Cuando Agustín Robles fue gobernador de Buenos Aires entre 1691 y 1700 cumplió su sueño de tener una casa de descanso en lo que hoy es Plaza San Martín, en Arenales y Maipú, por entonces las afueras de Buenos Aires. La llamó “El retiro”. Cuando regresó a España la amplia vivienda fue alquilada a compañías que traficaban esclavos y con el correr de las décadas tuvo disímiles usos. Y el barrio heredó el nombre de Retiro, que a fines del siglo 19 sería asociado a la actividad ferroviaria.
El Ferrocarril Central Argentino fue uno de los primeros en trazarse en el país. Por entonces la iniciativa partía de la inversión privada y el Estado apoyaba con subsidios y diversas ventajas. Como el país carecía de un grupo importante de inversores volcados a estas actividades, el capital privado venía en su gran mayoría del extranjero. El panorama cambió en 1891 con la ley general de ferrocarriles donde las empresas del interior fueron pasando al gobierno nacional. Sin embargo, la ley Mitre de 1907 estableció que los ferrocarriles debían ser explotados por empresas privadas y que la rentabilidad obtenida debía ser invertida en la red. La mayoría de esas compañías eran británicas.
La Estación Retiro fue producto de una necesidad. El creciente movimiento del puerto porteño por la actividad agrícola ganadera requería de un ferrocarril que fuese capaz de transportar importantes volúmenes de carga. En el lugar existía una estación terminal que conectaba el puerto con Rosario.
No era la única línea en la zona. Desde 1872 funcionaba, frente a la Casa Rosada y a orillas del Río de la Plata la Estación Central que unía Buenos Aires y Ensenada, donde operaba el Ferrocarril Buenos Aires al Puerto de Ensenada. Era una construcción de madera, con una torre con reloj. Contaba con una plataforma para atender la vía principal y otras dos para dos vías muertas. Incluía dos confiterías y dos salas para señoras. El trazado de la vía hacia el sur iba por lo que hoy es la avenida Paseo Colón.
Hasta que el 14 de febrero de 1897 bastaron un par de horas para que un incendio desatado en el atardecer la redujese a escombros y cenizas. Provisoriamente los trenes debieron salir de Casa Amarilla. Una de las locomotoras fue bautizada “Boca”. Pero era necesaria una solución.
Los empresarios británicos, que representaban a los ferrocarriles Buenos Aires a Rosario, el Central Argentino y el Buenos Aires al Pacífico presentaron al gobierno un proyecto de fusión de estos dos últimos. Después de ásperas negociaciones, dicha operación fue aprobada con la condición de que construyesen una terminal acorde a las necesidades del transporte de carga y de pasajeros.
Desde comienzos de siglo surgieron distintos proyectos para levantar una terminal acorde. Ingenieros argentinos como Jáuregui y Ovyer -quien proyectó la estación de Once de Septiembre-, junto a los de Walter Thomas y Jacques Dunant eran algunos de los que se estudiaban. Todos pretendían que la nueva estación fuera común para todas las líneas del norte y se ligase con las estaciones de Constitución y de Once.
A su juego los llamaron. Los británicos eran pioneros en ese tipo de empresas. La Crown Street Station, primera estación interurbana de ferrocarril del mundo, la habían levantado en 1830 en la ciudad de Liverpool. La dirección del proyecto quedó en manos de Eustace L. Conder, un inglés que desde 1888 se había radicado en Rosario y que había sido el responsable, por ejemplo, del diseño del barrio de Fisherton, en Rosario, pensado para alojar al personal del Ferrocarril Central Argentino. Estaba asociado con su primo, Roger Conder y al ingeniero Reginald Reynolds.
A través de un aviso que hizo publicar en los diarios de Londres, Conder convocó a un concurso de antecedentes para designar a un arquitecto. Fue elegido, entre 120 aspirantes, Sidney George Follet, quien se había formado en Edimburgo. En Buenos Aires continuaría su labor profesional y dejaría su impronta en varios edificios diseñados en la ciudad porteña.
