“¡¿Qué pasa, flaca?!”, alcanzó a preguntar Rodolfo Ortega Peña cuando escuchó el primer disparo y el grito de su mujer, Elena Villagra. No tuvo tiempo para más: en los siguientes segundos recibió 24 tiros que impactaron en su cabeza y en otras partes de su cuerpo.
Eran las 22.25 del miércoles 31 de julio de 1974 y estaban bajando de un taxi Siam Di Tella en Arenales y Carlos Pellegrini, pleno centro de Buenos Aires. Ortega Peña, ya en la calle, se asomó a la ventanilla del vehículo para pagar el viaje cuando escuchó el disparo y el grito de su mujer.
No vio el Ford Fairlane verde que llegó a gran velocidad y frenó de golpe, ni a los tres hombres armados con ametralladoras que bajaron de él. Tampoco que uno de ellos, con la cara cubierta con una media de mujer, puso rodilla en tierra y empezó a disparar. Sólo escuchó el primer tiro y el grito de su mujer.
Cayó hacia delante y quedó tendido entre las ruedas delantera derecha del taxi y la trasera izquierda del Citroën estacionado al costado. Al caer golpeó pesadamente contra el paragolpes trasero del Citroën, arrancándolo.
Cuando el hombre de la media en la cara terminó de vaciar el cargador de su arma, volvió a subir al auto con sus dos cómplices y el Fairlane salió disparado por la calle.
Elena Villagra, con la cara sangrante por la bala que acababa de atravesarle el labio corría desesperada gritando: “¡Mataron a mi marido!”, una y otra vez. La auxilió un médico que salió de su casa al escuchar los disparos.
Sobre el asfalto, el cuerpo del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña se empapaba del rojo de su propia sangre derramada. Tenía 37 años.
Emboscada letal
No demoró en saberse que Ortega Peña – el único diputado de la izquierda peronista que quedaba en el Congreso – había caído víctima de una operación letal planificada milimétricamente. Lo estaban esperando.
Se pudo reconstruir – no lo hizo la Policía Federal, sino los periodistas que pudieron hablar con los testigos – que, apenas el Fairlane verde de los asesinos entró en la cuadra donde se había detenido el taxi, otros dos autos cortaron la calle impidiendo el paso. En las dos esquinas se instalaron varios hombres de civil que, armados, hicieron desviar a los transeúntes.
También se pudo saber que, pese a ser una zona donde abundaban los policías de calle, en el momento del crimen no había ninguno en los alrededores, con lo que se constituyó una “zona liberada” para que el grupo perpetrara el atentado.
Después se sabría más. Esa tarde Ortega Peña había recibido la llamada de un supuesto periodista de El Cronista Comercial, pidiéndole una entrevista y preguntándole hasta qué hora podría encontrarlo en su despacho del Congreso. El diputado le respondió que podía esperarlo hasta las 21.30.
El supuesto periodista nunca llegó para hacer la entrevista y más tarde, consultada por compañeros del diputado, la dirección del diario dijo que ninguno de sus periodistas le había pedido una entrevista a Ortega Peña para ese día.
A la hora que había marcado como límite, “El Pelado” – como se lo llamaba - salió del Congreso con su mujer para ir a comer en un restaurante de Callao y Santa Fe. Al salir, tomaron el taxi, sin saber que los estaban siguiendo. Los asesinos sabían que de allí seguramente se dirigirían hasta su casa, donde el operativo estaba montado.
Cuando la pareja bajó del taxi, la recibieron con una lluvia de disparos.
Si algo faltaba para que se confirmara que el asesinato de Ortega Peña era un crimen perpetrado desde el Estado a través de un grupo parapolicial, los hechos de las horas y los días siguientes no dejaron dudas.
Primero, el jefe de la Policía Federal, el comisario general Alberto Villar – hombre que respondía al ministro de Bienestar Social, José López Rega – se les río en la cara a Eduardo Luis Duhalde y otros compañeros de Ortega Peña que fueron a reclamarle que investigara.
Después, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Raúl Lastiri – yerno de López Rega -, impidió que el velatorio de Ortega Peña se realizara en el Congreso, como correspondía con un diputado.
A eso se sumó la represión brutal por parte de la policía que sufrieron los asistentes al velatorio en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, con alrededor de 400 detenidos.
Por último, la organización que se adjudicó el atentado: la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), el grupo parapolicial del gobierno peronista, la temible Triple A.
Un blanco marcado
“No ha muerto simplemente el diputado, sino un militante del peronismo revolucionario que tenía una vieja y consecuente lucha al servicio de la clase obrera peronista y del pueblo. No nos cabe duda de que son precisamente los enemigos del pueblo por el que luchaba Ortega, quienes lo asesinaron. No interesa demasiado la mano que empuñó el arma, sino de dónde provino la orden de matar”, dijo Eduardo Luis Duhalde – socio de Ortega Peña en su estudio jurídico y compañero de militancia – al despedirlo en la Federación Gráfica Bonaerense.
Ortega Peña era hijo de una acomodada familia antiperonista. Su primera militancia fue en la izquierda. Se recibió de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, y después estudió Ciencias Económicas.
En las elecciones del 11 de marzo de 1973 fue elegido diputado nacional por la provincia de Buenos Aires. En su juramento como diputado de la Nación utilizó la frase “La sangre derramada no será negociada”.
Junto con Eduardo Luis Duhalde, lanzaron en 1973 la revista Militancia Peronista, de mucha repercusión en la época. En junio de 1974 la revista había sido clausurada por decreto de Juan Domingo Perón y volvieron a editar otra revista similar, bajo el nombre De Frente, que también fue clausurada.
