En junio de 1972 Rodolfo Galimberti viajó a Puerta de Hierro y puso su cargo de Delegado a disposición de Juan Domingo Perón. Era una cortesía, una forma educada de dar por cumplida la misión que el General le encomendara en su primera visita.
En menos de un año y medio había organizado todos los grupos de la Juventud Peronista en una estructura nacional y bajo su dirección. Se había instalado en la superestructura del Partido Justicialista sin abandonar JAEN y consiguió mandar a retiro —o “transvasado”, en el sentido generacional del término— a los dirigentes de la JP mayores de treinta años con los que competía.
Él tenía veinticinco y era más popular que nunca. Cuando entró en Puerta de Hierro pidió audiencia para un dirigente de su confianza.
—General, tengo un tipo con el que venimos conspirando contra (Alejandro Agustín) Lanusse desde hace dos años. Es el hermano de Fernando Abal Medina. Tiene la enorme ventaja de tener un apellido montonero y no ser zurdo. Es nacionalista. Es medio facho, bah... Yo lo conozco de la banda del Círculo del Plata. Es un tipo serio. Anda bien con los metalúrgicos, anda bien con la Iglesia, anda bien con los milicos. Le va a encantar, General.
—Bueno, tráigamelo —respondió Perón.
A los veintisiete años, Juan Manuel Abal Medina era abogado, estaba casado y tenía cuatro hijos. Como su hermano Fernando, se había formado en el nacionalismo católico: en 1955, en el enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, su padre había defendido la Catedral. Juan Manuel era secretario de redacción de Azul y Blanco, la revista de Sánchez Sorondo, el dandy del nacionalismo. Por su relación profesional con el contador Antonio Cafiero, se había granjeado la simpatía de José Rucci y Lorenzo Miguel; de su hermano Fernando heredó la amistad de su cuñada Norma Arrostito, Carlos Ramus y Fernando Vaca Narvaja. Había sido el celador de Eduardo Firmenich en el curso del Nacional de Buenos Aires. Abal Medina también conocía a muchos militares nacionalistas —los generales Labanca, Carlos Augusto Caro, Rosa Molina...—, pero a pesar de sus variadas y cotizadas relaciones, todavía no conocía al General.
Después de algunas horas de charla con Abal, Perón le encargó una misión:
—Usted debe darle organicidad a los oficiales. Es lo que siempre le pido a Osinde. Siempre me promete que me va a traer a alguien importante y después resulta que trae a uno que ya está retirado... Mire, para retirados, conmigo ya estamos llenos —y lanzó la carcajada.
Antes de despedirlo, Perón le preguntó si era peronista. Abal se sorprendió un poco.
—Soy peronista desde que mataron a mi hermano —le contestó.
—Bueno, entonces está integrado —respondió el General.
Por gestión de Galimberti, en Puerta de Hierro también entró Diego Muniz Barreto. Había tomado la precaución de llevarle cincuenta dólares a José López Rega y portó consigo un discreto paquetito con una ración de pedazos de pollo prolijamente trozados, para darle en la boca a los caniches. Entre los dirigentes peronistas que hacían fila para ser recibidos en Madrid, había trascendido que Envar Cacho El Kadri, de las FAP, los había apartado de una patada cuando mordían su botamanga y el General se enojó mucho y casi lo echa de la residencia.
A Muniz Barreto, Perón lo recibió feliz.
—Yo siempre juzgo a la gente por como la tratan los perros. Y si a los perros les gusta la gente que entra en esta casa, ¡esa es buena gente! —se entusiasmó el General.
Después, Muniz se acercó a la señora y le entregó un crucifijo colonial de plata.
—General, él fue comando civil. Conspiró contra usted en el año cincuenta y cinco... —intercedió Galimberti, que se aburría con las presentaciones formales.
—Qué bueno conocer viejos opositores... —se alegró Perón.
—Es que yo no soportaba ese costado popular de su gobierno, General. Pero ahora lo he comprendido... —se sinceró Muniz.
—Pero muy bien. Ahora ese empeño hay que ponerlo en la guerra que estamos librando contra Lanusse... Qué gusto decirle “compañero”... —y le estrechó las manos.
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Muniz también tenía una serie de presentes para el General: le llevó un documento que demostraba “las relaciones de la penetración del capitalismo extranjero con la camarilla militar y sus equipos económicos”, una cinta de la película de Rosas que apenas se había estrenado en Buenos Aires y también la filmación del acto de Ensenada de la JP. Había puesto un equipo de cine para registrarlo. Esa noche, por primera vez, Perón vio un discurso de Galimberti. Muniz, que manejaba el proyector, avanzaba y retrocedía, y cuando terminó, todos se pusieron de pie y aplaudieron.
