras, avanzan con el mantenimiento del lugar en pleno receso escolar. “Nosotros comenzamos el ciclo lectivo el 22 de agosto, porque las clases se dan en el período de septiembre a mayo, por el clima, y hay años que no se puede empezar en fecha por las condiciones de la ruta; por ejemplo una vez el camión que nos provee el gas envasado no pudo entrar porque el camino estaba demasiado cubierto de nieve, y ni con cadenas podía avanzar”, manifiesta.
En las cercanías hay varias estancias, pero la población de alrededor de 70 personas está dispersa en hasta 20 kilómetros a la redonda. “La casa más cercana está un kilómetro y medio, por camino de montaña, y la escuela tiene en total 25 hectáreas donde tenemos un invernadero, una huerta, porque empezamos con proyectos de comida saludable”, comenta.
Cada jornada se despierta con los sonidos de los animales, el río, y otras veces comienza el día en medio de un silencio que desconocía hasta que se mudó al paraje. Como no hay vicerectora ni secretaria, Romina asume todo el trabajo administrativo y pedagógico, y además coordina las actividades de los nueve docentes, cinco auxiliares y los ocho estudiantes. “Se puede trabajar muy bien, los tiempos nos dan y cada cosa que les propongo me dicen que sí porque son personas maravillosas, que en muchos casos son exalumnos, y ahora trabajan en la escuela”, dice con emoción.
Un día de clases
La semana comienza cuando buscan en camioneta a cada uno de los niños en sus casas, que llegan los lunes y se retiran los viernes. “Se quedan acá porque no siempre se puede ir y venir por el clima, hacen todas sus comidas acá, y tienen un horario pedagógico de 9 a 17″, describe. Al haber variedad de edades -desde los 4 hasta los 13 años-, conviven en un aula primer, segundo y tercer grado, y en otra los de cuarto, quinto, sexto y séptimo. Los dos niños que están en jardín de infantes estudian en otra sala, pero hay varias rutinas que comparten todos, como los momentos en el comedor y las horas recreativas.
“Las seños hacen 80 kilómetros todos los días para venir, ellas viven en Aluminé, y también tenemos un profe de educación física y una auxiliar de servicio que hacen 120 kilómetros por día porque vienen desde Villa Pehuenia, que está a 60 kilómetros de acá, entonces ida y vuelta son 120; lo hacen todos los días y eso es natural acá”, relata.
Después de la pausa del almuerzo, retoman hasta las cinco de la tarde, cuando salen al patio a bajar la bandera argentina y dan por finalizada la jornada escolar. “De ahí van a la parte de las habitaciones, dejan su guardapolvo, su mochila y comienza lo que llamamos ‘la hora hogar’, que arranca con la merienda y después hacen actividades totalmente relajados, como la huerta, artesanías, pinturas, taller de madera, y luego cada uno se va a bañar, todos los días”, enumera sobre la rutina de los niños, que luego cenan y un rato después se van a dormir.
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“Se despiertan a la mañana, se visten con la ropa que quieren y van a desayunar. Vuelven a las habitaciones a buscar su mochila, su guardapolvo, izamos la bandera y comienza otro día, y así hasta el viernes a la tarde, que es el repliegue, y vuelven a sus casas”, resume. Muchas de las actividades que planean incluyen a las familias de los niños, para que durante la semana también puedan participar y pasar tiempo juntos. “La gente de este paraje es bellísima, con mucho sentido de pertenencia, y para lo que necesitemos están, trabajan a la par, y gracias a la gran familia que somos se han conseguido muchas cosas”, asegura.
Auxiliares comprometidos
Yanet Morales nació en Quilca, y desde hace cuatro años trabaja en la escuela, y con orgullo cuenta que para ella representa mucho más que un lugar para aprender, por el valor emocional que tiene su paso por allí. “Fui alumna, exalumna, ahora soy auxiliar y me ocupo de la lavandería de los dormitorios de los nenes”, le cuenta a este medio. Vive a un kilómetro y medio, y todos los días se acerca para cumplir con sus tareas.