Para el momento de su asesinato – casi un mes después de la muerte de Perón – el gobierno lo consideraba un enemigo declarado y la Triple A lo tenía en su lista negra, entre otras razónes porque Ortega Peña jamás dejó de denunciar su accionar criminal, que primero perpetró de manera solapada y para ese momento ya era desembozado.
“La depuración” del Movimiento
La masacre de Ezeiza puso en negro sobre blanco la disputa de poder entre las dos alas que se disputaban la orientación del gobierno peronista instalado el 25 de mayo de 1973, pero también mostró qué sector disponía del aparato del Estado.
La renuncia de Cámpora y Solano Lima y el interinato de Raúl Lastiri dejaron en claro con qué sectores de alinearía Perón después de ser electo presidente por tercera vez.
El propio Perón señaló el camino a seguir con el documento “reservado” para los dirigentes del Movimiento, que inicialmente iba a permanecer secreto pero que terminó trascendiendo.
El 2 de octubre de ese año, el matutino La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman, reprodujo en su portada el texto completo de un “Documento Reservado” del Movimiento Nacional Justicialista que contenía instrucciones a sus dirigentes para que “excluyeran todo atisbo de heterodoxia marxista”. Pocas horas después, en su quinta edición, el diario Crónica, de Héctor Ricardo García, también lo reprodujo.
Según La Opinión, el documento había sido leído en una reunión realizada el día anterior en la Quinta de Olivos, de la que habían participado el presidente provisional, Raúl Lastiri; el presidente electo, Juan Domingo Perón -que asumiría su cargo diez días más tarde -; el ministro del Interior, Benito Llambí; el de Bienestar Social, José López Rega; el senador Humberto Martiarena -encargado de la redacción final del texto-, y todos los gobernadores peronistas.
El documento -firmado por Juan Domingo Perón – señalaba que el asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, ocurrido el 25 de septiembre de 1973, marcaba “el punto más alto de una escalada de agresiones al Movimiento Nacional Peronista, que han venido cumpliendo los grupos marxistas terroristas y subversivos en forma sistemática y que importa una verdadera guerra desencadenada contra nuestra organización y contra nuestros dirigentes”.
A continuación, decía que ese “estado de guerra” debía ser enfrentado y que obligaba “no solamente a asumir nuestra defensa, sino también a atacar el enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión. En ello va la vida del Movimiento y sus posibilidades de futuro, además de que en ello va la vida de sus dirigentes”.
Entre las directivas para llevar adelante esa guerra, había una que causó profunda preocupación a varios de los gobernadores presentes. Decía: “Medios de lucha: Se utilizará todos los que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. La necesidad de los medios que se propongan, será apreciada por los dirigentes de cada distrito”.
El documento que, como indicaba su título era “reservado”, no debía trascender, pero uno de los gobernadores, profundamente preocupado por su contenido, se lo entregó a un periodista de La Opinión.
-Esto significa dar piedra libre a los comandos de la muerte – le dijo y le pidió que no revelara su nombre.
Luego de la filtración, el gobierno negó durante tres días la existencia de esa “orden” hasta que la evidencia no le dejó otra opción que reconocerla.
La Triple A
Con esa autorización – que él mismo había fogoneado – José López Rega se abocó a la creación de su fuerza parapolicial, que comenzó a actuar poco después, primero sin firmar sus acciones y más tarde adjudicándoselas mediante brutales comunicados en los que, además de decir a quién había matado anunciaba nuevas muertes.
La primera acción firmada de la Triple A fue el atentado con explosivos contra el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, el 21 de noviembre de 1973 en el estacionamiento del edificio del Congreso Nacional.
El 30 de enero de aquel 1974, la Triple A envió a los medios de prensa su primera lista de condenados a muerte: los coroneles retirados César Perlinger y Juan Jaime Cesio, el obispo de La Rioja Enrique Angelelli, el senador (FREJULI, Córdoba) Luis Carnevali, el diputado (sumado al bloque peronista, Capital) Raúl Bajczman, los dirigentes trotskistas Homero Cristaldo (Jorge Posadas, PORT) y Hugo Bressano (Nahuel Moreno, PST), los abogados Silvio Frondizi, Mario Hernández y Gustavo Rocca, los jefes guerrilleros Mario Santucho (PRT) y Roberto Quieto (Montoneros), los gremialistas Agustín Tosco, Raimundo Ongaro, René Salamanca y Armando Jaime, el dirigente del PC Ernesto Giúdice, los directores de los diarios Noticias, Miguel Bonasso, y de El Mundo, Manuel Gaggero, el ex rector de la UBA Rodolfo Puiggrós y el ex subjefe de la policía bonaerense Julio Troxler.
El comunicado era más bien parco: “Los mencionados serán ajusticiados en el lugar donde se encuentren”.
Se levantó una ola de denuncias: parecía cada vez más claro que los impulsores de la Alianza Anticomunista Argentina eran el mismísimo José López Rega, el comisario Alberto Villar – jefe de la Federal - y los altos oficiales de esa fuerza Rodolfo Almirón y Juan Ramón Morales.
Durante los gobiernos de Juan Domingo Perón y de María Estela Martínez de Perón la Triple A fue incrementando su accionar. Se calcula que, en dos años y medio, sus grupos de tareas asesinaron a alrededor de 3.000 personas.
Entre sus víctimas – que superan el millar - se cuentan el cura Carlos Mugica, el intelectual Silvio Frondizi, el ex subjefe de la policía bonaerense Julio Troxler y los abogados Antonio Deleroni y Alfredo Curuchet.
Y también Rodolfo Ortega Peña, asesinado hace hoy 49 años.
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