Para la prensa era el “niño mimado”.
Galimberti estaba en el punto más alto de su vida política:
“El portavoz de la Juventud ante el Consejo Superior del Movimiento Justicialista franquea casi diariamente la ‘sagrada puerta’, un tratamiento que el ex presidente otorga sólo a contadas personas. Es la hora más gloriosa de Galimberti, la hora que Perón ha reservado a la juventud para jaquear al Gobierno”, escribía el corresponsal de Panorama, Armando Puente.
El enviado Tomás Eloy Martínez también analizaba el momento del líder juvenil:
“... cuyo prestigio en Puerta de Hierro pudo medirse, la semana pasada, por el hecho de que las principales entrevistas del ex presidente lo contaron como testigo. A través de las treinta y una horas de conversación con Cámpora, en la última semana de junio, y de las veinte horas con Galimberti, Perón puso al descubierto las claves de su táctica: en el coraje y la aptitud de lucha del dirigente juvenil deposita sus mejores armas para una eventual movilización popular”.
En Madrid, Galimberti seguía en compañía del Vasco Mauriño, que se había convertido en un pulcro secretario de los negocios de Jorge Antonio. Mauriño utilizaba el seudónimo de “Héctor Lazarte”. Galimberti lo señalaba ante la prensa como “el hombre de JAEN” en Madrid. En el período en que Isabel prohibió la entrada a Jorge Antonio en Puerta de Hierro, el Vasco se dio el gusto de recibir a Perón en su estudio de Paseo de la Castellana 22.
En Madrid, Galimberti ya no dormía en la pensión Doña Francisca, ni tampoco en el hotel Mayorazgo. Muniz Barreto le había alquilado un departamento con dos dormitorios, uno en suite, en el barrio Salamanca. En ese viaje llevaron a Madrid al abogado Luis Sobrino Aranda, de cuarenta y tres años, que en el año cincuenta y seis se había plegado a la “revolución de Valle” y había sido detenido por la Libertadora cuando quiso tomar LT2 Radio Splendid de Rosario. Estuvo seis meses incomunicado. Sobrino había estudiado en la facultad de Parapsicología y era un experto en astrología política. Tenía la teoría, confirmada por el yugoslavo Boris Kristov, de que el noventa por ciento de los generales y los guerreros tenían a Marte en su horizonte; incluía a Perón en la estadística.
Galimberti quería instalarlo en Puerta de Hierro.
—Vos tenés que conversar con el General de todas esas cuestiones y pelearle el espacio a López Rega desde adentro —lo alentaba.
En virtud de sus contactos militares con el II Cuerpo de Ejército, Galimberti lo había nombrado “asesor militar de JAEN” y en su trato diario lo llamaba “coronel”. Su asesor lo acompañaba a buscar camperas de cuero por la Gran Vía, y una vez fueron juntos al Valle de los Caídos. Frente a la tumba de José Antonio Primo de Rivera, Galimberti cayó de rodillas, emocionado.
En ese verano europeo de 1972 el Delegado de la JP se enamoró. El mismo Sobrino le presentó a una modelo rosarina, Cristina Suriani, de veinticuatro años, la hija de “Mamá Suriani”, la amiga que le prestaba una habitación de su departamento madrileño.
Cristina Suriani era actriz y se estaba ganando un lugar en el cine y el teatro local con su participación en Querida Señorita, del cómico Fernández Fernández. Su primer impulso a la fama se lo había dado el fotógrafo Carlos Saldi, que la publicó en la tapa de Betty Boom y que también ganó premios internacionales con el retrato de la femme fatale rosarina. En un año y medio de estadía española, Cristina Suriani ya había filmado seis películas —Experiencias extramatrimoniales y El seductor, entre otras— y ensayaba en teatro la tragedia de Esquilo Prometeo encadenado.
Galimberti la invitaba a cenar o la llevaba al cine, y también la acompañaba a los sets de filmación y a los lugares de esparcimiento de la comunidad artística. En una residencia en las afueras de Madrid, Cristina le presentó a una actriz de diecisiete años, de ojos indescriptibles, que se llamaba Ornella Muti y tenía un novio que después cayó preso por consumo de heroína. Galimberti quiso hacerse el listo frente a la italiana, y para ganar su atención se lanzó a la piscina y casi se hunde.