Su compañera, María Albornoz, está hace casi ocho años y es la encargada de cocinar para todos durante medio turno. “Armamos un menú con la directora, nos organizamos y los viernes hacemos el listado para la otra semana; todo es casero, desde el pan, las prepizzas, la masa de las empanadas”, detalla. Entre risas reconocen que es fundamental estar un paso adelante en la compra de ingredientes, porque en caso de faltarles algo tienen que manejar 90 kilómetros entre ida y vuelta para ir a comprar a Aluminé.
María sabe elaborar quesos caseros, y a la hora de incluir verduras en la dieta de los chicos se las ingenia con hamburguesas de lentejas y milanesas de zapallo. “Hice la primaria en un albergue, y ahora a mis 40 años puedo trabajar acá. Estoy feliz porque me encanta trabajar con niños”, asegura. Y confiesa: “Nunca pude ser maestra porque no estudié, después quería hacer un curso para preceptora, pero salió esto y se me cumplió el sueño de ayudar en una escuela”. Destaca la seguridad y la tranquilidad del paraje como condiciones “impagables” que no cambiaría por nada. “Dejar el auto con la llave puesta, cerrar la puerta de la casa sin miedo, realmente vivimos una vida re linda, y es hermoso el momento en que nos sentamos todos juntos en la mesa para comer, todo el equipo con los nenes”, cuenta.
Juan Basilio Luengo vive a 10 kilómetros, y se encarga de la limpieza de aulas, y asiste en a su compañera del turno noche en la preparación de la merienda y la cena. “Fui alumno de esta escuela, y hoy mis dos hijos más chicos vienen acá, tienen 8 y 10 años; la mayor este año terminó acá la primaria y va a ir a la escuela agrotécnica en Aluminé”, revela. Para llegar a veces va en moto, otras a caballo y cuando hay mal tiempo va a pie.
“Si hay 30 centímetros de nieve, llegando a mi casa es más hondo y hay hasta 40 centímetros, entonces a veces los caminos se ponen malos, pero yo vengo igual porque quiero cumplir. Me gusta estar activo, tener trabajo, y estoy contento porque me salió este trabajo que es más cerca, antes estuve dos años en una estancia y me quedaba más lejos; y acá veo a mis hijos todos los días”, expresa.
Una escuela centenaria
En 2022 se cumplieron 100 años desde los primeros registros históricos que dan cuenta de la existencia de la institución, y lo celebraron con un evento inédito donde todos aportaron su granito de arena. “Fue una fiesta increíble, entró el personal docente a caballo con los nenes, hubo reencuentros de exalumnos que hacía más de 50 años no se veían, algunos que aún viven en el paraje, e incluso pudo venir una señora de 102 años que había sido estudiante de la primera directora”, relata Romina con mucha alegría.
Mientras un abuelo estaba ingresando, su hijo ayudaba en la organización, y su nieto se formaba frente a la bandera como uno de los egresados. Las postal de las tres generaciones reunidas emocionó a todos, y en total participaron 500 personas. “Nunca habíamos organizado algo de esa magnitud, no teníamos idea cómo calcular comida para tantos, y estuve acompañada por todos los pobladores, por mis compañeros, y también por la Municipalidad, que junto al intendente Gabriel Álamo me ayudaron muchísimo y fueron el nexo con otras instituciones para que tengamos el escenario, las sillas, la vajilla, y todo lo demás”, indica.
Desde la Asociación de Fomento Rural colaboraron con la donación de 13 costillares, los comercios aportaron bebidas, verduras para las guarniciones y gracias al esfuerzo conjunto crearon una fiesta inolvidable. Algo similar sucedió cuando recaudaron fondos para el viaje de egresados de los niños ese mismo año. Hicieron bingos, eventos, y enseguida se desató una cadena de favores para lograr el objetivo.
“Los chicos de séptimo grado tuvieron un viaje a Cataratas del Iguazú en avión, se quedaron cinco días en un hotel, todas cosas que nunca habían vivido, jamás habían estado en una pileta y ni hablar cuando fuimos a hacer todas las excursiones”, remata. Asegura que volvieron “fascinados” y que al tocar tierra firma la experiencia se coronó cuando los pilotos los dejaron entrar a la cabina y quedaron aún más maravillados.