En junio de 1909 empezaron los trabajos de construcción. El proyecto original -cuya inversión fue de dos millones de libras esterlinas- constaba de un cuerpo principal sobre la calle Maipú (actualmente avenida Ramos Mejía) de 160 metros de largo; sobre avenida del Libertador (entonces Paseo de Julio) la extensión sería de 230 metros, para lo que fue necesario demoler el antiguo hotel de inmigrantes. Este último tramo no se llegó a completar, que contemplaba las salidas de los pasajeros que arribasen a la estación. En la esquina actual de Ramos Mejía y Libertador debía construirse una torre.
Ese lunes 2 de agosto de 1915 la ceremonia comenzó cuando llegó el presidente Victorino de la Plaza acompañado por los ministros de Obras Públicas, de Justicia e Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores y Guerra. Eran las tres y media de la tarde y alguien le acercó una llave de oro, confeccionada para la ocasión, con un paletón especial con forma de esvástica donde tenía grabada la fecha. Con ella abrió se portón principal de la estación. Junto a la comitiva, el primer mandatario viajó en una formación hasta Colegiales y al regreso todos entonaron el Himno Nacional y fue el momento de los discursos: el del propio presidente, de Ezequiel Ramos Mejía, ministro de Obras Públicas y del arquitecto Carlos Pearson, administrador general del Ferrocarril Central Argentino. Así quedó inaugurado el nuevo edificio de la terminal ferroviaria de Retiro. Hasta ese momento, era la construcción más importante realizada en América Latina.
El acceso principal incluía entrada para los carruajes aunque también sería útil para los taxímetros, ya que recién estaban apareciendo los primeros. Se planearon dos grandes sectores: el vestíbulo y los andenes, éstos últimos cubiertos por una estructura de hierro y vidrio, con una altura de 25 metros. En los extremos de las vías se colocaron paragolpes hidráulicos capaces de contener la carrera de trenes a 16 kilómetros por hora.
Se inauguraron ocho plataformas de 35 metros de largo y seis de 250. Había 13 ventanillas para expender boletos y además tenía un comedor para cien personas, una confitería para 500 y seis baños, entre otras comodidades. El estallido de la Primera Guerra Mundial hizo que se paralizaran las obras de una tercera bóveda en la zona de andenes.
El diseño corresponde a la arquitectura típica de fines del siglo XIX. Sus interiores fueron revestidos en piedra, con mayólicas y artefactos lumínicos. Salvo la cal, la arena y el agua todo fue traído de Europa: locomotoras, vagones, puentes, accesorios para las estaciones, los ladrillos y el carbón. Enseguida se transformó en un punto de referencia y salían y llegaban 500 trenes por día.
En septiembre de 1916 partió a Tigre el primer tren eléctrico. Funcionaba con un tercer riel, por donde circulaban veinte mil voltios de corriente alterna.
Frente a la estación hay una amplia plaza que desde octubre de 1914 se llamó Britannia, en homenaje a los residentes ingleses, los mismos que para el Centenario habían donado la torre monumental, popularmente conocida como “de los ingleses”. A Victorino de la Plaza también le cupo inaugurarla el 24 de mayo de 1916. Luego de la guerra de Malvinas en 1982, se le cambió el nombre por el de “Fuerza Aérea Argentina”, en honor a los pilotos caídos en ese conflicto.
La estación, que desde 1997 es monumento histórico nacional, fue el escenario elegido por el gobierno peronista para anunciar, el 1° de marzo de 1948, la nacionalización de los ferrocarriles. El ministro Pistarini encabezó el acto ya que Perón había sido operado. En su mensaje que envió aseguró que “pueden decir, pueden alacranear cuanto quieran insinuando que hemos realizado una mala operación, que vamos a fracasar en la administración de estas redes que hoy tenemos en las manos. Hemos de salir al paso de esos agoreros, de esos chismosos a sueldo”. Lo que ocurriría en las próximas décadas con los trenes en el país ya no vendría sobre rieles.
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