En una de sus entradas a Puerta de Hierro, Galimberti llevó a Cristina Suriani a conocer al General, y sumó a la visita a la hermana de esta, Ana Karina, que también era modelo y se había ganado el aprecio de Muniz Barreto. Sin embargo, enterado de que la chica no era la esposa de Galimberti, y creyendo que le había presentado a su amante, López Rega aprovechó para criticarlo por esa conducta frente al General. Al secretario ya no le caía en gracia la simpatía que desplegaba el líder juvenil, y menos cuando llegaba dos horas tarde a la residencia y se cuadraba ante Perón con la frase “... se reporta el soldado recluta Galimberti”, logrando desarmar toda la batería de insultos que el Líder había preparado durante el tiempo de su demora.
Pero López Rega se equivocaba. Cristina Suriani no era su novia. A pesar de que ponía en movimiento todas sus dotes de seductor, Galimberti no lograba tener una relación íntima con ella. Cuando creía que había llegado el momento, porque Cristina también parecía enamorada, imprevistamente, ella, verticalista, se resistía a trasladar la relación a un plano horizontal.
El líder juvenil debía luchar contra los factores que le jugaban en contra. El primero era “Mamá Suriani”, que le prestaba su Seat para las salidas nocturnas pero no estaba dispuesta a casar a su hija con “un aventurero que podía caer preso en cualquier momento”.
La otra barrera era la confusión sentimental de Cristina. En forma simultánea a la avanzada de Galimberti, la modelo y actriz rosarina vivía el cortejo de un cantante catalán de veintinueve años, Joan Manuel Serrat, que la visitaba en su departamento del quinto piso de la avenida del General Perón y también pasaba buen rato conversando con la madre para ganar su estima. Pero a Mamá Suriani tampoco la convencía: “Es agradable pero un poco bohemio...”.
Esa competencia despiadada por el corazón de la Suriani a Galimberti lo atormentaba.
Una de esas noches de rechazos volvió al apartamento de Salamanca al borde de las lágrimas. Muniz Barreto, que lo escuchó murmurar, salió del baño con un largo kimono color celeste y un cepillo de dientes en la mano, para preguntarle de qué se lamentaba. Galimberti le confió su frustración. Muniz quiso levantarle el ánimo:
—¿Pero tenés conciencia de quién sos vos? ¿De lo que significás para la juventud argentina...? —le gritó—. ¡No tenés derecho a ponerte así...! ¿Por qué de una vez por todas no tomás conciencia de tu liderazgo en el pueblo, de tu compromiso revolucionario...? ¡Mañana nos espera el General en Puerta de Hierro... y vos hecho una piltrafa... llorando por una tilinga...!
Sobrino Aranda se levantó del sillón y aplaudió la proclama.
En ese verano madrileño, la competencia de Galimberti también continuaba en el plano político: a fines de junio de 1972 llegaron los veteranos dirigentes juveniles Roberto Grabois y el Gallego Álvarez para entrevistarse con Perón. López Rega armó un salomónico programa de reuniones para que no se cruzaran con Galimberti, con el que seguían enfrentados.
En esos días había casi cincuenta dirigentes peronistas merodeando por Madrid a la espera de ser recibidos en Puerta de Hierro. Grabois y Álvarez ingresaron con sólo una semana de espera, pero lo cierto es que a Perón, Grabois lo aburría.
La tarde en que lo recibió, le interrumpió su serie de opiniones sobre el marxismo y lo sacó del estudio para caminar por el jardín. “¿Ve este pajarito en esta jaula...? Bueno: este ahora raciona acá, pero antes racionaba en otro lado” —le comentó enigmático a Grabois, a quien casualmente todos apodaban “Pajarito”.
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El Gallego Álvarez, en cambio, solía desplegar sus dotes de charlista y eso al General lo entretenía, pero aquel siempre dejaba flotando en el aire la teoría de que había una gran conspiración montada desde distintos sectores.
Galimberti pergeñó un plan para que el dúo dejara de visitar la residencia. Le dijo a Perón que Álvarez y Grabois estaban en la “teoría del último tramo”.
—¿Y qué es eso? —se interesó Perón. Galimberti le explicó:
—La teoría del último tramo es que a usted le pasa algo y ellos se quedan con su herencia política. Están esperando que usted se muera, mi General —le dijo con cara apesadumbrada.
Era exactamente la preocupación de Montoneros: cómo conducir la revolución después de Perón. A partir de ese día, el General le pidió a López que raleara de la agenda a los “veteranos juveniles”; constantemente los eludía.
El Gallego Álvarez denunció que había una conspiración en marcha de Galimberti, López Rega y Montoneros para rodear a Perón y adueñarse del Movimiento Nacional.
*Marcelo Larraquy y Roberto Caballeros son periodistas. Extracto del libro “Galimberti. De Perón a Susana y de Montoneros a la CIA”. Ed. Sudamericana
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