Los alumnos son los únicos niños del paraje, y Romina cuenta que se debe a que muchos jóvenes emigran en búsqueda de otras oportunidades laborales a la ciudad. “Las familias vivían de la agricultura y de la ganadería, pero hoy no les conviene porque no deja ganancia, es un clima muy hostil, y tienen muchas pérdidas, entonces van buscando alternativas y una vez que los chicos terminan el secundaria en Aluminé, se van a otros lugares y no están volviendo”, se lamenta.
“Estamos viendo distintas opciones para ofrecerles, pero necesitamos recursos y apelar a otras instituciones que se interesen para que tengan oportunidades de trabajo porque a ellos les encanta vivir acá, y es triste que se tengan que ir de esa forma”, argumenta. Como directora evalúa fomentar un circuito productivo más grande en el predio, ya que cuentan con espacio para un invernadero de mayor tamaño que les permita no solo producir para autoabastecimiento sino también para venta, y así generar ingresos económicos, con la ayuda de otras organizaciones que colaboren con la causa.
“Necesitamos elementos y herramientas que se utilizan en el campo, y también tenemos que conseguir un tanque australiano para retener agua, porque cuando no hay suficiente nieve tenemos escasez de agua y sería maravilloso tener la posibilidad de almacenar una parte como reserva”, proyecta. Con voluntad y vocación, van conquistando desafíos, como el hecho de haber reactivado el sistema de riego después de 10 años, tras limpiar un canal de 9000 metros.
“Tenemos agua de pozo, no tenemos aún agua corriente, y una de las funciones de los auxiliares es estar atentos todo el tiempo a si tenemos agua para abastecernos”, explica. “Quizás algún pueblo o alguna ciudad tenga un tanque abandonado que a nosotros nos sirva, y estaríamos eternamente agradecidos”, expresa, y ofrece como medio de contacto el mail de la institución: primaria057@neuquen.gov.ar.
Puertas abiertas
Romina explica que la escuela muchas veces trasciende las funciones educativas y ocupa un lugar crucial en la vida social de los residentes. En situaciones de emergencia, se convierte en el único lugar cercano al que acudir. Durante la pandemia muchos vecinos que no tenían luz quedaban totalmente incomunicados, porque no hay señal telefónica en la zona, y dependen del WhatsApp para hablar con sus familias. “En ese momento se hizo un espacio para que puedan venir a cargar los celulares, porque el paraje entero utiliza la Internet de la escuela”, explica.
En otra ocasión una familia que vive a más de 10 kilómetros vio que había caído un rayo que inició un incendio forestal y se acercaron hasta la institución para pedirles que avisaran a los bomberos, porque no tenían forma de llamar desde su casa. “La escuela es base para todo, y aquella vez aterrizó acá el helicóptero, para que la dotación comenzara con las tareas y detectara el foco. También pasó en 2016, y ahí directamente se suspendieron las clases durante una semana para que los bomberos se pudieran quedar en el albergue y se fueran turnando para combatir el fuego”, detalla.
Casi todos los años los visita una familia de la provincia de Santa Fe, que conoció la escuela por casualidad. Mientras manejaban por la ruta les llamó la atención el único edificio que vieron en un tramo de 40 kilómetros. “Desde el día que llegaron amaron este lugar, y como justo estábamos almorzando los invitamos a pasar, se sentaron a comer con nosotros, conocieron a los chicos, y siempre nos traen mantas, ropa, artículos del librería. Todo el que pase por acá es bienvenido”, asegura Romina, que le transmite ese mismo espíritu de anfitriones a los niños.
Hace poco recibieron a 50 chicos de una escuela de una localidad cercana, que se quedaron tres días y acamparon con ellos. “Les encanta recibir gente, tener contacto con otros niños de su edad, les comparten sus valores y les enseñan todo lo que saben; es un intercambio muy lindo para todos y lo estamos fomentando para que nos conozcan”, sostiene.
Luego de dos años viviendo en el paraje rural, está segura de que está en el lugar correcto, donde coincide con un equipo que comparte la misma vocación y la entrega de corazón. “Me siento no solo bendecida, sino retribuida y querida, así que voy a seguir devolviendo todo el cariño que estoy recibiendo”, proyecta. Y sentencia: “No es que vivimos en un oasis, el oasis lo hacemos nosotros, con el esfuerzo de la comunidad, sin esperar que lleguen los recursos, haciendo todo lo posible con lo que tenemos”.
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